Algunos rasgos propios de nuestra época, como la velocidad con que cambia el mundo que nos rodea, como la interdependencia de los países, o como las posibilidades que la tecnología abre, hacen de nuestro tiempo un tiempo complejo. El pensamiento que busque orientarse en él deberá hacerse cargo de esa complejidad, dejando claro que lo contrario de “lo complejo” no es “lo sencillo”, sino “lo simple”. “Lo simple” es creer que las cosas no tienen mezcla, que son puras, o que los valores nunca entran en conflicto y, si se elige uno, no se tiene que sacrificar, al menos, algo de otro. Sin embargo, esa rapidez que hace de este mundo un mundo más complejo, es la que hace del pensamiento algo más simple. Los mensajes de la política prescinden de los matices y son trazados con la “brocha gorda” con que se pintan los eslóganes, la música se reduce a una percusión primitiva, o en el idioma agoniza una cantidad grande e infinita de palabras por falta de uso. Ese contraste entre lo complejo y lo simple lo vemos como en un espejo al asomarnos a internet y las redes sociales. Asombra que una tecnología tan sofisticada como la nuestra soporte tal cantidad de contenidos que se pueden catalogar de tontos y necios, y tal cosa recuerda los análisis de Ortega y Gasset en “La rebelión de las masas” hace ya casi un siglo.
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