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No es factible, como sabemos, la permanencia en este más acá, y lo hemos pretendido, hasta ahora, en el más allá

​Inmortalidad

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Aseveró Borges que vivir eternamente “sería el peor castigo, sería el infierno”. La inmortalidad ha sido, desde siempre, una obcecación de los humanos, tan restringidos como estamos en el tiempo, con una existencia corta y precaria. Igual fue por ello que ideamos a los dioses, eternos en cronología. Los griegos y romanos hicieron a los suyos antropomorfos y con pasiones similares a las humanas, es decir, a imagen y semejanza de sus inventores, salvo ese pequeño detalle de la existencia perpetua. Tal vez fueron concebidos así por nuestra devoción hacia lo ilimitado, ya que, como escribió Umberto Eco, “tenemos un límite, un límite muy desalentador y humillante, la muerte, y es por eso que nos gustan todas las cosas que suponemos que no tienen límites y, por lo tanto, no tienen fin”. Pero no es factible, como sabemos, la permanencia en este más acá, y lo hemos pretendido, hasta ahora, en el más allá; ya que el cuerpo sucumbe y se corrompe, conjeturamos un alma invulnerable e incorruptible, cuya salvación fue, otrora, el centro de todos los bríos; las portadas románicas nos lo recuerdan.


Transcurrido el tiempo, no es otra cosa la investigación genética actual que un intento de rebuscar la inmortalidad a través de la ciencia; ya hay quien anuncia su consecución en diez años (es el caso de Raymond Kurzweil, gurú de lo tecnológico y conocido por sus predicciones). Mientras tanto, jugueteamos a pretendernos eternos, acatando los mitos de esa especie de monomanía de invulnerabilidad ofrecida mediante la moda última de la prevención y la vida sana.  


Al final, se trata de infundir el miedo, para lo cual es preciso que nos pensemos sempiternos. Pero no lo somos y, si viviésemos conscientes de ello, no solo a ratos, sino de forma continua, devendríamos más fuertes y menos maleables. Acabaremos, sin embargo, por creer en la inmortalidad de este lado, como durante mucho tiempo aceptamos la del otro, y regresaremos al mismo credo, ahora en relación con el más acá; solo cambiaremos la noción de pecado por la dialéctica entre lo saludable y lo no saludable.

​Inmortalidad

No es factible, como sabemos, la permanencia en este más acá, y lo hemos pretendido, hasta ahora, en el más allá
Juan Antonio Freije Gayo
viernes, 5 de mayo de 2023, 10:28 h (CET)

Aseveró Borges que vivir eternamente “sería el peor castigo, sería el infierno”. La inmortalidad ha sido, desde siempre, una obcecación de los humanos, tan restringidos como estamos en el tiempo, con una existencia corta y precaria. Igual fue por ello que ideamos a los dioses, eternos en cronología. Los griegos y romanos hicieron a los suyos antropomorfos y con pasiones similares a las humanas, es decir, a imagen y semejanza de sus inventores, salvo ese pequeño detalle de la existencia perpetua. Tal vez fueron concebidos así por nuestra devoción hacia lo ilimitado, ya que, como escribió Umberto Eco, “tenemos un límite, un límite muy desalentador y humillante, la muerte, y es por eso que nos gustan todas las cosas que suponemos que no tienen límites y, por lo tanto, no tienen fin”. Pero no es factible, como sabemos, la permanencia en este más acá, y lo hemos pretendido, hasta ahora, en el más allá; ya que el cuerpo sucumbe y se corrompe, conjeturamos un alma invulnerable e incorruptible, cuya salvación fue, otrora, el centro de todos los bríos; las portadas románicas nos lo recuerdan.


Transcurrido el tiempo, no es otra cosa la investigación genética actual que un intento de rebuscar la inmortalidad a través de la ciencia; ya hay quien anuncia su consecución en diez años (es el caso de Raymond Kurzweil, gurú de lo tecnológico y conocido por sus predicciones). Mientras tanto, jugueteamos a pretendernos eternos, acatando los mitos de esa especie de monomanía de invulnerabilidad ofrecida mediante la moda última de la prevención y la vida sana.  


Al final, se trata de infundir el miedo, para lo cual es preciso que nos pensemos sempiternos. Pero no lo somos y, si viviésemos conscientes de ello, no solo a ratos, sino de forma continua, devendríamos más fuertes y menos maleables. Acabaremos, sin embargo, por creer en la inmortalidad de este lado, como durante mucho tiempo aceptamos la del otro, y regresaremos al mismo credo, ahora en relación con el más acá; solo cambiaremos la noción de pecado por la dialéctica entre lo saludable y lo no saludable.

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