El arte tiene el estatus de “ciudad refugio”, una ciudad que abraza y acoge a todos empezando por los últimos. El arte nos eleva y nos educa en una mirada contemplativa, no posesiva, no cosificadora, pero tampoco indiferente o superficial, porque, en tantas ocasiones de manera sobresaliente, el arte sabe dar con la tecla de la adecuada denuncia social. En esa tensión, siempre existente, el artista debe comprender que el mercado promueve y canoniza, pero que existe también el riesgo de que vampirice la creatividad, robe la inocencia y, finalmente, instruya de manera fría sobre lo que hay que hacer.
Ahí está la Historia para poner de manifiesto, una y otra vez, la relación fecunda que ha existido, y existe, entre la Iglesia y el arte. Y ahí está siempre la vía de la belleza como vía posible de acceso al Misterio, para introducirnos en un camino en el que seamos capaces de comprender que todos, sin excepción, tenemos necesidad de ser mirados y de atrevernos a mirarnos a nosotros mismos, siendo conscientes de que Jesús es el Maestro que mira a todos con la intensidad de un amor incondicional.
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