En una época marcada por el bienestar material, el desarrollo personal y la hiperconexión social, resulta desconcertante ver que muchas personas, incluso aquellas que “lo tienen todo”, atraviesan profundas crisis emocionales. ¿Cómo es posible que alguien con éxito, reconocimiento y afecto pueda caer en una depresión severa? La respuesta, aunque incómoda, nos obliga a revisar nuestras ideas sobre el valor personal y la salud mental.

A menudo se asocia la depresión con la carencia: falta de amor, de seguridad económica, de oportunidades. Y si bien estos factores pueden influir, cada vez hay más evidencia de que el origen de la depresión está, en muchos casos, en un núcleo más íntimo y complejo: la autoestima.
La autoestima no es un accesorio emocional ni un rasgo del carácter. Es el modo en que una persona se valora a sí misma, el lente con el que interpreta su identidad, sus errores y sus logros. Y lo más importante: no se forma solo a partir de lo que uno ha conseguido, sino a partir de cómo uno interpreta lo que es. Una autoestima sana no depende del aplauso, del salario ni del aspecto físico, sino de una convicción profunda: “valgo por quien soy, no por lo que tengo ni por lo que hago”.
Muchas personas exitosas viven atrapadas en una paradoja silenciosa: acumulan méritos, pero no se sienten valiosas. Cada logro es apenas un respiro momentáneo ante una voz interna que les dice: “no es suficiente”. Es como llenar un recipiente con un agujero invisible: nunca llega a estar lleno. Desde fuera, sus vidas parecen completas; desde dentro, todo se siente vacío. De ahí que la depresión no distinga entre clases sociales ni trayectorias brillantes.
Cuando esa voz interna se vuelve dominante, aparece un tipo de pensamiento que no da tregua: el pensamiento absolutista, autocrítico y catastrofista. “Siempre fallo”, “nunca hago nada bien”, “soy un fraude”, “los demás se decepcionarán de mí”. Son frases que no se ajustan a la realidad, pero que, repetidas una y otra vez, terminan por teñirla. No se trata de que la persona deprimida vea las cosas con más claridad —como alguna vez afirmó Freud—, sino de que las ve a través de un filtro distorsionado, implacable y sombrío.
Los casos de figuras admiradas que terminaron en tragedia —Robin Williams, Virginia Woolf, Marilyn Monroe, entre tantos otros— nos recuerdan que el éxito externo no inmuniza contra el dolor interno. Y que la verdadera raíz del sufrimiento puede estar en una autoimagen frágil, deteriorada o directamente ausente.
Por eso, si queremos abordar la depresión de manera más efectiva, debemos dejar de preguntar únicamente “¿qué le falta a esta persona?”, y empezar a preguntarnos “¿qué cree esta persona de sí misma?”. En esa pregunta se esconde una de las claves más importantes para la prevención y el tratamiento.
Reconstruir la autoestima no es una tarea rápida, pero es posible. Implica revisar creencias, desarmar ideas rígidas y aprender a tratarnos con la misma compasión que solemos reservar para los demás. Implica también dejar de vincular nuestro valor con el rendimiento, con la imagen o con la perfección.
Porque tenerlo todo no alcanza si uno no siente que vale por sí mismo. Y ese sentimiento, como muchos otros, también se aprende. A veces, hay que desaprender primero todo lo que nos enseñaron sobre lo que “deberíamos ser” para poder abrazar, al fin, lo que somos.
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