La actitud y valoración de la institución escolar y del maestro o profesor ha variado en los últimos tiempos. Y ello viene derivado de la consideración que se tiene de la educación y, en general, de unos valores antes incuestionados, como pueden ser el del respeto a la cultura y el deseo de prosperar mediante la enseñanza y el aprendizaje. Este hecho lo encontramos en varias obras, publicadas ya entrado el siglo XX y llegan hasta fechas más recientes, y que iremos desgranando a lo largo de los siguientes artículos.
Una visión sobre el mundo educativo aparece ya en el primer capítulo de El Camino (1950), de Miguel Delibes (1920-2010), fruto de la posguerra, precursora de la novela social, y en la que asistimos al nacimiento de la etapa realista de su autor a través del acercamiento al mundo adulto a través de la mirada de su protagonista. Esta obra, considerada unánimemente como iniciadora de un cambio estético cualitativo o de la etapa de “realismo poético”, además de ser el arranque de la esencial manera de novelar de este autor, incorpora tres elementos que él mismo precisó ineludibles: un hombre, un paisaje y una pasión.
Con una prosa sencilla, nos adentra en la vida de un pueblo y sus gentes, a través de un niño de once años, Daniel el Mochuelo. Este, como otros personajes de sus novelas, se resiste a integrarse en la civilización moderna, aferrándose al mundo rural e idílico que le rodea y, en este caso, esa existencia se deja ver en el rechazo de Daniel por abandonar su pueblo e irse a estudiar fuera.
Estamos en unos años en los que las dramáticas consecuencias de la Guerra Civil se dejan sentir no solo en los aspectos social, político, económico y humano, sino también en el ámbito de la cultura y, en concreto, en el de la educación. La política educativa del franquismo cambia radicalmente la orientación que la educación había tomado en el periodo republicano, al que hemos aludido en anteriores artículos. El afán pedagógico de la República, que hemos visto reflejado en iniciativas como las Misiones Pedagógicas o en los grupos teatrales que pretendían acercar el teatro a la gente, deja paso a una educación abiertamente clasista y al servicio del sistema políticamente instaurado.
En esa nueva situación nos encontramos con Daniel, quien la noche anterior a partir al internado para iniciar los estudios de grado, como los califica su padre, se lamenta por el abandono de su entorno que la partida supone. Si analizamos esas primeras páginas de la novela, nos encontramos con un enfoque sobre aspectos del tema educativo que difieren de los que hoy en día adoptamos.
Si bien la tristeza del niño es evidente (“la idea de la marcha desazonaba a Daniel”), desde las primeras líneas de la narración, la aceptación de los designios marcados para él es plenamente incuestionable (“Daniel, el Mochuelo, desde el fondo de sus once años, lamentaba el curso de los acontecimientos, aunque lo acatara como una realidad inevitable y fatal”). La educación en aquella época era un instrumento de ascenso social, de progreso personal (“Después de todo, que su padre aspirara a hacer de él algo más que un quesero era un hecho que honraba a su padre”), idea poco clara, evidentemente para un muchacho de tan corta edad (“Si esto era progreso, él, decididamente, no quería progresar”).
Relacionado con este concepto o idea del ascenso y progreso social aparece íntimamente unido el de la apariencia y consideración social (“Ramón, el hijo del boticario, estudiaba ya para abogado en la ciudad, y cuando los visitaba, durante las vacaciones, venía empingorotado como un pavo real y los miraba a todos por encima del hombro”). Esta visión positiva y síntoma de prestigio, aunque un tanto clasista y elitista, de la educación, dejó de existir antes de la crisis económica que se produjo al final del primer decenio del siglo en el que estamos, si no antes.
Frente a la grandeza de estilo de don Moisés, el maestro, estilo deseado por la madre de Daniel para su chico, era fácil encontrarnos en las aulas de los últimos años del siglo XX a los que nos referimos con alumnos que menospreciaban la profesión docente y, por tanto, la cultura, al saber que su padre, conductor de camiones, fontanero o maestro de obras contaba al final de mes con un sueldo mayor que el de su profesor de lengua o matemáticas. O era habitual tropezarse por la calle, pocos años después de perder de vista al alumno más rezagado y torpe de la clase conduciendo, con aire impasible y displicente, un coche de última generación y generosa cilindrada. Costaba poco a los muchachos de ese momento, antes al contrario, dejar su estudios sin acabar para comenzar su andadura profesional como aprendices de cualquier cosa, cobrando dos mil euros por llevar las herramientas a su mentor en el oficio. Luego llegaría el referido cataclismo financiero y los pupitres de los centros de adultos se llenarían de nuevos clientes, más maduros y talludos ya, lamentándose por las esquinas y reclamando el título de secundaria a toda prisa.
Algo parecido le sucede a Daniel, el Mochuelo, pero en ningún caso movido por el afán material y puramente crematístico, sino por la admiración hacia Paco, el herrero, el padre de su amigo Roque, el Moñigo. Aquel “no aspiraba a que su hijo progresase; se conformaba con que fuera herrero como él y tuviese suficiente habilidad para someter el hierro a su capricho”. Daniel, como dice el narrador, “no se cansaba nunca de ver a Paco, el herrero, dominando el hierro de la fragua. Le embelesaban aquellos antebrazos gruesos como troncos de árboles, cubiertos de un vello espeso y rojizo”. Como se comprueba, lo que el niño admiraba era ese saber natural y básico y “se conformaba con tener una pareja de vacas, una pequeña quesería [como su padre] y el insignificante huerto de la trasera de su casa.” Frente a esta idea ingenua del niño, nos encontramos con el empeño de los padres para que fuera algo en la vida, y no trabajase y padeciera como el padre. Ese ciclo vital, en el que los hijos siempre mejoraban el estatus y el nivel de vida de sus padres se ha roto en los tiempos que corren, en los que nuestros vástagos tienen bastante difícil alcanzar los niveles de bienestar que nosotros hemos alcanzado.
No obstante, la valoración de la educación en esa época y el ser algo en la vida gracias al estudio, no impide al irónico Delibes caricaturizar la imagen del maestro, como hace a continuación:
Don Moisés, el maestro, era un hombre alto, desmedrado y nervioso. Algo así como un esqueleto recubierto de piel. Habitualmente torcía media boca como si intentase morderse el lóbulo de la oreja. La molicie o el contento le hacían acentuar la mueca de tal manera que la boca se le rasgaba hasta la patilla... Que se afeitaba muy abajo. Era una cosa rara aquel hombre, y a Daniel, el Mochuelo, le asustó y le interesó desde el primer día de conocerle. Le llamaba el Peón, como oía que le llamaban los demás chicos, sin saber por qué. El día que le explicaron que le bautizó el juez así en atención a que don Moisés «avanzaba de frente y comía de lado», Daniel, el Mochuelo, se dijo que «bueno», pero continuó sin entenderlo y llamándole Peón un poco a tontas y a locas.
En conclusión, en El camino se nos muestra una visión poco optimista por parte del niño de lo que ha de ser la educación. Y, así, mientras que él consideraba que ya sabía todo cuánto puede saber un hombre, su padre ve en su traslado a la ciudad para iniciar el bachillerato una forma de progreso. Por otra parte, frente a ese respeto por la educación, la figura del docente adquiere tintes caricaturescos a lo largo de la narración como hemos observado en las alusiones que en la obra se hacen al docente.
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