El 4 de enero de 1960 en una carretera al sur de París, el automóvil donde viajaba Albert Camus se estrelló inesperadamente. En una tarde soleada el autor de “El hombre rebelde” perdió así la vida a la edad de 46 años. Por más que suene extraño hay que decir que no fue esta su única muerte. Hay distintos modos de fenecer. Para entonces, Camus ya se sentía sepultado. Su vida había acabado.
Quizá logró el reconocimiento siendo aún muy joven. Expresó: “Los honores que de vez en cuando nos llueven sobre la cabeza son algo así como las tormentas”. A eso se refirió cuando le entregaron el Premio Nobel de Literatura poco tiempo antes del accidente. Alguien podría pensar que ese fue el comienzo de su carrera. No. Ese prez fue su sello. Luego Camus entró en una clara angustia. Percató que lo cancelaron. Advirtió que su literatura se cerró. Allí su vida de escritor terminó. Ya se había distanciado del periodismo y aunque entre los restos del auto destrozado se halló el manuscrito inacabado del que sería su libro póstumo “El primer hombre”, ese, en realidad, era su testamento. Su autobiografía.
Cuando uno escribe una autobiografía aunque sea novelada es porque percibe que algo se ha consumado. Que todo ya se ha dicho. Que nada sostiene el sentido. Ese es el verdadero deceso. No siempre se experimenta. Es preferible que las exequias lleguen en la plenitud de la gloria, no en la continuación inútil y fantasmagórica del epílogo. 46 años es una edad muy temprana para perecer, empero, para Camus esa era su vejez. Preludio de un final anunciado. A veces uno siente que ya es la hora. Que es tiempo de partir hacia los misterios. ¿Para qué más? Es el duelo del fallecimiento precoz, aquel que a menudo está a contratiempo, es precisamente ahí cuando asistimos a nuestro propio sepelio. ¿Luego?, luego solo se respira. Se existe vacío. Exhala el deseo. Se es extranjero. Como dijo el poeta: “…esa es la muerte que mata y no la que viene después”.
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