Estamos entrando en tiempos en los que la palabra paz se pronuncia con más facilidad que se practica. No faltan quienes, antes de llegar al poder, aseguran que no iniciarán nuevas guerras, que pondrán fin a las ya existentes, que tenderán puentes en lugar de cavar trincheras. Promesas que, una vez alcanzadas las altas esferas, se diluyen entre intereses y el deseo, a menudo mal disimulado, de dejar una huella de fuerza en el tablero internacional.
Pero gobernar no debería ser una demostración de poder, sino un ejercicio de responsabilidad. En un mundo lleno de desafíos comunes, crisis climática, pobreza, desplazamientos forzosos, inseguridad alimentaria, nada resulta más irresponsable que agitar las brasas de un conflicto armado. Y, sin embargo, cada cierto tiempo, vuelve a asomar la tentación de “resolver” los problemas por la vía de la imposición, la amenaza o el ataque preventivo. Se insiste en que es por seguridad, por defensa propia, por proteger intereses vitales. Palabras que, aunque se repitan con solemnidad, no logran ocultar el desastre que toda guerra trae consigo.
A estas alturas de la historia, deberíamos tenerlo claro, las guerras no resuelven conflictos, los multiplican. Las guerras no fortalecen la democracia ni la libertad, las ponen en peligro. Son miles las voces civiles que piden diálogo, cordura, negociación. Pero esas voces rara vez son escuchadas por quienes tienen el dedo cerca del botón.
Lo más preocupante es que muchos de estos giros hacia el belicismo vienen disfrazados de necesidad, como si no hubiera alternativa. Como si la diplomacia no hubiera demostrado, una y otra vez, ser el único camino sostenible hacia la paz. Como si hablar fuera un signo de debilidad, cuando en realidad exige más valentía dialogar con el adversario que destruirlo.
La humanidad ha cometido el error de la guerra demasiadas veces. Lo ha pagado con vidas, con ruinas, con generaciones enteras marcadas por el miedo. Y, aun así, hay quienes se obstinan en repetirlo, convencidos de que esta vez será distinto, de que ahora sí se logrará una “victoria limpia”, sin consecuencias. Pero no hay guerra limpia. No la hubo, no la hay, ni la habrá.
En lugar de encaminar al mundo hacia un nuevo conflicto, quizá ha llegado el momento de detenernos y mirar con honestidad lo que está en juego. Lo que nos une es mucho más profundo que lo que nos separa. Hay espacio para disentir, pero nunca justificación para destruir.
Frente a la tentación de la guerra, la palabra. Frente al orgullo armado, la diplomacia. Frente a la amenaza, el acuerdo. No es ingenuidad, es sentido común. Y ahora es algo muy urgente.
“Porque no hay mayor derrota para la humanidad que repetir, con soberbia y silencio, el mismo error que siempre termina en cenizas”.
Porque cada guerra comienza con una excusa, pero termina siempre en pérdidas que nadie sabe contar del todo. Y aunque parezca que no nos afecta, cada bomba lanzada sobre otros, arranca algo también de nosotros. Callar ante ello no es neutralidad, es complicidad. La única victoria real es aquella que se consigue sin disparar. Y aún estamos a tiempo. Todos necesitamos la paz.
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