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Hojas de colores, variopintos sabores, bolsos sin dinero, discos de vinilo, cassettes en el coche, el Renault Dacia Logan que pude comprarme... Oyen que a velocidad se acerca otro coche por la carretera, entre luces y sombras y no es un coche barato, viene lleno de trazos, lleno y vacío y trae la paz, la calma perpetua, debe ser bueno encontrárselo, no sentiré vergüenza de mis hierros con ruedas, es lo que tengo... Leeré aquella revista al amanecer mientras las luces se apagarán al anochecer y pediré a la vida tranquilidad cual la mejor virtud y el mejor resultado de un largo aprendizaje.
En una casona antigua y desolada, en el centro de la sala se encontraba un espejo de un metro de alto y cincuenta centímetros de ancho, montado y sostenido por una linda mesita antigua. En él convergían las articulaciones de todos los espacios.
Cuenta Irene Vallejo que San Agustín se quedó absolutamente perplejo al ver al obispo de Milán leyendo para sí mismo, al ver cómo “sus ojos transitaban por las páginas, pero su lengua callaba”. La anécdota la usa la escritora —siempre elegante, delicada y tensa— para argumentar que, hasta bien entrada la Edad Media, la lectura se hacía solo en voz alta, de ahí la extrañeza del filósofo, que veía, por primera vez, un lector tal como nosotros lo imaginamos.
Me veo en el espejo y veo el tiempo, que en el silencio, ya no muere. Mi rostro lleno de quebrantos, arrugas en mis ojos, en mis labios.
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