Un abrupto desahucio que te deja en mitad de la calle con deudas y con lo puesto. O una peligrosa travesía desde los arrabales de la marginalidad al extrarradio de la pobreza. Tal vez una violación sexual en el portal de casa, o en un confesionario católico, o en el domicilio conyugal, o en el hogar de la niñez. O un despido fulminante que te manda a la precariedad vital.
Con el paso del tiempo, las emociones se calman. Y visitamos subrepticiamente el pasado anterior, justo antes de la hecatombe existencial que puso una linde en nuestras vidas. Éramos más o menos felices, íbamos tirando, pero disfrutábamos de una cierta estabilidad o normalidad.
Las vidas normales de las gentes normales que tienen trabajos normales y habitan la normalidad siempre están supeditadas al albur de las incertidumbres. La normalidad es un estado movedizo y veleidoso, que torna en anormal por situaciones nimias e inesperadas.
Que la normalidad social sea inestable es un factor fundamental de la sociedades capitalistas del riesgo. Sin riesgo no habría explotación laboral, ni necesidad de trabajar a cualquier precio y de lo que sea, ni seguridad absoluta de la integridad de uno/a mismo/a.
Nunca se conquistan todos los derechos del todo. Casi es imposible tener un empleo de por vida. Hacer hogar es una meta imposible. Hay que estar insatisfechos para venderse a la baja en el mercado laboral y para consumir de modo compulsivo.
El mundo empresarial exige gente trabajadora en permanente estado de necesidad. Ciudadanía idiotizada. Consumidores siempre al acecho de la mercancía novedosa y de la oferta irresistible.
Competir por estatus. Comprar para templar neurosis. Estudiar lo que sea para ser más empleable. Hacer deporte para esculpir un cuerpo de modelo idealizado. Viajar a las antípodas para presumir de nuestro vacío existencial.
Moverse por moverse, todo ello sin contemplaciones al prójimo. Yo soy yo por méritos propios: me he ganado a pulso lo que tengo, aunque solo sea poseedor de una pose estúpida que puede ser destruida por un despido fulminante, una deuda insuperable, un cabrón machista depredador o un golpe de fortuna adverso siempre imprevisible.
El pasado previo al golpe certero que nos ha mandado a la lona social es un refugio nostálgico donde todo era mejor que ahora. Allí éramos individualistas radicales, plenos de amor propio, imbéciles redomados que jamás mirábamos a los semejantes como seres humanos auténticos.
Después del encontronazo con la compleja realidad, queremos ser otros/as, mas no sabemos cómo. Hemos perdido las herramientas de la solidaridad, las habilidades sociales de la empatía y del compañerismo.
Somos islas a la deriva en mitad del desierto. Nos lamemos las heridas como podemos. El pasado nos duele. En este lado de la frontera cunde la soledad. Vemos la cruda realidad social: gentes que luchan en precario, como tú y yo, por salir adelante. Vamos en el mismo barco: se llama capitalismo, neoliberalismo si quieres, si te suena mejor economía social de mercado. Y los patrones que nos gobiernan no te quieren a ti, desean tu savia intelectual, sacar el máximo beneficio de tu cuerpo.
Algunos patrones son fascistas, otros de derechas y otros se dicen de izquierda democrática o moderada. Ninguno mira por ti: todos ansían exprimir tus ansias de libertad y tus necesidades materiales. ¿Te vas a dejar engañar por enésima vez?
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