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Anabaptistas

No sé si, hoy, con perspectiva, tenemos clara la diferencia entre el progreso social y el delirio colectivista y totalitario
Juan Antonio Freije Gayo
viernes, 11 de agosto de 2023, 11:13 h (CET)

Homo homini lupus. El latinismo, aunque ya manido, refleja una porción sombría de nuestra condición humana. Queda documentado ese aspecto de nuestra idiosincrasia por la sucesión histórica de sufrimiento, guerras y persecuciones. Por eso, tal vez, tendemos a optar por  la seguridad  en detrimento de la libertad.


Es comprensible; la Revolución Industrial del siglo XIX supuso explotación y abuso sobre los nuevos proletarios y, como consecuencia, nacieron las organizaciones obreras, y el socialismo, tanto el de cariz marxista y revolucionario como, después, el denominado fabiano, que fue el origen de un innegable progreso social en el orbe occidental. Pero emergieron, asimismo,  desde el tronco leninista,  tendencias menos amables y una parte del movimiento obrero se decantó por el colectivismo más descarnado y totalitario, muy ajeno a la citada vía fabiana. No era tanta, empero, la novedad; en el ámbito de la religión, la doctrina comunista ya era vieja (los ebionitas, verbigracia) y, el invento contemporáneo consistió en  trocar a  Dios por la Dialéctica.


Sin necesidad de acudir a los orígenes del cristianismo, podemos aludir a un suceso más reciente. En 1534, mientras comenzaba a transcurrir el proceso originario de eso que se ha dado en llamar reforma protestante, se estableció en Münster, Alemania, una comuna colectivista de base religiosa.  Los anabaptistas, que defendían, en principio, el derecho a bautizarse en la edad adulta como opción consciente y proponían, pues, un segundo bautismo, declararon a Münster como la Nueva Jerusalén. Se divulgó un panfleto que recogía los principios y objetivos del movimiento[1]:


"Dios, el cual reciba nuestro homenaje y nuestro reconocimiento eterno, ha restaurado entre nosotros la comunidad (..) Porque no solamente hemos puesto todos nuestros bienes en común bajo la vigilancia de un diácono y los usamos según nuestras necesidades, sino que además (…) estamos impacientes por prestarnos los unos a los otros toda clase de servicios. En consecuencia, todo aquello que ha servido para los fines de la propiedad egoísta y privada, tal como la venta y la compra, el trabajo remunerado, la práctica del interés y de la usura —aunque sea a costa de los infieles—, el hecho de comer y beber del sudor de los pobres (o sea, hacer trabajar al prójimo para provecho nuestro) y, en verdad, todo lo que es pecado contra el amor, todos esos males están abolidos entre nosotros por el poder del amor y la comunidad."


El segundo bautismo, que se proponía en principio como una opción  de libertad, se acabó aplicando a la fuerza, bajo la amenaza de pena de muerte.  Se impuso un régimen de terror hasta que,  transcurrido un año, la experiencia revolucionaria fue sofocada y sus responsables,  ejecutados.  El texto entrecomillado más arriba nos muestra que el fanatismo colectivista y liberticida no fue primicia de la era industrial, pues ya antes brotaron  sueños que,  haciéndose realidad, se tornaron pesadillas.


No sé si, hoy, con perspectiva, tenemos clara la diferencia entre el progreso social y el delirio colectivista y totalitario.  Parece  que el ideal fabiano retrocede entre eso que se llama la Izquierda, y que sus herederos se cuentan más entre una parte de lo que se denomina Derecha. Vienen tiempos confusos, con   desasosiego entre los partidarios de la autonomía individual.


[1] Mossé, Claude (1984) [1976]. «Los orígenes del socialismo en la Antigüedad». En Jacques Droz (dir.). Historia general del socialismo. De los orígenes a 1875. Barcelona: Destino. p. 11

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