Los recientes disturbios en Torre Pacheco no son un fenómeno aislado, ni una consecuencia directa del islam, como algunos titulares buscan sugerir. Lo que ha estallado —como en otras periferias silenciosas— es el hartazgo de un abandono que lleva años cocinándose. Arde la exclusión, no la religión. Lo que se quema es la desidia institucional, la fractura social y el vacío espiritual.
España lleva años apostando por una inmigración masiva, sin planificación seria, sin proyecto integrador, sin equilibrio territorial. Mientras las ciudades desarrolladas blindan sus centros y limitan los accesos, los pueblos rurales y barrios periféricos han sido el destino obligado de miles de personas que llegan buscando dignidad. Pero ni los gobiernos ni muchas comunidades autónomas han hecho el trabajo necesario: ni recursos, ni presencia policial, ni proyectos educativos interculturales ni, mucho menos, un horizonte de integración real.
No hay integración sin proyecto compartido. Y eso requiere mucho más que subvenciones o retóricas buenistas. Requiere justicia distributiva, firmeza legal, educación cívica y valores comunes. Lo que no se dice es que donde el Estado se retira, donde los servicios sociales no alcanzan, donde la escuela fracasa y las parroquias desaparecen, surge el conflicto. No por religión, sino por desesperanza. Y si a ello le añadimos estructuras familiares rotas, tráfico de drogas, desempleo crónico y guetos cerrados sobre sí mismos, la mecha está encendida.
La inmigración, cuando no se gestiona bien, se convierte en un problema estructural. Pero el verdadero fracaso es nuestro. Porque quienes primero necesitan integración y referencia son nuestros propios jóvenes, muchos de ellos ya criados entre el nihilismo, la pantalla y el desarraigo. Un barrio sin alma es aquel donde nadie se conoce, nadie se ayuda y nadie cree en nada.
¿Qué puede dar sentido a la vida en un entorno así? ¿Cómo evitar que cunda el desencanto, la violencia o el fanatismo cuando no hay trabajo, ni comunidad, ni fe compartida, ni esperanza? La respuesta no puede ser sólo más policía. Ni tampoco más tolerancia sin exigencia. Hay que reconstruir el tejido social y espiritual de nuestros barrios. Y eso implica volver a hablar de verdad, de responsabilidad, de trascendencia.
Europa ha renunciado, poco a poco, a su alma cristiana. Lo ha hecho en nombre de una supuesta neutralidad que, en la práctica, deja espacio al islam más identitario o al vacío posmoderno. Pero como recordaba Angela Merkel: “tenemos demasiado poco cristianismo”. No se trata de imponer una fe, sino de reconocer que sin raíces comunes no hay convivencia posible.
España necesita un nuevo pacto social y espiritual, basado en: Políticas migratorias justas y exigentes, que limiten la masificación y favorezcan la integración real. Escuelas con medios y autoridad moral para educar en el bien común. Recuperación del papel de la Iglesia, no como refugio ideológico, sino como fermento comunitario. Presencia del Estado allí donde hoy reinan la droga, la ley del más fuerte o el abandono.
Lo que ha pasado en Torre Pacheco puede volver a repetirse en otros lugares si seguimos ignorando la raíz del problema. No es el islam. No son los jóvenes. No son los inmigrantes. Es la ausencia de un horizonte compartido. Es el alma lo que falta. Y sin alma, los barrios arden. Y con ellos, la esperanza de construir algo mejor.
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