El pasado domingo 18 de mayo pudimos leer en la prensa un estudio cuantitativo sobre la población inmigrante en Euskadi, su distribución por municipios, su procedencia y el perfil personal desde una perspectiva de género.
Los más numerosos son los inmigrantes procedentes de Marruecos, en su mayoría hombres. Les siguen los llegados de Nicaragua, Honduras y Colombia, principalmente mujeres. Por último, figuran los inmigrantes rumanos. A raíz de las imágenes que se ven habitualmente en televisión, me sorprendió no encontrar a Senegal entre los cinco primeros.
Al sentir una especial simpatía por los senegaleses, sé de primera mano que la mayoría de ellos encuentra empleo en empresas o en el sector agrícola poco después de llegar. Los pakistaníes y chinos son visibles como autónomos en el comercio; y las centro y sudamericanas, igualmente visibles, cuidan de nuestros mayores, trabajan como empleadas del hogar o en la hostelería. Pero, entonces, ¿qué ocurre con tanto hombre inactivo?
Sería deseable complementar el estudio con datos sobre el porcentaje de personas empleadas y desempleadas por nacionalidad. Esto permitiría obtener un perfil psicosocial más completo, incluyendo su actitud al llegar y la motivación que los llevó a partir, así como la aportación o detracción que cada colectivo representa para las arcas públicas. Esa sería, sin duda, la clave.
También sería interesante realizar un estudio similar sobre los nativos, especialmente sobre los jóvenes que, cada vez con más frecuencia, regresan al hogar materno del que partieron con ilusión para enfrentarse al mercado laboral, y al que hoy vuelven frustrados, sin haber logrado independencia ni hogar propio. Desde que se aprobó la ley de liberalización del suelo y el gobierno permitió la entrada de fondos buitre, la vivienda se ha convertido en un bien de especulación de primer orden. Las principales víctimas son jóvenes en edad laboral —entre 24 y 38 años—, conocidos como la “generación sándwich”, la “generación precaria” o la “generación estafada”, condenada a desarrollarse entre dos grandes crisis: la burbuja inmobiliaria de 2008 y la actual, que parece haber llegado para quedarse. Todo ello les obliga a renunciar a formar una familia y a seguir viviendo con sus padres indefinidamente.
Según la última encuesta del CIS, lo que más preocupa a estos jóvenes es la crisis económica, el paro y la falta de expectativas. Una crisis que, provocada o no, actúa como detonante de otros quebrantos socioeconómicos, como ya ocurrió con la subida del paro general del 8% al 26% en 2008, y del 17% al 56% entre los jóvenes. En la crisis actual, el paro general duplica la media europea, y el paro juvenil roza el 30%. Además, estos jóvenes firman siete de cada diez contratos temporales, y su emancipación se retrasa hasta los 30 años, muy lejos de los 19 años en Noruega o los 21 en Dinamarca, según Eurostat.
Esta es la primera generación, según los sociólogos, marcada por la “envidia generacional”: la primera que sabe que vivirá peor que sus padres. La primera también que intuye que la última tecnología, cada vez más obsolescente, traerá más desempleo, no solo automatizando tareas imposibles para el ser humano, sino también todas las que se puedan. Nos encaminamos hacia un neoesclavismo subvencionado. Las consecuencias ya se reflejan en un aumento de los trastornos mentales y del suicidio juvenil, así como en un creciente desencanto político. Aun así, da la sensación de que nuestros gobernantes permanecen ajenos, como si fuesen parte de una “raza distinguida”, selecta e impune gracias a su aforamiento. Tal es la desconexión que, según el CIS, uno de cada cinco jóvenes declara que preferiría vivir bajo un régimen autoritario antes que seguir soportando lo que considera una farsa democrática.
Esta juventud “hostiada” exige abrir un debate profundo en las universidades, como ya ocurre en EE. UU. Uno de los profesores más escuchados, Scott Galloway, ha lanzado una propuesta polémica: retirar las pensiones a casi un tercio de los beneficiarios, por pertenecer a “la generación más rica de la historia”. Galloway afirma con vehemencia que muchos de ellos no las necesitan. Sería una medida socialmente más justa y sostenible, que en España ni sindicatos ni oposición se atreven a plantear por no traicionar a su clase político-intelectual, lo cual constituye una de nuestras mayores lacras.
El sistema de pensiones español, además de descompensado —pues en el tramo alto resulta excesivamente generoso— no es sostenible debido a la precariedad laboral y a la consiguiente inestabilidad recaudatoria. La juventud, consciente de que su pensión futura es incierta, cotiza hasta el 45% de su salario bruto (el porcentaje más alto de la UE), asegurando las pensiones actuales a costa de su poder adquisitivo.
La connivencia entre Gobierno y empresarios se traduce en que estos jóvenes ni siquiera saben cuánto ganan ni cuánto se lleva el Estado del fruto de su trabajo. Solo ven el ingreso neto, al contrario de lo que sucede en otros países de la UE. Y los sindicatos lo saben.
Según datos del INEM y Eurostat, el éxodo de jóvenes cualificados hacia otros países es escandaloso. En 2022, cerca de 350.000 españoles abandonaron el país, medio millón según otras fuentes. El 90% estaba en edad de trabajar, y muchos renunciaron a sus empleos en España tras recibir ofertas más estables y mejor remuneradas. Casi la mitad (43%) tenía estudios superiores. Personas formadas en universidades públicas, costeadas con el esfuerzo colectivo, que acaban generando riqueza y valor científico en el extranjero.
En contraposición, solo el 11,3% de los inmigrantes que llegan a España tienen estudios superiores. Esta descompensación en capital humano de alto valor explica en parte nuestro desfase respecto a la UE en cuanto a armonización social, laboral, pensiones, servicios públicos, atención a la infancia y lucha contra la pobreza infantil. Una situación que se percibe, aunque no siempre se entiende, gracias a unos sindicatos subvencionados y unos medios de comunicación serviles, con su coro de periodistas “bienpagaos”.
Esta es la verdadera fotografía del sistema: jóvenes cualificados que se van y otros, con menos formación, que llegan. Si se realizara un balance sincero y detallado del impacto social, económico, cultural y en términos de seguridad de este intercambio, el resultado sería demoledor… aunque ya lo vemos a diario en nuestras calles.
En los últimos cuatro años, 2.086.000 personas abandonaron España, mientras que entraron 3.500.000. El saldo es positivo en términos cuantitativos, pero negativo en lo cualitativo por las razones ya expuestas. Somos un país que, debido a su estructura productiva, “expulsa” a sus jóvenes mejor preparados —formados con dinero público— mientras atrae a otros con menor capacitación, salvo honrosas excepciones.
Ante la polémica entre los socios del Gobierno Vasco, les animo a que impulsen desde las universidades un concurso de tesis de fin de carrera titulado: “Estudio y balance socioeconómico del fenómeno migratorio”, analizado desde el binomio aportación/detracción y acogida/expulsión. Sería un reflejo fiel del impacto económico y social que supone este fenómeno para cada país, comunidad autónoma, región o territorio… aunque el resultado nos deje en evidencia.
La precariedad salarial y la temporalidad son dos constantes de nuestro sistema productivo. Conozco a amigos cercanos a la jubilación, dedicados a oficios como la herrería o la ebanistería, que no encuentran relevo generacional y deben rechazar encargos. Esto revela una falta de coordinación entre el sistema educativo y los gremios, quizás también una insuficiente política de incentivos o exenciones fiscales para quienes contratan aprendices. Mientras tanto, Ikea, Amazon y el “mundo feliz” se llevan la delantera.
Es urgente repensar la educación y la formación, vinculándolas a empleos reales y estables. De lo contrario, el éxodo de talento continuará. La mentalidad de nuestros gobernantes parece cambiar solo en sus discursos y escenificaciones, sin afrontar que la falta de oportunidades reales para los jóvenes les impide elegir libremente entre quedarse o emigrar.
Hoy por hoy, esa opción no existe. Los jóvenes cualificados se sienten estafados y atrapados en un atolladero social, laboral, económico, cultural y generacional. Si ni los empresarios van a tomar la iniciativa —por miedo a perder beneficios— ni el Gobierno quiere invertir donde debe, ¿qué futuro le queda a este país?
Me sumo a ese 20% de jóvenes que prefieren un sistema menos democrático que este. No por ideología, sino por hastío.
Vivimos bajo gobiernos moralmente incorregibles, apadrinados por quienes han hecho de la inmoralidad su negocio. Ellos son la nube sobre el futuro de nuestros hijos y nietos, en un planeta donde hay recursos de sobra para todos… salvo para su codicia.
Hoy ha amanecido sin nubes. No podemos quedarnos mirando hasta donde alcanza la vista. Si cambiáramos la dirección de nuestra mirada, cambiaría el mundo.
Mirémonos. Solo ahí está lo real: el “Soy”.
|