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Solo de pensar en Ti,
se me anuda la garganta,
y mi fervor se agiganta
queriendo escapar de mi.
Imaginando aquel Sí,
se sublima Tu figura,
y mi fe recobra altura
ante el firme compromiso,
que, en gesto noble y sumiso,
aceptaste, Virgen Pura.
Dios te escogió como Madre,
de su amantísimo Hijo,
y Tu amor fue tan prolijo
que abarcaba a Hijo y Padre.
Por ese amor, Virgen Madre,
Tú, sin mancha concebida,
acataste complacida
cooperar con Padre e Hijo,
abrazando el Crucifijo
rico Manantial de Vida.
Como era natural,
Dios te tenía reservado,
un lugar privilegiado
en la Corte Celestial.
Y desde aquel pedestal,
excelsa y dulce Señora,
sigues siendo Protectora,
de toda la humanidad,
por Tu serena bondad
de Madre y Corredentora.
En una casona antigua y desolada, en el centro de la sala se encontraba un espejo de un metro de alto y cincuenta centímetros de ancho, montado y sostenido por una linda mesita antigua. En él convergían las articulaciones de todos los espacios.
Cuenta Irene Vallejo que San Agustín se quedó absolutamente perplejo al ver al obispo de Milán leyendo para sí mismo, al ver cómo “sus ojos transitaban por las páginas, pero su lengua callaba”. La anécdota la usa la escritora —siempre elegante, delicada y tensa— para argumentar que, hasta bien entrada la Edad Media, la lectura se hacía solo en voz alta, de ahí la extrañeza del filósofo, que veía, por primera vez, un lector tal como nosotros lo imaginamos.
Me veo en el espejo y veo el tiempo, que en el silencio, ya no muere. Mi rostro lleno de quebrantos, arrugas en mis ojos, en mis labios.
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