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Estamos ante un momento de desorientación y pérdida de vínculos, en gran medida alentado por una cultura individualista. En esta situación es fácil que aparezcan formas sustitutivas de una convivencia social sana.
Algunos líderes y movimientos políticos explotan una afirmación reactiva de la identidad, una identidad sin tradición real, marcada por el resentimiento, el rechazo del otro y la nostalgia de un supuesto mundo perdido. Es un fenómeno a menudo alimentado por formas de religiosidad irracional que pretenden deducir de los textos sagrados reglas para la convivencia sin tener en cuenta la libertad y la autonomía de lo temporal.
Este caldo de cultivo nutre un mesianismo de izquierdas o derechas, rechaza que la política es necesariamente limitada, el equilibrio de las instituciones y la naturaleza deliberativa de la democracia.
El recuerdo se vuelca como una mezcolanza de diversidad humana cubierta de una lírica tan profunda como la marginación de la entonces tierra de nadie. Las burbujas eran tan profusas como la necesidad de sobrevivir de todos y cada uno de nosotros.
No hay duda de que don Tomás Díaz Ayuso tiene una oportunidad única para hacer que se rasquen los bolsillos cuantos miserables han colgado la lona con su imagen, dado que han incurrido en calumnias e injurias, a sabiendas de que los tribunales le exoneraron de todo lo que se le acusa.
Tenemos una anomalía grave en nuestro país. Tenemos una clase dominante en España, que ya no es española, es una oligarquía extranjera -sus beneficios dependen de su entrega al gran capital extranjero- a la que ya podemos llamar USAnder y no Santander, USAdrola y no Iberdrola, USAvial y no Ferrovial, y así sucesivamente. Y de la industria española, ¿qué? Veamos un ejemplo.
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