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Palabras y otras cosas: una serie de artículos sobre el lenguaje

Cosas que me digo

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A Mía le gusta esconderse detrás de la cortina y mirar pasar los coches desde la ventana. Cuando la descubres en su escondite, te observa con ojos de estupefacción, como si pensara “¡¿cómo me habrán encontrado, con lo bien escondida que yo estaba?!”. Después, pega cuatro saltos gráciles y sale por la puerta si no está cerrada; porque así es Mía, una gatita gris y blanca cuyo mayor afán es que le abran las puertas de la casa.


No sé hasta qué punto se puede saber qué se le pasa a un gato por la cabeza, lo que sí es cierto es que, para nosotros, humanos, el único modo de entenderlo es trasladar su pensamiento a secuencias lingüísticas. Hacemos lo mismo con los bebés, de hecho, a los que ponemos las palabras que aún ellos no pueden pronunciar ni, en realidad, siquiera pensar.


Los niños suelen empezar a hablar hacia los dos años. ¿Quiere decir eso que antes no piensan? Obviamente, sí que lo hacen, pero no es hasta esa edad, los dos años aproximadamente, cuando podemos asistir a esa realidad mental. Probablemente sea el ruso Lev Vygotsky quien mejor ha explicado esta evolución. Para él, el aprendizaje del niño se produce por su interacción en el medio social. A este respecto, el lenguaje forma parte esencial del proceso. Así, el pensamiento y el lenguaje, según este autor ruso, siguen caminos separados durante los primeros meses de vida. Las funciones psíquicas siguen un recorrido natural. Vemos a los niños, pongamos por caso, haciendo una torre de objetos para después desmoronarla o colocando sus coches en fila. Su mente está trabajando en la adquisición de conceptos fundamentales, como la relación causa-efecto o la seriación.


El lenguaje, al tiempo, sigue un recorrido paralelo. El niño solo lo entiende dentro de su propio contexto, como cuando le decimos “no hagas eso” o “coge esto tan bonito”. De hecho, es bien sabido que, durante la primera etapa de nuestra vida, percibimos los elementos paralingüísticos, no el significado de las palabras. Usted puede llamar a un bebé “monstruo horrible y repulsivo” con amor y cuidado y este recibirá su mensaje con auténtico agrado.


Estas dos líneas, pensamiento y lenguaje, decíamos, van separadas hasta que, hacia los dos años, se produce el milagro. Es, en cierto modo, un segundo nacimiento que ocurre cuando el pensamiento y el lenguaje convergen. Porque, en ese momento, nace la conciencia. Es más: desde ese momento, y ya hasta el fin de la vida, el lenguaje y el pensamiento no se separan.


Sepa, por tanto, que, cuando oye hablar a un niño de dos años o tres años, está escuchando su pensamiento. Al principio, este lenguaje es, como dice Piaget, egocéntrico. El niño solo puede hablar —y pensar— sobre sí mismo, no hay otra realidad que la propia. Esto explica que no entiendan eso de “hay que compartir” y que le quiten un juguete sin miramientos al de al lado. El otro es parte del entorno, pero solo yo pienso y siento.


Poco a poco, al interactuar con el entorno y, sobre todo, por medio de la educación, el niño va abandonado su egocentrismo. Al mismo tiempo, el lenguaje va adquiriendo mayores rasgos de comunicación social. El pequeño descubre que recibe mayor aceptación social decir “no me gusta” para que le dejen de molestar que dar un bofetón (otra cosa es la eficacia de la acción, claro). Hacia los siete años —seguimos con Vygotsky— ese lenguaje egocéntrico pasa a ser habla interiorizada y, desde ese momento, es el cauce del pensamiento. Así, el lenguaje cumple dos funciones básicas: una reguladora, que es la del lenguaje interior, y otra comunicativa, la del lenguaje exterior. Con la primera hacemos planes, nos explicamos el mundo, entendemos conceptos o regulamos nuestra propia conducta, como cuando nos decimos “cuenta hasta diez”. Con la segunda nos relacionamos con los demás.


Necesitamos muy pocas palabras para hablarnos, menos que para comunicarnos con cualquier otra persona. Es fácil suponer por qué: cuanto mayor es el conocimiento que comparto con el otro, menos palabras hacen falta. Con uno mismo, todo el lenguaje que usamos es puro sentido. No precisamos, por ejemplo, negociar significados. Ya sabemos a qué nos referimos si decimos “ese imbécil” o “ese trasto”.


Ya dijo Wittgenstein que los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo. No lo olvide: el mundo puede ser pequeñito y sin matices o ilimitado y multicolor. En buena medida, ello depende de lo que nos hayan enseñado a pensar, o, lo que es lo mismo, a hablar con nosotros mismos.


Somos lenguaje. Si un día la tecnología permite almacenar nuestra alma cuando nuestro cuerpo muera, el resultado será un archivo de texto con millones de enlaces. Ya lo dijo Vygotsky: “una palabra es un microcosmos de conciencia humana”. 

Cosas que me digo

Palabras y otras cosas: una serie de artículos sobre el lenguaje
Raúl Galache
viernes, 26 de mayo de 2023, 09:22 h (CET)

A Mía le gusta esconderse detrás de la cortina y mirar pasar los coches desde la ventana. Cuando la descubres en su escondite, te observa con ojos de estupefacción, como si pensara “¡¿cómo me habrán encontrado, con lo bien escondida que yo estaba?!”. Después, pega cuatro saltos gráciles y sale por la puerta si no está cerrada; porque así es Mía, una gatita gris y blanca cuyo mayor afán es que le abran las puertas de la casa.


No sé hasta qué punto se puede saber qué se le pasa a un gato por la cabeza, lo que sí es cierto es que, para nosotros, humanos, el único modo de entenderlo es trasladar su pensamiento a secuencias lingüísticas. Hacemos lo mismo con los bebés, de hecho, a los que ponemos las palabras que aún ellos no pueden pronunciar ni, en realidad, siquiera pensar.


Los niños suelen empezar a hablar hacia los dos años. ¿Quiere decir eso que antes no piensan? Obviamente, sí que lo hacen, pero no es hasta esa edad, los dos años aproximadamente, cuando podemos asistir a esa realidad mental. Probablemente sea el ruso Lev Vygotsky quien mejor ha explicado esta evolución. Para él, el aprendizaje del niño se produce por su interacción en el medio social. A este respecto, el lenguaje forma parte esencial del proceso. Así, el pensamiento y el lenguaje, según este autor ruso, siguen caminos separados durante los primeros meses de vida. Las funciones psíquicas siguen un recorrido natural. Vemos a los niños, pongamos por caso, haciendo una torre de objetos para después desmoronarla o colocando sus coches en fila. Su mente está trabajando en la adquisición de conceptos fundamentales, como la relación causa-efecto o la seriación.


El lenguaje, al tiempo, sigue un recorrido paralelo. El niño solo lo entiende dentro de su propio contexto, como cuando le decimos “no hagas eso” o “coge esto tan bonito”. De hecho, es bien sabido que, durante la primera etapa de nuestra vida, percibimos los elementos paralingüísticos, no el significado de las palabras. Usted puede llamar a un bebé “monstruo horrible y repulsivo” con amor y cuidado y este recibirá su mensaje con auténtico agrado.


Estas dos líneas, pensamiento y lenguaje, decíamos, van separadas hasta que, hacia los dos años, se produce el milagro. Es, en cierto modo, un segundo nacimiento que ocurre cuando el pensamiento y el lenguaje convergen. Porque, en ese momento, nace la conciencia. Es más: desde ese momento, y ya hasta el fin de la vida, el lenguaje y el pensamiento no se separan.


Sepa, por tanto, que, cuando oye hablar a un niño de dos años o tres años, está escuchando su pensamiento. Al principio, este lenguaje es, como dice Piaget, egocéntrico. El niño solo puede hablar —y pensar— sobre sí mismo, no hay otra realidad que la propia. Esto explica que no entiendan eso de “hay que compartir” y que le quiten un juguete sin miramientos al de al lado. El otro es parte del entorno, pero solo yo pienso y siento.


Poco a poco, al interactuar con el entorno y, sobre todo, por medio de la educación, el niño va abandonado su egocentrismo. Al mismo tiempo, el lenguaje va adquiriendo mayores rasgos de comunicación social. El pequeño descubre que recibe mayor aceptación social decir “no me gusta” para que le dejen de molestar que dar un bofetón (otra cosa es la eficacia de la acción, claro). Hacia los siete años —seguimos con Vygotsky— ese lenguaje egocéntrico pasa a ser habla interiorizada y, desde ese momento, es el cauce del pensamiento. Así, el lenguaje cumple dos funciones básicas: una reguladora, que es la del lenguaje interior, y otra comunicativa, la del lenguaje exterior. Con la primera hacemos planes, nos explicamos el mundo, entendemos conceptos o regulamos nuestra propia conducta, como cuando nos decimos “cuenta hasta diez”. Con la segunda nos relacionamos con los demás.


Necesitamos muy pocas palabras para hablarnos, menos que para comunicarnos con cualquier otra persona. Es fácil suponer por qué: cuanto mayor es el conocimiento que comparto con el otro, menos palabras hacen falta. Con uno mismo, todo el lenguaje que usamos es puro sentido. No precisamos, por ejemplo, negociar significados. Ya sabemos a qué nos referimos si decimos “ese imbécil” o “ese trasto”.


Ya dijo Wittgenstein que los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo. No lo olvide: el mundo puede ser pequeñito y sin matices o ilimitado y multicolor. En buena medida, ello depende de lo que nos hayan enseñado a pensar, o, lo que es lo mismo, a hablar con nosotros mismos.


Somos lenguaje. Si un día la tecnología permite almacenar nuestra alma cuando nuestro cuerpo muera, el resultado será un archivo de texto con millones de enlaces. Ya lo dijo Vygotsky: “una palabra es un microcosmos de conciencia humana”. 

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