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'Declaración', 'Daniel, la turquita y Victorio' y 'Cuatrocientas'

Una microficción y dos relatos breves

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Declaración


Amigo mío: Dejo constancia que preveo en nuestras próximas vidas, seducirte. Es con la esperanza de lograrlo que en nuestras próximas vidas estaré atenta a volver a conocerte y tratarte, acaso en nuestras respectivas adolescencias. Ansío que en nuestras próximas vidas sostengamos nuestros buenos humores. Habré de preferirte más crítico que en ésta, menos voluntarista y bien pensado. Opino que mi influencia será rotunda, por no decir arrasadora. Y el así inferirlo, me hace feliz. Amigo mío que habrás de quedar en nuestras actuales vidas, ya en curso y muy avanzadas, en amigo mío, te acaricio el alma con mi confeso platonismo. Muy pronto serás alcanzado por este mensaje, el que, deseo, te sorprenderá. ¿Habrás de responderlo? Yo, Agustina, te saludo.


Daniel, la turquita y Victorio

          

Daniel trabajaba en la misma empresa que Victorio. Y la turquita ocupaba un departamento de planta baja al lado del de Daniel. Daniel estudiaba periodismo y en la compañía agropecuaria era poco más que cadete. La turquita era una mujer ordinaria que convivía con un púber lamentable, su hijo; con su mamá, carcajeando exasperada y baldeando calzada con zapatos de hombre, negros los zapatos, bastante nuevos y sin cordones; y con su papá, sólo un jubilado. La turquita trabajaba en la vereda. Tenía una discreta colección de clientes motorizados. Cobraba poco, conversaba con los vigilantes, festejaba alguna ocurrencia chancha. No usaba cartera y en invierno, más abrigada, se la advertía menos ridícula. Sacaba a Juancho por la cuadra, un galgo ruso, lo cual, claro está, desentonaba. En ocasiones, alguna amiga de su gremio se instalaba con ella. Daniel también se instalaba con ella cada tanto, unos minutitos.

          

Victorio era el contador de la empresa. En la flor de la edad, naufragaba con su hombría, pero no renunciaba (al menos en cierto nivel declamatorio). Así le salió en el comentario analítico del test al que fue sometido por Daniel: una de las materias de la carrera le requería algún entrenamiento psicológico. Había en la oficina quienes sospechaban que Victorio estaba enamorado de Daniel. Era notorio el cambio desfavorable de su humor cuando Daniel, por teléfono, parecía concertar una cita con una chica. Victorio se jactaba de no dormir más de cuatro horas diarias, de bañarse siempre con agua fría “para templarse”, de mantener a la viuda y a los críos de su hermano mayor, de haber obtenido tres títulos universitarios. Se vanagloriaba, además —Daniel registraba los latiguillos en una libreta—, de sus autodenominadas “extrema sensibilidad”, “fuerte temperamento” y así siguiendo. Victorio relataba anécdotas que denotaban encomiables virtudes. Dos ejemplos: dio cobijo y salame de Milán con pan negro y cerveza a un conscripto que le había solicitado unas monedas; donó gran parte de su fastuosa biblioteca a una escuela rural. Promocionaba rectitud, tacto, cordura, ecuanimidad, espíritu de sacrificio, sencillez, hidalguía. Y se embelesaba con el escepticismo y, en algunos aspectos, la falta de escrúpulos de Daniel.

          

Después del test que Daniel le devolvió con el crudo y técnico informe, empezó Victorio a desbarajustarse. Tuvo abundantes gestos de maltrato para con Daniel (y de rebote, para con otros empleados), se fatigaba y aturdía de golpe, apareció una mañana con impresionantes ojeras y eccema, retrasado, sin saludar, con desaliño. Explicó que había recibido en su domicilio un sobre con una fotocopia perfumada del test. Tres empleados habían recibido en sus domicilios, sin perfumar, otras fotocopias. El deterioro físico y psíquico de Victorio se fue agudizando, así como el malestar de Daniel. ¿Cómo combatir la infección?

          

La turquita se avino a levantarse a Victorio a la salida de la oficina, retribuyendo a Daniel por gauchadas propias de buenos vecinos. Y logró desflorar a Victorio, según Victorio le confesó entre hipos y lágrimas de emoción y gratitud. Y él volvió a ser el triunfador de costumbre, el sabelotodo, el resolutivo. Pero sus embelesos con Daniel, aunque no del todo, se extinguieron. La turquita se convirtió en su remunerada proveedora de afecto de los domingos y los miércoles, se ven alguna película erótica o risueña o sentimental y toman helado o comen hamburguesas. Ahora Victorio menta a mujeres finas que va conociendo en recepciones de la embajada norteamericana o en el hall del Colón, y a otras damas inteligentes con las que alterna, da a entender que a todas enloquece, que es un regio partido, buscado, no hay duda, profesional, soltero, con vivienda, culto, acomodado...



Cuatrocientas

          

Ocurrirá hoy. Ojalá resulte memorable. Digna esta Mariela para ser “la cuatrocientas”. Tal vez se lo diga. Tal vez no pueda contenerme, y ya que se fue estableciendo circulación confesiva... Sí, si funciona como espero, después de serlo, sabrá que ha sido “mi cuatrocientas”. Bonita cifra para un gentilhombre anónimo que todavía tiene su arrastre manteniéndose en forma, sin fumar ni comer ni beber en exceso, haciendo gimnasia, en fin, cuidando, sin matarme, la salud y el aspecto. Tengo a quien salir: mi padre: ducho, un estilista. “El traje de confección de la monogamia”, sentenciaba mi madrastra, “nunca le sentó”. A ella tampoco: “mi número uno”. Yo estaba abombado, sin ganas de levantarme para ir al colegio. Me reanimó con su terapéutica, envalentonándome, mi emprendedora y experta madrecita, docente, brisa despejadora, contando yo doce años, cincuenta y seis meses antes de que mi viejo la rajara. Después desfilaron hasta concreciones copulativas las siguientes trescientas noventa y ocho. En realidad, descartando a las que no me concedieron chance reivindicatoria tras haberme sobrevenido I. D. O. P. (indeseabilísimas dificultades operativas persistentes), en primeras encamadas. 


Ésas (minas jodidas) se me quedaron (no podría ser de otro modo) atravesadas. Fueron siete. No figuran en mi lista. Lista que fui conformando desde pichón, con seriedad: nombres, apellido, seudónimo, edad o edad aproximada, lugar de nacimiento, estado civil, señas particulares, actividad laboral y/o estudiantil, cantidad de hijos y otros datos familiares interesantes, instancias de la erótica, observaciones. No sumo tampoco a las veintitrés yirantas. Sólo a las que lo hicieron conmigo por amor o antojo. Con añosas fue siempre mi debilidad, mi propensión, lo más excitante. Con la única que logré eyacular seis veces en un mismo viaje carnal, durante varias horas, desde luego, había una distancia de cuatro décadas. 


Yo andaba en mi apogeo gonadal. Fue cuando decidí no entrar a la universidad por más que me tiraba arquitectura. Algunas mujeres obtendrían resonancia pública: Julia Zabriurdián Nilsse como ensayista, periodista y empresaria: la traté cuando ella concluía el colegio secundario; Ivonne Iris Barnichitsi como especialista en esterilidad; Zoé como modelo y actriz. A otras las conocí ya notorias. “La cien” no fue comunicada de su ubicación en mi lista, pero a “la doscientas” se lo dije, la platinada señora de Szterenbirgt. La divirtió el honor. Me regaló un reloj carísimo y me rogó que la retribuyera con un recuerdo. Le obsequié un corpiño rosa, bordado, muy fino, que habían dejado debajo de mi almohada. Le quedó perfecto, no tuvo escrúpulos, y le produjo un recóndito regocijo: así es de fascinante el alma femenina. En cambio, “la trescientas” lo tomó pésimo y, además, no me creyó. La pobre chica carecía de humor. Acaso no valga la pena correr ese albur con ésta de hoy. A ésta de hoy me agradaría volver a verla, así, cada tanto, añadirla a quienes en la actualidad ya tengo en danza, llamarla para cuando me deprimo, para cuando se me arma un bache, para cuando agonizo en la estacada. Si sigo dándome máquina, soné. Mejor voy vistiéndome y rumbeo para la casa de Mariela, que a las nueve se largan los papis a Chubut y queda como única ama de la vivienda y de mi palpitar, esa cosita que estoy más impaciente que la puta que me parió, como si me estuviera por estrenar; como si no hubiera llegado a fifar con cinco pares de hermanas; como si nunca hubiese concertado citas (o arrebatado números telefónicos) con diez u once mujeres un sábado desde el crepúsculo hasta las dos de la mañana, siendo yo un pintón y rápido veinteañero; como si nunca me hubiese acostado, por primera vez, hasta con cuatro en una misma semana; como si jamás lo hubiera hecho, como por turnos, con tres en un lapso de veinticuatro horas; como si me fuera a casar con Mariela o con cualquier otra; como si estuvieran por donarme la Cordillera de los Andes en reconocimiento a mi vigencia en el arte amatorio; como si hoy me certificaran, y con la firma de Dios autenticada por peritos calígrafos, que no volveré a sufrir, ni a sobresaltarme, ni a padecer ataques de desasosiego; como si, precisa e ineludiblemente hoy, después de las nueve de esta mañana de invierno y en domingo lluvioso, fueran a ungirme con algún otro sentido para mi vida de soltero alienado. 


68 Rolando Revagliatti en diciembre 22   Foto Flavia Revagliatti

Una microficción y dos relatos breves

'Declaración', 'Daniel, la turquita y Victorio' y 'Cuatrocientas'
Rolando Revagliatti
miércoles, 15 de febrero de 2023, 08:47 h (CET)

Declaración


Amigo mío: Dejo constancia que preveo en nuestras próximas vidas, seducirte. Es con la esperanza de lograrlo que en nuestras próximas vidas estaré atenta a volver a conocerte y tratarte, acaso en nuestras respectivas adolescencias. Ansío que en nuestras próximas vidas sostengamos nuestros buenos humores. Habré de preferirte más crítico que en ésta, menos voluntarista y bien pensado. Opino que mi influencia será rotunda, por no decir arrasadora. Y el así inferirlo, me hace feliz. Amigo mío que habrás de quedar en nuestras actuales vidas, ya en curso y muy avanzadas, en amigo mío, te acaricio el alma con mi confeso platonismo. Muy pronto serás alcanzado por este mensaje, el que, deseo, te sorprenderá. ¿Habrás de responderlo? Yo, Agustina, te saludo.


Daniel, la turquita y Victorio

          

Daniel trabajaba en la misma empresa que Victorio. Y la turquita ocupaba un departamento de planta baja al lado del de Daniel. Daniel estudiaba periodismo y en la compañía agropecuaria era poco más que cadete. La turquita era una mujer ordinaria que convivía con un púber lamentable, su hijo; con su mamá, carcajeando exasperada y baldeando calzada con zapatos de hombre, negros los zapatos, bastante nuevos y sin cordones; y con su papá, sólo un jubilado. La turquita trabajaba en la vereda. Tenía una discreta colección de clientes motorizados. Cobraba poco, conversaba con los vigilantes, festejaba alguna ocurrencia chancha. No usaba cartera y en invierno, más abrigada, se la advertía menos ridícula. Sacaba a Juancho por la cuadra, un galgo ruso, lo cual, claro está, desentonaba. En ocasiones, alguna amiga de su gremio se instalaba con ella. Daniel también se instalaba con ella cada tanto, unos minutitos.

          

Victorio era el contador de la empresa. En la flor de la edad, naufragaba con su hombría, pero no renunciaba (al menos en cierto nivel declamatorio). Así le salió en el comentario analítico del test al que fue sometido por Daniel: una de las materias de la carrera le requería algún entrenamiento psicológico. Había en la oficina quienes sospechaban que Victorio estaba enamorado de Daniel. Era notorio el cambio desfavorable de su humor cuando Daniel, por teléfono, parecía concertar una cita con una chica. Victorio se jactaba de no dormir más de cuatro horas diarias, de bañarse siempre con agua fría “para templarse”, de mantener a la viuda y a los críos de su hermano mayor, de haber obtenido tres títulos universitarios. Se vanagloriaba, además —Daniel registraba los latiguillos en una libreta—, de sus autodenominadas “extrema sensibilidad”, “fuerte temperamento” y así siguiendo. Victorio relataba anécdotas que denotaban encomiables virtudes. Dos ejemplos: dio cobijo y salame de Milán con pan negro y cerveza a un conscripto que le había solicitado unas monedas; donó gran parte de su fastuosa biblioteca a una escuela rural. Promocionaba rectitud, tacto, cordura, ecuanimidad, espíritu de sacrificio, sencillez, hidalguía. Y se embelesaba con el escepticismo y, en algunos aspectos, la falta de escrúpulos de Daniel.

          

Después del test que Daniel le devolvió con el crudo y técnico informe, empezó Victorio a desbarajustarse. Tuvo abundantes gestos de maltrato para con Daniel (y de rebote, para con otros empleados), se fatigaba y aturdía de golpe, apareció una mañana con impresionantes ojeras y eccema, retrasado, sin saludar, con desaliño. Explicó que había recibido en su domicilio un sobre con una fotocopia perfumada del test. Tres empleados habían recibido en sus domicilios, sin perfumar, otras fotocopias. El deterioro físico y psíquico de Victorio se fue agudizando, así como el malestar de Daniel. ¿Cómo combatir la infección?

          

La turquita se avino a levantarse a Victorio a la salida de la oficina, retribuyendo a Daniel por gauchadas propias de buenos vecinos. Y logró desflorar a Victorio, según Victorio le confesó entre hipos y lágrimas de emoción y gratitud. Y él volvió a ser el triunfador de costumbre, el sabelotodo, el resolutivo. Pero sus embelesos con Daniel, aunque no del todo, se extinguieron. La turquita se convirtió en su remunerada proveedora de afecto de los domingos y los miércoles, se ven alguna película erótica o risueña o sentimental y toman helado o comen hamburguesas. Ahora Victorio menta a mujeres finas que va conociendo en recepciones de la embajada norteamericana o en el hall del Colón, y a otras damas inteligentes con las que alterna, da a entender que a todas enloquece, que es un regio partido, buscado, no hay duda, profesional, soltero, con vivienda, culto, acomodado...



Cuatrocientas

          

Ocurrirá hoy. Ojalá resulte memorable. Digna esta Mariela para ser “la cuatrocientas”. Tal vez se lo diga. Tal vez no pueda contenerme, y ya que se fue estableciendo circulación confesiva... Sí, si funciona como espero, después de serlo, sabrá que ha sido “mi cuatrocientas”. Bonita cifra para un gentilhombre anónimo que todavía tiene su arrastre manteniéndose en forma, sin fumar ni comer ni beber en exceso, haciendo gimnasia, en fin, cuidando, sin matarme, la salud y el aspecto. Tengo a quien salir: mi padre: ducho, un estilista. “El traje de confección de la monogamia”, sentenciaba mi madrastra, “nunca le sentó”. A ella tampoco: “mi número uno”. Yo estaba abombado, sin ganas de levantarme para ir al colegio. Me reanimó con su terapéutica, envalentonándome, mi emprendedora y experta madrecita, docente, brisa despejadora, contando yo doce años, cincuenta y seis meses antes de que mi viejo la rajara. Después desfilaron hasta concreciones copulativas las siguientes trescientas noventa y ocho. En realidad, descartando a las que no me concedieron chance reivindicatoria tras haberme sobrevenido I. D. O. P. (indeseabilísimas dificultades operativas persistentes), en primeras encamadas. 


Ésas (minas jodidas) se me quedaron (no podría ser de otro modo) atravesadas. Fueron siete. No figuran en mi lista. Lista que fui conformando desde pichón, con seriedad: nombres, apellido, seudónimo, edad o edad aproximada, lugar de nacimiento, estado civil, señas particulares, actividad laboral y/o estudiantil, cantidad de hijos y otros datos familiares interesantes, instancias de la erótica, observaciones. No sumo tampoco a las veintitrés yirantas. Sólo a las que lo hicieron conmigo por amor o antojo. Con añosas fue siempre mi debilidad, mi propensión, lo más excitante. Con la única que logré eyacular seis veces en un mismo viaje carnal, durante varias horas, desde luego, había una distancia de cuatro décadas. 


Yo andaba en mi apogeo gonadal. Fue cuando decidí no entrar a la universidad por más que me tiraba arquitectura. Algunas mujeres obtendrían resonancia pública: Julia Zabriurdián Nilsse como ensayista, periodista y empresaria: la traté cuando ella concluía el colegio secundario; Ivonne Iris Barnichitsi como especialista en esterilidad; Zoé como modelo y actriz. A otras las conocí ya notorias. “La cien” no fue comunicada de su ubicación en mi lista, pero a “la doscientas” se lo dije, la platinada señora de Szterenbirgt. La divirtió el honor. Me regaló un reloj carísimo y me rogó que la retribuyera con un recuerdo. Le obsequié un corpiño rosa, bordado, muy fino, que habían dejado debajo de mi almohada. Le quedó perfecto, no tuvo escrúpulos, y le produjo un recóndito regocijo: así es de fascinante el alma femenina. En cambio, “la trescientas” lo tomó pésimo y, además, no me creyó. La pobre chica carecía de humor. Acaso no valga la pena correr ese albur con ésta de hoy. A ésta de hoy me agradaría volver a verla, así, cada tanto, añadirla a quienes en la actualidad ya tengo en danza, llamarla para cuando me deprimo, para cuando se me arma un bache, para cuando agonizo en la estacada. Si sigo dándome máquina, soné. Mejor voy vistiéndome y rumbeo para la casa de Mariela, que a las nueve se largan los papis a Chubut y queda como única ama de la vivienda y de mi palpitar, esa cosita que estoy más impaciente que la puta que me parió, como si me estuviera por estrenar; como si no hubiera llegado a fifar con cinco pares de hermanas; como si nunca hubiese concertado citas (o arrebatado números telefónicos) con diez u once mujeres un sábado desde el crepúsculo hasta las dos de la mañana, siendo yo un pintón y rápido veinteañero; como si nunca me hubiese acostado, por primera vez, hasta con cuatro en una misma semana; como si jamás lo hubiera hecho, como por turnos, con tres en un lapso de veinticuatro horas; como si me fuera a casar con Mariela o con cualquier otra; como si estuvieran por donarme la Cordillera de los Andes en reconocimiento a mi vigencia en el arte amatorio; como si hoy me certificaran, y con la firma de Dios autenticada por peritos calígrafos, que no volveré a sufrir, ni a sobresaltarme, ni a padecer ataques de desasosiego; como si, precisa e ineludiblemente hoy, después de las nueve de esta mañana de invierno y en domingo lluvioso, fueran a ungirme con algún otro sentido para mi vida de soltero alienado. 


68 Rolando Revagliatti en diciembre 22   Foto Flavia Revagliatti

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