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La familia y la conciencia individual frente a la filosofía del Estado contemporáneo

En muchos discursos estatales contemporáneos, se presenta el núcleo familiar como un ámbito sospechoso, anacrónico e incluso disfuncional
María del Carmen Calderón Berrocal
martes, 3 de junio de 2025, 08:27 h (CET)

En la actualidad, ciertos núcleos sociales como la familia tradicional o los creyentes católicos o cristianos en cualquiera de sus vertientes, son vistos por el Estado como estructuras incómodas, cuando no directamente subversivas.


Esta percepción se debe al papel que ambas instancias juegan como límites frente a la expansión progresiva de un poder estatal que, cada vez con más intensidad, intenta ocupar espacios que históricamente y lógicamente no le correspondían: los de la identidad, la educación, la moral y la filiación.


Este fenómeno no es nuevo ni accidental. Desde su origen, el Estado contemporáneo se ha construido sobre la base de una ruptura: la de suprimir los vínculos de continuidad con el pasado.


La Revolución —como matriz ideológica del nuevo orden político socialcomunista— no se alzó únicamente contra la estratificación social del Antiguo Régimen, sino también contra una noción más profunda de herencia: la de la paternidad entendida como mediación entre el origen y el destino.

En su afán por producir ciudadanos “nuevos”, libres o, mejor dicho, enajenados, de toda deuda simbólica o biológica, el Estado se constituye como sustituto del padre y de la madre, de los progenitores; y lo hace bajo el ropaje de la “emancipación”, cuando en realidad opera como una forma de tutela omnímoda que no busca más que rentabilidad para el propio Estado y para nadie más.


¿Por qué piensan ustedes, lectores, que hay tantos anuncios de inmobiliarias y tantísima proliferación de estos “negocios”? Cada persona es imposible que pueda tener una casa, no habría espacio en el mundo, ni en cuarenta mundos seguidos y mayores que este, para tamaña idea.


No es verdad que el Estado esté velando por la libertad de los individuos invitándolos constantemente a que abandonen la casa paterna, la casa familiar para emprender una vida por separado, por su cuenta, “para independizarse”, “para ser libres”. ¿Qué concepto tan raro tiene hoy el Estado de “libertad”?


Lo que se pretende con esto es que cada individuo tenga una casa, que genera impuestos para el Estado y que genera necesidades varias, de todas ellas recauda impuestos el Estado y así, los impuestos se elevan a la enésima potencia.


Una necesidad principal es la de los propios padres, ancianos, quizás o seguramente enfermos que, al estar los hijos fuera de la casa familiar tienen otras necesidades y se ven obligados a llevarlos a una residencia, lo que significa el fomento de estos establecimientos, en muchos casos nocivos como tenemos oportunidad de ver en el telediario, a diario. De todo ello saca rentabilidad el Estado, pero no para el bien común, como debería ser, sino en función de llenarse los bolsillos, el Estado, a base de impuestos que se multiplican.


El individuo moderno, según esta lógica, nace sin genealogía, sin historia, sin familia, hay un culto al sujeto independiente. Es hijo del Estado, no de un linaje.


De ahí que, para este modelo antinatural, la familia natural resulte un obstáculo de todas, todas, pues representa una institución donde subsisten “desigualdades reales”, por ejemplo de edad, de sexo, de autoridad; y donde se ejercen funciones tutelares independientes del aparato estatal.


Es decir, la familia establece un régimen de relaciones y afectos que escapan al control institucional y el Estado socialcomunista pretende controlarlo TODO, el individuo pasa a ser un número, pero un número que es una fuente de impuestos, que percibe el Estado. Todo esto no se traduce en beneficios sociales, se traduce en subidas de salarios a los políticos gobernantes y pensiones escandalosas que harían salir a más de uno de la tumba y no crean que no lo hacen…


Por eso, en muchos discursos estatales contemporáneos, se presenta la familia como un ámbito sospechoso, anacrónico e incluso disfuncional. Incluso si la familia no es la familia tradicional. Al Estado socialcomunista, en realidad, no le interesa el concepto de familia, independiente de si es tradicional o uniparental o bisexual, heterosexual u homosexual o lo que quiera ser, si lleva anexo el concepto de familia, eso, no le interesa al Estado socialcomunista.


A esto se suma un proceso más inquietante y es la progresiva cancelación de los legados biológicos. En una época en que la identidad se configura jurídicamente a través de declaraciones voluntarias, el cuerpo, el sexo, la diferencia natural quedan supeditados a la norma.


Ya no es la biología quien dice qué somos, sino el Estado, el que decide como una nueva divinidad legisladora, qué debe significar el cuerpo, el género o la filiación. Esta capacidad performativa del Estado, donde el lenguaje institucional crea realidad, desplaza cualquier otro orden de verdad. Sobre todo, la verdad y la realidad del concepto “familia”.


La paradoja es que, al mismo tiempo que reclama autoridad moral absoluta, el Estado “moderno” también se autodefine como padre proveedor, el paternalismo está presente, más presente que nunca en los Estados socialcomunistas como tenemos oportunidad de ver en Venezuela, Cuba, China; y…, ya no sabemos cómo calificar a Rusia.


El Estado “moderno” se presenta como “garante de la paz”, de la “asistencia”, del “bienestar”. ¿Pero… de quién…?. Esta oferta de seguridad viene acompañada de una erosión sistemática de todas las fuentes alternativas de legitimidad moral: la religión, la tradición, la familia. Así, los que defienden un orden normativo previo —como los católicos, los protestantes, los evangélicos…, por ejemplo— se convierten en figuras disidentes. No porque rechacen el orden social, sino porque se sitúan en una soberanía distinta, que no concede al Estado la última palabra sobre el bien y el mal.


De ahí que la objeción de conciencia, por ejemplo, resulte tan problemática en ciertas legislaciones contemporáneas. Implica reconocer que existe un criterio ético por encima o fuera del poder estatal. Y esa afirmación —que en tiempos normales sería signo de madurez moral— hoy se percibe como una amenaza política. Sin embargo, en tiempos del general Franco, tan criticado, había objeción de conciencia para el servicio militar, por ejemplo; y nadie decía nada, se respetaba. ¿Qué raro, en una dictadura que se respete algo?, Va a ser, quizás, que no es verdad todo lo que amarillistamente dicen.


La familia, por su parte, subsiste como una institución natural pero desautorizada, tolerada pero vigilada. Es un territorio de tensiones. No puede ser suprimida sin consecuencias sociales imprevisibles, pero tampoco puede ser plenamente asimilada por un Estado que aspira a modelar todas las formas de subjetividad.


En esta confrontación “silenciosa”, -entrecomillo porque la confrontación realmente es escandalosa-, los padres redescubren su responsabilidad esencial: criar, cuidar, educar sin delegar completamente en la institución estatal.


Paradójicamente, es la propia presión del Estado la que ha purificado la idea de paternidad, despojándola de vestigios patriarcales heredados de sociedades tribales o clánicas. Hoy entendemos que ser padre no es poseer, sino custodiar, una persona no es propiedad de otra. No es mandar, sino proteger y acompañar.


En definitiva, el dilema no es familia o Estado, sino si aceptamos que existe una instancia moral anterior a la ley positiva, un orden que no se puede legislar porque precede a toda legislación como un imperativo categórico: el de la vida, la conciencia y la verdad compartida. Y ahí, en ese espacio de libertad interior, se sitúan los verdaderos límites del poder.


Sin lugar a dudas, la base del Estado es la familia. Dicho lo dicho, vamos a intentar cortar en partes la tarta.


Estado y Familia: un conflicto de soberanías


El enfrentamiento entre el Estado moderno y la familia no es accidental ni coyuntural. Es una tensión estructural que emerge del tipo de soberanía que cada uno representa. Mientras que el Estado reclama una soberanía universal, reguladora y normativa, la familia se sostiene sobre una soberanía originaria, anterior a cualquier pacto social: la de la transmisión de la vida, de los valores y del sentido. Este conflicto no es tanto jurídico como simbólico y antropológico.


La familia como límite natural al poder


La familia representa una forma de comunidad que no ha sido creada por el Estado y que por tanto no le debe su existencia. En ella se transmiten no sólo la vida biológica, sino también una cultura, una lengua, una cosmovisión.


La familia educa antes que la escuela, forma la conciencia antes que el Estado legisle. En ese sentido, constituye una jurisdicción moral propia. Es una autoridad no estatal, lo que la convierte en un límite: no depende del voto, ni de la ley positiva, ni del reconocimiento administrativo.

Simplemente, está ahí. Y eso incomoda al Estado “moderno”, que aspira a ser la fuente exclusiva de legitimidad y, sobre todo, de poder.


El Estado como padre sustituto


Desde su fundación ilustrada (con base en la época de La Ilustración), el “Estado moderno” se concibe como redentor del individuo: lo libera de las cadenas del pasado, de la religión, del linaje, de la tradición. Para hacerlo, sin embargo, debe ocupar el vacío que deja la familia en retirada. Así, se convierte en proveedor, educador, juez y garante de seguridad.


En nombre de la igualdad y del bienestar, el Estado asume funciones que tradicionalmente pertenecieron al ámbito doméstico: define qué se enseña a los hijos, qué es una familia, qué valores deben transmitirse, cuándo una autoridad paterna es aceptable o punible.


Pero esta suplantación es “silenciosa” y se presenta como una forma de “emancipación”. El niño deja de ser hijo para convertirse en “menor tutelado” por el aparato normativo estatal. El joven, “deja de ser hijo” para ser ciudadano emancipado, pero emancipado de la familia, no así del Estado, del que depende cada vez en mayor medida.


Los padres, por su parte, pasan de ser educadores naturales a “colaboradores del sistema educativo”. Así, poco a poco, la familia pierde capacidad normativa, jurídica y pedagógica.


Lo que no puede conseguir el “Estado moderno” hasta este punto, lo hace mediante el adoctrinamiento en la escuela, mediante propaganda y amarillismo para intentar calzarse la historia como si esta fuese un zapado dos números inferior a la talla, con calzador amarillo y con toda la fuerza de la que se sea capaz, pero intentando que no se note demasiado.


Genealogía versus ciudadanía


El núcleo del conflicto está en el tipo de pertenencia que se promueve. La familia opera por filiación: uno pertenece por origen, por sangre, por vínculo existencial a un grupo. El Estado, en cambio, opera por ciudadanía: uno pertenece por contrato, por ley, por adhesión abstracta a un sistema, por política.

Ambas formas son legítimas, pero cuando una intenta anular a la otra, surge el conflicto.


En este sentido, el Estado “moderno” ve en la familia no solo una reserva de autonomía, sino un obstáculo a su universalismo normativo. En la familia hay desigualdades naturales —de edad, de autoridad, de experiencia— que escapan al principio de igualdad jurídica. Hay también memorias, mitologías y afectos que resisten la homogeneización ideológica. Aislando al sujeto, más rentable si es un sujeto inmaduro, se consigue apartarlo y adoctrinarlo con mayor facilidad. Al contrario de lo que hacía Alejandro Magno, que pedía, para convencer que le dieran masas, no individuos. O de la misma forma, un conjunto de sujetos inmaduros -sea por la causa que sea (edad, cultura…-, constituye una grey fácilmente manipulable. Las energías se contagian y la energía mal dirigida se puede convertir en ideología, que no es sinónimo de ideas buenas.


El futuro de la tensión


Esta pugna no tiene fácil solución. La familia, si bien debilitada en muchos contextos, resiste porque forma parte de la estructura profunda del ser humano y es, además, la base del Estado, la necesidad de arraigo, de pertenencia concreta, de cuidado directo, no puede ser suplida completamente por instituciones impersonales.


Pero la presión estatal tampoco cesa y la tentación de totalizar la experiencia humana —definir lo verdadero, lo bueno, lo deseable— es inherente a cualquier forma de poder que no reconozca un más allá de sí mismo. Estamos pues, ante un Estado totalitario, se dé cuenta o no la mayoría.


El reto contemporáneo no es abolir el Estado ni idealizar a la familia. Ni idealizar al Estado no abolir la familia. Es, más bien, encontrar formas de convivencia donde el Estado reconozca sus propios límites y permita que existan ámbitos de autonomía real: familia, religión, conciencia, educación. La historia demuestra que cuando el Estado invade estos espacios, no se fortalece la libertad, sino que se anula la pluralidad.

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