Puedo casi jurar que intento ser tolerante, comprensivo y empático, y aún diré más: intento ser optimista. Intento quedarme con lo bueno, fijarme sólo en esos detalles que te podrían hacer creer que la sociedad va evolucionando, que eso será lo que algún día (no hoy) nos hará vivir en un mundo mejor. Pero ese optimismo que, a veces, tanto esfuerzo me cuesta, hay semanas que no se sostiene, es más, hay semanas en que se viene abajo formando un montoncito de escombros que me cuesta retirar de mi mente. Y es que a veces es ese optimismo el que hace que me quede alucinado cuando escuchas a alguna idiota de proporciones mayúsculas... Sí, una de esas que tienen a su alcance mil medios para no ser unas “feministas radicales del siglo XXI” y sin embargo, eligen serlo. Y sí, digo eligen porque a estas alturas, con las oportunidades que muchas han tenido, lo que hacen no es un lamentable e irremediable producto de su situación, es una elección adulta y consciente. Me gustaría que cosas como éstas no me minaran el ánimo, pero al final pasa, sobre todo si se acumulan varios episodios de este tipo en poco tiempo. Pero no sólo de feminismo se alimentan las decepciones, ojalá. La cosa va más allá..., y un ejemplo es el celebrar que una ciudad se desprenda de establecimientos emblemáticos con honores de funeral de Estado.
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