Con muchas tablas y varias puntas, montó aquel hombre un chiringuito en la playa. Todo iba bien hasta que empezó a llegar gente en verano. Y la gente era ruido. Prefería el invierno. Daba golpes sin querer en la barra para que se marchasen los veraneantes. También ponía trozos de bizcocho para las gaviotas. Y los turistas no aguantaban a aquellas bestias del aire. Siempre conseguía que el chiringuito quedase vacío. Con muy mala cara. Sólo él y el mar. El siguiente invierno cambio el negoció al final de la playa. Para estar más lejos de la gente. Y más cerca del mar y las rocas. Pero en verano toda la arena de la playa se llenó de turistas. Y todos querían ir al chiringuito. Tuvo que utilizar gaviotas, música mala y muy alta, moscas y muy mala cara. Sólo tenía que cantar para que todo el mundo escapase de allí. Y así se quedaba sólo. Solo él y el mar. El verano siguiente tuvo que montar el chiringuito entre las dunas altas. Donde nadie le viese. Pero los veraneantes llegaron en masa al bar de playa. Y esta vez le costó mucho quedarse sólo. Se pasó todo el otoño subiendo tablas y puntas a lo alto de la montaña. A lo más alto. Donde podía ver el océano. Montó el chiringuito y esperó al verano. Esperó para poder estar sólo y ver el mar.
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