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​Progresismo: siempre más y, ¿mejor?

Antonio Carrasco Santana, Valladolid
Lectores
sábado, 10 de mayo de 2025, 11:18 h (CET)

Así, a lo tonto, ya llevamos unos añitos en que los que saben en España (entiéndase los que mandan, porque, si no mandas —ya lo dijo recientemente nuestro presidente del Gobierno, haciendo alarde de su profundo conocimiento de los medios de generación eléctrica—, es que eres un ignorante) no paran de decirnos a todos los ciudadanos machaconamente que vivimos en un país mejor. Lo cierto es que, al margen de la verdad empírica que incluye, en una nación como la nuestra, el “dime de lo que presumes y te diré de lo que careces” —tan justamente aplicable a la política netamente propagandística impuesta por la dirigencia española desde hace casi un lustro y medio—, la palabra “mejor” resulta problemática, no tanto por su significado, que es inequívoco, sino porque su empleo en boca de tanto desahogado moral e intelectual conduce intencionadamente a una ambigüedad interpretativa, cuando no a la contradicción, por razones de diversa índole: lingüística, social, económica o política, entre otras.


Desde el punto de vista lingüístico, “mejor” es un adjetivo en grado comparativo, procedente, como es sabido, del adjetivo en grado positivo “bueno”. Los adjetivos, por su naturaleza funcional, la de diferenciar, discriminar o singularizar el referente de los sustantivos a los que acompaña, insertan en el significado del sustantivo rasgos semánticos distintivos que hacen a este, si no único, al menos desemejante en relación con otros. Y es en este punto donde es evidente que el adjetivo, como categoría gramatical complementaria de otra, no tiene su razón de ser en la constatación, sino en la descripción, lo que, trasladado al ámbito de su uso en la interacción verbal, lo convierte en un elemento subjetivo de opinión, aun cuando su adecuación pudiera argumentarse, pues, en una lógica informal, como la del discurso, que, frecuentemente, muta en irracional cuando la temática es de modalidad política, no caben ni la realidad ni la verdad, sino el relato o narrativa elaborados con principios ideológicos sometidos al interés espurio, a la cerrazón o a ambos. Es así que, a menudo, lo que es mejor para unos es peor para otros o, valga la redundancia, peor para todos, salvo para la minoría que publicita la bondad de lo ejecutado, que, en todo caso, disfruta por partida doble (de la rapiña y de la autocomplacencia de repartir migajas; que es en lo que estamos), como es fácilmente constatable en la actualidad.


En este sentido —permítanme continuar con la digresión lingüística, consecuencia, como ya habrán adivinado de una deformación profesional—, va a ser que el innatismo que propuso Noam Chomsky para explicar por qué los niños adquieren rápidamente una competencia lingüística notable —consistente, a grandes rasgos, en que nuestra mente contiene una gramática universal (lo que propiamente nos singulariza como seres humanos), una predisposición a descubrir en el torrente lingüístico ajeno, unas regularidades que nos permiten ir formando una gramática— va a presentar en España una variante progresista que nos hace peculiares respecto al resto de congéneres (a saber, los foráneos y los nacionales de derechas, todos extremistas, como es conocido) y que, aun siendo algo de lo que se viene hablando décadas, no acababa de ser definido cabalmente: la gilipollez verbal, consistente en poseer una capacidad innata (en este caso, local) de encontrar en la incoherencia y el sinsentido chulísimos del Torrente lingüístico progre un conjunto de regularidades discursivas (el relato o narrativa) que delimitan y concretan lo que podríamos denominar subespecie “Stultus Hispaniensis Homo Loquens”.


Pero, volvamos a las cosas de comer. Que los servicios públicos han sufrido un deterioro no solo notable, sino inédito, durante estos años que llevábamos de democracia, en estas dos últimas legislaturas progresistas —que se habían propuesto, según anunciaban insistentemente sus líderes, hacer un país mejor, en el que, tan pronto como pisaras la calle, el Gobierno se encargaría de alfombrar de pétalos de derechos todos los caminos que “autodeterminadamente” quisieras recorrer—, es un hecho incontrovertible de tal magnitud —fundamentalmente desde la pandemia—, que no hay asesores ni gabinetes de prensa que puedan soslayarlo. La causa profunda de tal desgracia, de la que nacen las manifestaciones superficiales de la misma, a mi juicio, es una absoluta amoralidad de nuestros dirigentes, que afecta no solo, aunque sí fundamentalmente, a las capas superiores (las políticas) de la administración (otras, las ejecutoras, aparentemente menos relevantes, callan y consienten: “¡Quita, quita, mejor no meterse en líos!, ¡A ver si pillamos algo!” o, por lo menos, “Ande yo caliente…”), que se adereza con ideologías de género, reducciones de jornadas laborales, sueldos mínimos interprofesionales (o su variante filantrópica, los sueldos mínimos vitales), discursos vacuos altisonantes, ecologías mesiánicas, halagos al comportamiento cívico de los españoles y otras zarandajas, que persiguen como único objetivo distraernos de lo esencial: que nos están robando los dineros, la memoria, la cultura, la historia, las tradiciones, el sexo, la dignidad, el sentido común, el pundonor, la democracia; en definitiva, la libertad, porque sin esta no se puede vivir, sino subsistir en un fango de resignación, en el que todo lo malo que nos sucede no tiene responsables (porque los amorales, por carecer de principios éticos, solo pueden concebir la responsabilidad como algo ajeno), sino que es fruto de la fatalidad; eso sí, de ultraderecha, porque solo los aciertos son progresistas.


A este paso, lo reconozco, vamos a tener que dar las gracias a Pedro y su cónclave por la cantidad de desatinos y despropósitos que llevamos padecidos en nuestras carnes, porque, aunque lo parecen, no son tales, sino modos de educarnos que nos están haciendo más fuertes, más resilientes, más pacientes y hasta más felices (ya lo decía nuestra ínclita vicepresidenta y ministra de bienestar infinito, cuya función pública consiste en hacernos más dichosos a los ciudadanos, entre otros medios, trabajando lo justo, porque, aunque ella no reducirá su jornada, ya que los «servidores públicos estamos a tiempo completo», defiende que «eso es diferente a que quiera un país en que la gente trabajadora pueda vivir un poco mejor»: a saber, currando menos, porque lo que dignifica son los puentes —los no ministros, se entiende— y el ocio) , lo que, a veces, es uno de los efectos de la ignorancia.


Por ejemplo, ¿no es, acaso, lo más práctico y efectivo para terminar con la prostitución y el nepotismo, al mismo tiempo, tener insignes ministros de la progresía política entregados a la lascivia incontrolada y a colocar sobrinas por todas partes? ¿No es esto suficiente evidencia para justificar la necesidad de una ley de abolición del lenocinio, como la que presentó hace tiempo el PSOE y que, desgraciada y “fachosfericamente” no salió adelante? ¿No nos hace esto, además, a todos y a todas, a “todes”, más “humanes” y más “comprensives” con las debilidades propias de la carnaza y de la carne?


¿No es toda una lección de vida poner a un amigo al frente de una empresa pública boyante y dejar que la arruine? Seguro que no se vuelve a cometer el mismo error: como no puede ser de otro modo, se pondrá a otro amigo o a un familiar, porque la familia, el cariño y los afectos, ya se sabe, hermana (yo te creo), son lo primero. Y, hablando de familia, ¿qué mejor que crear un puesto de trabajo para un hermano y una carrera profesional para una esposa? ¿No da esto la medida exacta de la catadura moral de quien lo hace? Yo, desde luego, no me fiaría del corazón y las entrañas de alguien que no cuidara con delicadeza y esmero a su familia, porque, si no lo hace con los propios, no va a hacerlo con los ajenos, ¿no?


¿No es algo más que un acierto, aunque en principio no lo aparente, nombrar como sustituto del disoluto a un resoluto de firmeza contrastada y discursos y maneras inequívocas de su condición, a un hombre férreo en el combate dialéctico, pero blando en la gestión? ¿Es que no tenía razón cuando, después de los problemas en Chamartín, dijo sin vacilaciones que estábamos en el mejor momento ferroviario de la historia? Pues, claro que sí. ¿O acaso no estábamos mejor que la noche del pasado domingo y la mañana del día siguiente? Y ya verán, como esto será mejor que lo que está por venir, con lo que el argumento seguirá siendo plenamente vigente. Además, es una evidencia que la culpable es la derecha, que no deja de boicotear al ministro del ramo, que viene a ser lo mismo que boicotear el tren y la infraestructura, porque, si antaño valía el “España soy yo”, con más razón ahora, en una democracia plena, donde el nombrado lo ha sido por un elegido, valdrá el ferrocarril soy yo; ¿o no?


Y qué pocas luces las que teníamos los españoles hasta que nuestro presidente, en su infinita misericordia, determinó darnos un apagón, que ha devenido en una verdadera catequesis. Gracias a él, hemos aprendido qué buen pueblo somos: ¡qué alarde de civismo, de entereza, de comprensión! Su bondad nos ha permitido hacer un verdadero ejercicio de ecología profunda: no hemos consumido electricidad durante horas, sin tener que ponernos de acuerdo previamente, ni nada (lo notará, sin duda, el cambio climático). Su generosidad ha revelado que, sin luz, se reduce la delincuencia en dos tercios; así que me atrevo a sugerir que se realicen regularmente apagones de confraternización, en los que, todos abrazados y al grito de aleluya, aleluya, sin preocuparnos de si nos quitan la cartera o nos ocupan la casa, reflexionemos sobre nuestras faltas, pidamos perdón a nuestros gobernantes (y fiscales) y quitemos las linternas a la policía, no sea que interrumpan un momento tan bonito e íntimo. Por su magnificencia, los españoles hemos descubierto qué es la energía eléctrica firme (la que garantiza un servicio estable y constante) y la no firme o variable (la que depende de las condiciones meteorológicas); y ahora entendemos, por lo menos yo, por qué se inclina nuestro líder por la segunda y por la eliminación de la primera: porque esta última, evidentemente, es la que garantiza los apagones, fuente de bienestar ecológico-material y espiritual y asegura la reducción de la inseguridad. Ahora entiendo también por qué se insiste desde el Gobierno en resaltar que se tardará mucho tiempo en saber las causas del apagón, si es que se encuentran: ¿se imaginan que alguien tan humilde, modesto y manso como nuestro presidente pudiera siquiera sugerir que tanto bien es la consecuencia de su largueza y magnanimidad incomprendidas en la acción de gobierno?


Señor presidente, que Dios guarde a usted muchos años; que, a nosotros, visto lo visto, nos perderá usted, más y mejor, los que quiera.

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