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Reseña literaria

Landero, última función

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Puede que algunos piensen, como he leído por ahí, que el último libro de Luis Landero, La última función, es un himno a los finales felices. Quizá así se interprete por el cruce de caminos entre dos de sus protagonistas: Paula y Tito. La primera, Paula, una actriz malograda que termina en la estación de un lugar desconocido. El segundo, Tito, un emprendedor del mundo teatral consumido por el desencanto y la decepción; por cumplir los deseos de su padre antes de morir.


LA ULTIMA FUNCION


La importancia del libro del escritor extremeño no es su final, esa pequeña llama de esperanza y felicidad a la que todos los mortales aspiramos. La trascendencia de su última novela reside precisamente en el sedimento que ha ido dejando al lector en su aderezada lectura.


«Lo peor de todo es que tenemos la obligación de ser felices», dirá el escritor en boca de uno de sus protagonistas. «Y eso es duro, es quizá lo más duro de todo. Es como un castigo».


La vida, en la mayor parte, va desgastando y diluyendo esas ilusiones que cualquiera pueda tener. Erosiona con el paso del tiempo las esperanzas que, desde la infancia, otros habían generado en nosotros. Es como si estuviéramos obligados a formar parte de ese colchón de éxito que da la fama y el dinero.


El propio autor escribirá que la vida es como montar en bicicleta. «Una vez que te montas ya no puedes dejar de pedalear, sin tregua para no caer en la negrura del vacío». Así es, una vez que uno entra en la rueda de la vida, del mundo de la economía, de los negocios, de la sociedad, lo que está haciendo es renunciar a su ilusión de hacer realidad sus sueños. Uno renuncia a sus quimeras y sus fantasías por una porción de bienestar. Por un colchón de confort que, con el paso de los años, termina lleno de ácaros.


«El trabajo es una maldición». Un castigo de Dios, sobre todo si uno se ve abocado a trabajar en aquello que no siente. Frente al hombre, o la mujer que condiciona su vida en hacer dinero, en convertirse en un empresario de éxito, Landero da luz a personajes fieles a sus sueños.


Personajes que lo intentaron a lo largo de su vida hasta el punto de comer cualquier cosa e incluso olvidarse de comer porque viven de lleno en la ilusión y en el sueño. Y lo demás para ellos es superfluo. Pero ese esfuerzo mezquino de arriesgar todo por los anhelos de uno puede llevarnos frente a la cruel realidad de las ilusiones perdidas. Una mirada atrás y observar, tras los pasos que dejan los años, los deseos enterrados bajo el polvo de la costumbre, de los hábitos, de la rutina y sobre todo del conformismo.


FOTO DE MONICA SILVESTRE


Todas y cada una de las páginas de la novela La última función esconden tras sus líneas ese punto decepción y de amargura que trae consigo el no haber alcanzado la gloria una vez que se deja atrás la juventud, que se llega a la madurez. Y, sin embargo, en ese punto de declive hacia la vejez, en el ecuador mismo de la curva, todavía hay quien aún puede sentirse contento de que aquel sueño de juventud sigue intacto en su corazón. Puede que la sociedad y todo su envoltorio económico lo haya devorado, pero sigue florecido en el interior de su ser.


Porque nunca se sabe. El destino es incierto y caprichoso. Puede que pasen los años y no se produzca nunca la revelación de una señal. Que la vida se apague bajo una triste y tediosa sombra. Pero puede que sí. Puede que, en el descenso de la vida, aparezca esa pequeña luz, como los farolillos de San Albín en la bruma de la noche. El fogonazo que permita ver la oscuridad del futuro. El momento justo en que, por fin, se deja de esperar. Porque es el instante en que hay que coger el tren, en mitad de una noche de invierno, para seguir la señal que estuvo ahí, esperando desde tantos años atrás.


Un destello que te muestra el futuro y a la vez te recuerda el pasado. Un tiempo atrás retestinado y lleno de óxido, colmado por la gula y el sexo, por la gordura grasienta y por las secreciones pegajosas, sin amor ni cariño. Y frente a eso, el futuro inmediato, la huida hacia adelante donde el triunfo es algo secundario, porque lo que verdaderamente importaen la vida es haberlo intentado. Haber sido fiel a tus deseos y a tus amores. Incluso en un país como este, donde tan poco aprecio se tiene a la cultura. Donde, como escribe el propio Luis Landero, «nacer libro en España es un destino triste, pero cómodo si eres un libro conformista».


Cuántos conformistas agradecidos sientan sus posaderas en el mundo de la cultura. Cuántos buenos libros quedarán por el camino en espera de ver un lánguido farolillo.

Landero, última función

Reseña literaria
Vicente Manjón Guinea
jueves, 22 de febrero de 2024, 10:58 h (CET)

Puede que algunos piensen, como he leído por ahí, que el último libro de Luis Landero, La última función, es un himno a los finales felices. Quizá así se interprete por el cruce de caminos entre dos de sus protagonistas: Paula y Tito. La primera, Paula, una actriz malograda que termina en la estación de un lugar desconocido. El segundo, Tito, un emprendedor del mundo teatral consumido por el desencanto y la decepción; por cumplir los deseos de su padre antes de morir.


LA ULTIMA FUNCION


La importancia del libro del escritor extremeño no es su final, esa pequeña llama de esperanza y felicidad a la que todos los mortales aspiramos. La trascendencia de su última novela reside precisamente en el sedimento que ha ido dejando al lector en su aderezada lectura.


«Lo peor de todo es que tenemos la obligación de ser felices», dirá el escritor en boca de uno de sus protagonistas. «Y eso es duro, es quizá lo más duro de todo. Es como un castigo».


La vida, en la mayor parte, va desgastando y diluyendo esas ilusiones que cualquiera pueda tener. Erosiona con el paso del tiempo las esperanzas que, desde la infancia, otros habían generado en nosotros. Es como si estuviéramos obligados a formar parte de ese colchón de éxito que da la fama y el dinero.


El propio autor escribirá que la vida es como montar en bicicleta. «Una vez que te montas ya no puedes dejar de pedalear, sin tregua para no caer en la negrura del vacío». Así es, una vez que uno entra en la rueda de la vida, del mundo de la economía, de los negocios, de la sociedad, lo que está haciendo es renunciar a su ilusión de hacer realidad sus sueños. Uno renuncia a sus quimeras y sus fantasías por una porción de bienestar. Por un colchón de confort que, con el paso de los años, termina lleno de ácaros.


«El trabajo es una maldición». Un castigo de Dios, sobre todo si uno se ve abocado a trabajar en aquello que no siente. Frente al hombre, o la mujer que condiciona su vida en hacer dinero, en convertirse en un empresario de éxito, Landero da luz a personajes fieles a sus sueños.


Personajes que lo intentaron a lo largo de su vida hasta el punto de comer cualquier cosa e incluso olvidarse de comer porque viven de lleno en la ilusión y en el sueño. Y lo demás para ellos es superfluo. Pero ese esfuerzo mezquino de arriesgar todo por los anhelos de uno puede llevarnos frente a la cruel realidad de las ilusiones perdidas. Una mirada atrás y observar, tras los pasos que dejan los años, los deseos enterrados bajo el polvo de la costumbre, de los hábitos, de la rutina y sobre todo del conformismo.


FOTO DE MONICA SILVESTRE


Todas y cada una de las páginas de la novela La última función esconden tras sus líneas ese punto decepción y de amargura que trae consigo el no haber alcanzado la gloria una vez que se deja atrás la juventud, que se llega a la madurez. Y, sin embargo, en ese punto de declive hacia la vejez, en el ecuador mismo de la curva, todavía hay quien aún puede sentirse contento de que aquel sueño de juventud sigue intacto en su corazón. Puede que la sociedad y todo su envoltorio económico lo haya devorado, pero sigue florecido en el interior de su ser.


Porque nunca se sabe. El destino es incierto y caprichoso. Puede que pasen los años y no se produzca nunca la revelación de una señal. Que la vida se apague bajo una triste y tediosa sombra. Pero puede que sí. Puede que, en el descenso de la vida, aparezca esa pequeña luz, como los farolillos de San Albín en la bruma de la noche. El fogonazo que permita ver la oscuridad del futuro. El momento justo en que, por fin, se deja de esperar. Porque es el instante en que hay que coger el tren, en mitad de una noche de invierno, para seguir la señal que estuvo ahí, esperando desde tantos años atrás.


Un destello que te muestra el futuro y a la vez te recuerda el pasado. Un tiempo atrás retestinado y lleno de óxido, colmado por la gula y el sexo, por la gordura grasienta y por las secreciones pegajosas, sin amor ni cariño. Y frente a eso, el futuro inmediato, la huida hacia adelante donde el triunfo es algo secundario, porque lo que verdaderamente importaen la vida es haberlo intentado. Haber sido fiel a tus deseos y a tus amores. Incluso en un país como este, donde tan poco aprecio se tiene a la cultura. Donde, como escribe el propio Luis Landero, «nacer libro en España es un destino triste, pero cómodo si eres un libro conformista».


Cuántos conformistas agradecidos sientan sus posaderas en el mundo de la cultura. Cuántos buenos libros quedarán por el camino en espera de ver un lánguido farolillo.

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