Sócrates decía que «la verdadera sabiduría está en reconocer la propia ignorancia». Según el gran filósofo del siglo V antes de Cristo se trataba de la ignorancia sagrada y docta, que es ciencia cierta y como tal podemos situarla en el umbral del templo de la verdadera Sabiduría. El Diccionario de la Real Academia, en la definición etimológica de la voz ignorancia, recoge, como no podía ser de otra manera, el saber griego, aunque no alude- como cabe esperar de un Diccionario de Lengua- al «reconocimiento» del no saber del sujeto, que es justamente donde radica la auténtica sabiduría. De ahí que el DRAE al referirse al susodicho artículo habla sin más de «falta de ciencia, de letras y noticias, general o particular» en su acepción primera.
Pero no es esa ignorancia la que ahora me preocupa, sino otra clase de ignorancia, la adjetivada como «culpable», que es la de aquellos que continúan ciegos y sordos con respecto a lo que sucede a su alrededor, con la finalidad de eludir responsabilidades y tranquilizar así la conciencia, aplicándose el dicho «Ojos que no ven, corazón que no siente».
La ignorancia culpable se puede relacionar con nesciencia, una palabra poco usada y me temo que casi desconocida para él común de las gentes, aunque todavía la utilizan los abogados con el significado de ‘ignorancia’ y como una forma elegante de descubrir a los que no saben y deberían saber. La Academia al referirse a nesciencia habla de «ignorancia» y «necedad», y es sabido que el necio, entre otras cosas, es el ignorante que no sabe lo que está obligado a saber, pero que su negligencia, más consciente que menos, lo ha colocado a la misma altura que la ignorancia culpable, a la que nos referíamos más arriba. Y de ahí su relación con nesciencia.
La reflexión anterior ha surgido a raíz del encuentro con una joven profesora de danza, que ocupó el asiento de mi derecha en el viaje que ayer mismo hacía yo a Barcelona. Neus, según me dijo que se llamaba, por cierto un nombre hermoso donde los haya y que a mí me suena muy sonoro –y valga la redundancia- en catalán, me estuvo hablando de su profesión, de la disciplina a la que hay que someter, no solo el cuerpo, sino también la mente. Se mostraba satisfecha de la respuesta de sus alumnos y mucho más de la valoración positiva que de su actuación y exigencia hacían sus padres, en un momento en que en las aulas –subrayaba- se ha llegado a un gran deterioro de la disciplina y casi se ha instalado en ellas la anarquía total. Sus razonamientos me parecieron todo un ejemplo de responsabilidad y sensatez, no muy frecuente en alguien tan joven como mi interlocutora. Nuestra conversación, quizá de una hora aproximadamente, tuvo como tema central -como digo- el arte y la belleza del baile, el trabajo serio y las experiencias enriquecedoras de Neus con diversos colectivos que, con mi escucha complaciente, me iba relatando. Esta chica, orgullosa donde las haya de ser catalana, aunque de madre extremeña, que se expresaba en perfecto castellano, se quedó algo asombrada cuando, después de mostrarle mi satisfacción por su dominio del español, le hice saber lo que estaba pasando con la lengua en Cataluña. Con gran empeño, aunque mostrando un cierto respeto hacia mi persona, Neus aseguró que eso no era cierto, que se exageraba. Me pareció sincera en su apreciación, aunque percibí en sus palabras un cierto atisbo de no querer saber. Cuando nos despedimos, pues ella se apeó del tren una parada anterior a la mía, me quedé pensando y traté de dilucidar si la ignorancia de Neus era sincera y de verdad desconocía lo que yo le manifestaba o, por el contrario, no quería saber por miedo a la verdad y, por lo tanto, lo mejor para ella era colocarse en el terreno de la pura ignorancia. No sé por qué, pero lo cierto es que casi, sin mucho empeño por mi parte en establecer la relación, rescaté del recuerdo un refrán que le había oído a mi madre hacía muchos años y que reza como sigue: «El ignorante a todos reprende, y habla más de lo que menos entiende».
Pensé en muchos modos de comportarse de personas conocidas (como si Neus hubiese calcado su proceder) en estas últimas dos décadas de mi vida. Ese punto me ayudó a entender claramente que la ignorancia «culpable» se hermana bien con el sectarismo: la primera se torna intransigente y el segundo lo es por definición. Pero, sobre todo, comprendí que la ignorancia «culpable» estrecha lazos de amistad con ese nacionalismo profundamente ideologizado, que se atribuye a sí mismo entidad propia y diferenciada con aspiraciones políticas; es el nacionalismo machacón e insistente en sus consignas y mensajes, el que crea fanáticos defensores de la lengua con la manida excusa de que hay que proteger las lenguas minoritarias para que no desaparezcan (eso me decía Neus); es el nacionalismo que discrimina, que produce dolor, que pacta con la injusticia contra aquellos que no comulgan con sus planteamientos; es en fin el nacionalismo que se burla de las decisiones judiciales, que se escuda en la ignorancia, si no en la negación de la realidad, para justificar sus tropelías, una ignorancia que no puede eludir responsabilidades con cualquier pretexto; es la ignorancia que se convierte en inexcusable y, consiguientemente, en prevaricadora, que a sabiendas coarta la libertad y arrebata derechos fundamentales; es la misma que la practicada recientemente por los parlamentarios nacionalistas españoles en la Eurocámara, arrastrando –y nunca mejor dicho, «llevado por el suelo»-, al PSOE para que, en contra del derecho de los padres a la elección de la lengua de enseñanza de sus hijos, los diputados dijeran sí (y lo han conseguido) al modelo catalán de inmersión lingüística. Pero no ha sido suficiente, no; la ignorancia «culpable» ha escalado un nuevo peldaño y se ha convertido en la ignorancia que miente, como lo prueba la afirmación, desvergonzante y canallesca, que los diputados españoles, al referirse al texto aprobado, han hecho en sus declaraciones, asegurando que el modelo de inmersión lingüística «es una garantía para que los alumnos puedan contar con un conocimiento absolutamente razonable y óptimo de las dos lenguas oficiales». Mienten, mienten y mienten. El poeta y dramaturgo alemán, Bertolt Brecht, decía al respecto: «Wer die Wahrheit nicht weiβ der ist bloβ ein Dummkopf. Aber wer sie weiβ und sie Lüge nennt, der ist ein», que traducido significa que ‘El que no conoce la verdad es simplemente un ignorante. Pero el que la conoce y la llama mentira, ¡ese es un criminal! Que se apliquen el cuento.
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