1. Cortisol para desayunar: cuando la mente adicta al sufrimiento se engancha a la negatividad
Hay personas que se levantan cada día buscando desafíos, adrenalina, retos que activarían cualquier sistema de recompensa. Otras, sin embargo, viven atrapadas en una forma más insidiosa de activación: una búsqueda inconsciente de cortisol, de angustia conocida, de problemas por anticipar. Como si necesitaran una dosis diaria de preocupación, de fracaso o de dolor emocional para sentirse “en casa”.

No lo hacen por masoquismo ni por elección racional. Lo hacen porque su sistema emocional se ha habituado, durante años, a funcionar en estado de alerta, crítica o tristeza crónica. Y el cuerpo —como el adicto a la heroína— empieza a necesitar esa química, incluso cuando le destruye.
La adicción a la negatividad
En la depresión, esta dependencia se manifiesta como rumiación constante, búsqueda de fallos, autosabotaje o atracción por entornos y relaciones que confirman la idea de no valer. No es casual. El sistema límbico, acostumbrado a niveles altos de cortisol, activa inconscientemente los pensamientos que justifican ese malestar: “no sirvo”, “esto va a salir mal”, “no tengo arreglo”. La mente fabrica relatos coherentes con su química interna.
Este círculo vicioso ha sido bien documentado en estudios sobre depresión y neuroplasticidad: pensamientos negativos prolongados refuerzan rutas cerebrales asociadas al dolor emocional, igual que el consumo repetido de una droga fortalece la dependencia neurológica.
Cortisol: la droga invisible
El cortisol no solo es la hormona del estrés. En dosis altas y crónicas, es también un anestésico emocional: reduce el placer, limita la empatía, inhibe la creatividad. Pero tiene algo adictivo: proporciona foco, tensión, un falso sentido de urgencia. Hay personas que no soportan el silencio o el descanso porque su sistema necesita conflicto para “sentirse vivo”.
En este contexto, incluso las buenas noticias generan ansiedad: cuando todo va bien, el cuerpo “extraña” el sufrimiento. La calma se interpreta como amenaza. Es el síndrome del “esto es demasiado bueno para ser verdad”.
¿Cómo romper el circuito?
El primer paso es hacer consciente esta adicción emocional. Darse cuenta de que esa inclinación a la preocupación, al autosabotaje o al pesimismo no es sensatez, sino un hábito químico. A partir de ahí, pueden introducirse intervenciones:
- Técnicas de reconexión con el placer y la seguridad (como las de David Burns o Martin Seligman). - Psicoterapia centrada en el cuerpo, que trabaja la regulación fisiológica del estrés. - Y sobre todo, un trabajo constante en reconstruir una narrativa de valor, que no se base en el sufrimiento como única identidad.
Porque no somos lo que nos duele, aunque nos hayamos acostumbrado a vivir allí.
2. ¿Adicción al fracaso? La trampa de pensar siempre en lo que salió mal
Decía un amigo filósofo, tras contarme sus quejas con tono ácido: “Ya me he desahogado. No quiero seguir, porque me configuraría negativamente”.
Esa frase me hizo pensar. Qué poco conscientes somos, a veces, de cómo nos programamos emocionalmente a través de lo que pensamos, repetimos o rumiamos. Como si hablar del desastre nos convirtiera en él. Como si hacer recuento de todo lo que va mal fuera la forma que tiene el cerebro de recordarnos quiénes “somos”. Pero, ¿y si lo que “somos” no es el problema, sino el guion en el que nos hemos quedado atascados?
Desdicha retroactiva: cuando el pasado se borra en negativo
¿Te pasa que no recuerdas tus logros con claridad, pero sí cada error, fallo o decepción? Esa es la desdicha retroactiva: un sesgo cognitivo en el que el recuerdo se reescribe desde el sufrimiento. Como si la tristeza fuera la tinta con la que reeditamos la historia de nuestra vida.
Este fenómeno es común en personas con tendencia depresiva o perfeccionista. No ven el todo, solo el roto. Y lo grave es que cuanto más se repite, más se refuerza: es como jugar con alguien que hace trampa, donde siempre pierdes, porque no estás jugando con la realidad, sino con una percepción sesgada, nublada, con las famosas “gafas oscuras” que impiden ver la luz.
El síndrome del impostor: creer que no eres lo que ya has demostrado ser
Es el arte de sentirse un fraude aunque tengas méritos reales. Y no es humildad, es distorsión. La mente pone el foco en lo que falta, no en lo que hay. Busca validación externa para tapar un vacío interno que no se llena con aplausos, sino con reconocimiento propio.
¿Adicción al fracaso? Quizá sí. Porque quien se convence de que es un desastre, empieza a comportarse como tal: busca pruebas de su torpeza, se irrita con facilidad, interpreta todo como amenaza, se repite que no sirve... Y así, en lo que se cree, se crea.
Cambiar la lógica: de la negatividad automática a la reprogramación consciente
Si tu mente se activa con un pensamiento como “soy un desastre”, ensaya otro ejercicio: Por cada pensamiento negativo, escribe tres positivos.
No como autoengaño, sino como entrenamiento. Para reconfigurarte. Para reequilibrar el diálogo interior. No se trata de negar el malestar, sino de no entregarle el micrófono.
Porque la madurez emocional no es no quejarse nunca, sino saber cuándo parar. Saber que desahogarse es sano, pero recrearse es destructivo. Que una queja compartida puede ser un gesto de confianza, pero el bucle de autodesprecio es una celda autoimpuesta.
Y sobre todo, que podemos dejar de buscar el fondo del río, y empezar a emerger. Incluso si cuesta. Incluso si se hace a pulso.
|