La maldad, en esencia es la ausencia del bien. Antes de la creación del mundo visible Dios creó a los ángeles. En un momento por nosotros desconocido, algunos de los ángeles acaudillados por Lucifer, que deseaba sentarse en el trono de Dios, se sublevaron contra la autoridad de Creador (Isaías 14: 11-13). ¿Cómo pudo ser que en entorno tres veces santo pudiese brotar el pecado de orgullo? Judas nos da una pista que nos permite conocer algo sobre la rebelión angélica: “Y a los ángeles que no guardaron su dignidad, sino que abandonaron su propia morada, los ha guardado bajo oscuridad, en prisiones eternas, para el juicio del gran día” (v, 6).
A pesar que el origen del mal hoy por hoy sigue siendo un misterio indescifrable, no tenemos por qué darnos cabezazos en el vano intento de descubrirlo. Lo cierto es que lo tenemos ahí. Lo que sí está claro es que sin la existencia de Dios que es quien determina qué es el bien y qué es el mal, la maldad no existiría. Una vez cometida la revuelta angélica el pecado quedó grabado en sus espíritus. De ahí que “del malvado sale la maldad” (1 Samuel 24: 13). Nos cuesta aceptar que el Malvado que es el origen del mal exista. No nos toca más remedio que reconocerlo. La maldad es la corrupción de una cosa buena. La sublevación angélica es una muestra de ello.
Es totalmente imposible distinguir entre el bien y el mal sin tener un punto de referencia. Este punto lo tenemos en el Dios eterno, infinitamente bueno y santo, por cierto, misterio que no se puede descifrar si no es por la fe que es don de Dios, que es quien determina qué es el bien y qué es el mal. Sin Él y sin sus directrices nos encontraríamos navegando a la deriva en medio de un mar embravecido y sin brújula que señale el norte. Por supuesto, la referencia que nos permite distinguir el bien del mal únicamente podemos hallarla en el Padre celestial y en la Persona de Jesús y por su Espíritu, siendo como es la luz del mundo ilumina el camino para que no andemos en tinieblas, sino que tengamos la luz de la vida (Juan 8: 12). Desgraciadamente la mayoría de las personas no reconocen que Jesús sea la luz del mundo (Juan 1: 9-11). Debido a ello, el mundo en que vivimos se asemeja a una nave que navega durante una noche tempestuosa sin brújula que señale el norte.
Desde la presencia del pecado en el ser humano gracias a la desobediencia de Adán, la mayoría de las personas viven ignorando el temor de Dios que hace que las personas se aparten del mal (Proverbios 16: 6). El salmista escribe: “Bienaventurado el varón que no anda en consejo de malos, ni estuvo en camino de pecadores, ni en silla de escarnecedores se ha sentado, sino en la Ley del Señor está su delicia, y en su Ley medita de día y de noche” (Salmo 1: 1-3). A lo largo de toda la historia, desde Adán hasta nuestros días y, desde hoy hasta el fin del tiempo, Dios por medio de sus profetas, de su Hijo, de los apóstoles y sus sucesores, incansablemente se han dedicado a proclamar “las palabras del Señor (que) que son palabas limpias, como plata refinada en horno de tierra, refinada siete veces” (Salmo 12: 6).
Lucifer, el ángel de luz que se propuso destronar a Dios, no contento con tener que apechugar con su derrota, intenta destruir al hombre creado a imagen y semejanza de Dios. Fracasó en el intento pues Dios anunció a Adán y Eva la venida del Salvador por medio del simbolismo del sacrificio de unos corderos con cuyas pieles cubrió la desnudez de Adán y Eva que anunciaban “al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Juan 1: 29).
Jesús explica la parábola del sembrador que esparce trigo en el campo: “Aconteció que una parte cayó junto al camino, y vinieron las aves del cielo y la picotearon” (Marcos 4: 4). Poco después los discípulos de Jesús se le acercaron para pedirle que les explicase el significado de la parábola. Refiriéndose a la semilla caída junto el camino Jesús les dijo: “y éstos son los de junto al camino: en quienes se siembra la Palabra, pero después que la oyen, enseguida viene Satanás, y quita la Palabra que se sembró en sus corazones” (v. 15). Esta explicación que Jesús da de la simiente que cae junto el camino revela por qué el mal que tanto nos enoja y que no hay manera de desterrarlo, significa que los oyentes tienen sus corazones abiertos a la cizaña que siembra Satanás. En tanto prevalezca el ateísmo, ello no descarta la piedad popular que está firmemente enraizada en muchos ateos, la maldad no disminuirá. Todo lo contrario, irá en aumento hasta el día que Jesús vendrá en su gloria para poner fin al mundo tal como hoy lo vemos para introducir su reino eterno.
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