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Ombligos de Venus. Los conocí, parecen cactus sin pinchos, de ahí no sale la miel, pero que bonitos son, ombliguitos verdes, de grupo en grupo divididos, gruesitos y con textura y sin picarme. Son buenos, dulces y agradables, los conocí en el Monte de San Pedro, quien me diera volver a verlos para contar sus hojitas.
Miel de arena y mar salada, miel deseada y los ombligos no me la dan, miel sin penas, miel del alma, miel que te quiero miel. Y yo sigo rezando. Dios, que haya algo mejor para mí, que algo mejor me suceda que lo que me puebla, que el tarrito de miel azul bienvenidito sea. Pero que algo mejor haya que me saque de las penas. Pero que la miel no se acabe, aunque lo demás, no sea.
En una casona antigua y desolada, en el centro de la sala se encontraba un espejo de un metro de alto y cincuenta centímetros de ancho, montado y sostenido por una linda mesita antigua. En él convergían las articulaciones de todos los espacios.
Cuenta Irene Vallejo que San Agustín se quedó absolutamente perplejo al ver al obispo de Milán leyendo para sí mismo, al ver cómo “sus ojos transitaban por las páginas, pero su lengua callaba”. La anécdota la usa la escritora —siempre elegante, delicada y tensa— para argumentar que, hasta bien entrada la Edad Media, la lectura se hacía solo en voz alta, de ahí la extrañeza del filósofo, que veía, por primera vez, un lector tal como nosotros lo imaginamos.
Me veo en el espejo y veo el tiempo, que en el silencio, ya no muere. Mi rostro lleno de quebrantos, arrugas en mis ojos, en mis labios.
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