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Nuestro canto
Cambio radical
Quiero abrazar la justicia,
y que no sea cualquier cosa,
sino la verdadera ley
y voz del Creador.
No a la soledad,
no a la injusticia,
no a la mediocridad,
de verse perdidos, sin futuro
y con un pasado triste.
Vamos a luchar
por salir de la tortura
de vivir sin amor.
Unamos las manos
como esperanzados seres
que claman a Dios
paz solemne y amistad.
Y pidamos que viva la paz,
la justicia
y la inocencia, y abajo
la avaricia y la amistad
mal entendida,
la humillación del pobre
y del menos favorecido.
Gritemos
que queremos caminar
de la mano,
sí al amor de hermanos
y cantemos
para que viva el humilde,
el sincero,
el que conoció a Dios.
En una casona antigua y desolada, en el centro de la sala se encontraba un espejo de un metro de alto y cincuenta centímetros de ancho, montado y sostenido por una linda mesita antigua. En él convergían las articulaciones de todos los espacios.
Cuenta Irene Vallejo que San Agustín se quedó absolutamente perplejo al ver al obispo de Milán leyendo para sí mismo, al ver cómo “sus ojos transitaban por las páginas, pero su lengua callaba”. La anécdota la usa la escritora —siempre elegante, delicada y tensa— para argumentar que, hasta bien entrada la Edad Media, la lectura se hacía solo en voz alta, de ahí la extrañeza del filósofo, que veía, por primera vez, un lector tal como nosotros lo imaginamos.
Me veo en el espejo y veo el tiempo, que en el silencio, ya no muere. Mi rostro lleno de quebrantos, arrugas en mis ojos, en mis labios.
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