
¿Qué seríamos sin el mochuelo, las golondrinas, los jilgueros, los gorriones, las palomas, los mirlos, los vencejos…?
Nos estamos quedando sin aves. Silenciosamente, casi sin darnos cuenta, uno de cada cuatro pájaros comunes en España está desapareciendo y no se trata de una metáfora triste ni de una exageración de ecologista. Es un hecho, medido y constatado: nuestras aves, las más cercanas, las que nos han acompañado desde siempre en pueblos, campos y balcones, están amenazadas. Y con ellas se va algo de nosotros. Algo íntimo, algo esencial. No parece que nos demos cuenta de que nosotros somos parte de la naturaleza, sólo una parte, que necesita del todo para subsistir.
¿Qué estamos haciendo para que las golondrinas no regresen, para que los gorriones se callen, para que los vencejos no crucen el cielo con su vuelo frenético? Más bien, ¿qué no estamos haciendo? Y ¿qué nos estamos haciendo?
La respuesta es incómoda: estamos demoliendo su mundo. Y con él, el nuestro.
Porque donde hay aves hay vida. Su presencia en los entornos urbanos y rurales no es solo un deleite poético sino un indicador real de la salud del ecosistema. Tanto es así que Eurostat, la oficina europea de estadística, incluye el seguimiento de las poblaciones de aves comunes como uno de los indicadores clave del bienestar social y la sostenibilidad de un país. Es decir, menos aves significa menos calidad de vida, menos equilibrio ambiental, menos futuro.
¿Y por qué desaparecen?
No es por azar, ni por ciclos naturales. Las causas están claras y llevan nombres muy concretos:
- Agricultura intensiva: monocultivos extensivos, pesticidas sin medida, destrucción de lindes, setos y ribazos que eran sus refugios.
- Pérdida de hábitats: edificaciones modernas sin huecos para anidar, campos que se abandonan o se asfaltan, ríos que se encauzan como si fueran tuberías.
- Cambio climático: alteraciones en los ciclos migratorios, en las estaciones, en la disponibilidad de alimento.
- Contaminación lumínica y acústica: que desorienta, que estresa, que rompe los ritmos naturales.
- Urbanismo agresivo: más cemento, menos árboles, menos espacios verdes, menos oportunidades para la vida silvestre.
- Podas incontroladas y masivas: quienes trabajan para los ayuntamientos en parques y jardines, con tal de mantener el trabajo, dicen literalmente que empiezan por una punta de la calle a podar y cuando terminan la calle, vuelven al mismo punto para empezar de nuevo. No se puede podar un parque hasta ocho veces un mismo año y así, miles de aberraciones al patrimonio natural.
Detrás de cada ave que ya no canta hay una señal de alarma. Una advertencia. Su desaparición es síntoma de un ecosistema que se debilita. Y un ecosistema débil también nos pone en peligro a nosotros: más plagas, menos polinización, menos control biológico natural, menos salud mental en nuestras ciudades cada vez más grises y mudas. Es maravilloso oir a los gorriones buscar sitio para pasar la noche en un árbol, es maravilloso oir a los mirlos por las mañanas, es maravilloso oir el arrullo de las palomas, oir a las cotorras, aves tropicales pasacradas, sin tener en cuenta que el cambio climático ha establecido clima tropical donde antes teníamos clima mediterráneo y ahora este es su hogar, si se las extermina, se extingue la especie. Todas las especies son necesarias, hasta el humano es necesario, por mal que se porte con el resto de la creación, etc.
Tenemos una responsabilidad, sí. Pero también tenemos una oportunidad.
Podemos y debemos cambiar el rumbo. Conservar los entornos donde anidan, preservar los paisajes que necesitan, fomentar una agricultura más amable, restaurar rincones urbanos donde las aves puedan vivir. Algo tan sencillo como dejar huecos en los edificios, plantar árboles autóctonos, evitar productos químicos agresivos o mantener prados y campos con diversidad real puede marcar la diferencia.
Cuidar a las aves es cuidarnos a nosotros mismos.
No dejemos que el silencio se instale en nuestros campos y ciudades como una lápida invisible. Porque sin mochuelos, sin golondrinas, sin jilgueros… también nosotros perdemos algo que no sabremos recuperar.
Es difícil concebir un mundo sin aves, no solo por la belleza de su canto o la gracia de su vuelo, que alegran nuestros amaneceres y pueblos, sino por todo lo que representan para el equilibrio del planeta y el bienestar humano. Su presencia no es meramente decorativa, es vital.
Las aves desempeñan funciones esenciales en los ecosistemas. Algunos de los beneficios, a menudo invisibles, pero profundamente importantes, que nos brindan son entre otros que nos ayudan a mantener bajo control la propagación de enfermedades, actuando como barrera natural. Regulan poblaciones de insectos y otras plagas, colaborando en el equilibrio del clima local. Dispersan semillas y favorecen la regeneración de bosques y campos, alimentando la biodiversidad. Aportan valor estético, espiritual y cultural a nuestras vidas; su sola presencia nos reconecta con lo salvaje y lo sagrado. Participan en procesos que ayudan a enfriar el planeta y mitigar los efectos del cambio climático.
En definitiva, las aves son mucho más que una postal bonita, son aliadas silenciosas, centinelas del entorno y un reflejo de la salud de nuestros ecosistemas. Cuidarlas no es solo un acto de compasión hacia la naturaleza, sino una inversión directa en nuestra propia supervivencia y calidad de vida. Proteger a las aves es protegernos a nosotros mismos. Apostar por su bienestar es abrazar una visión del mundo más equilibrada, más sabia y, en definitiva, más humana.
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