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Relato corto

Más allá del pánico

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Hace mucho tiempo que no venía a este lugar, donde tantos artistas y escritores debutamos, con nuestros primeros recitales, bajo la complicidad de los amantes de la cultura. Era un desfile interminable de personas que llenaban los pasillos. Murmullos, música, pisadas, el ir y venir, todos los días se intercambiaban los rostros en un marasmo de sensaciones. 


Hoy es otra cosa, la soledad reina por los cuatro costados. Algunos cuadros que aún permanecen en las paredes descuidadas, convergen con el tímido movimiento de las plantas del pequeño jardín. Silencio, mucho silencio y de vez en cuando una ínfima racha de viento misteriosa que eriza la piel. Las tres mesas de hierro pintadas de azul, son los únicos vestigios de cultura que permanecen en la sombra. Yo ocupo una de ellas y arremeto contra lo poco que queda del gran escenario. Al llegar me ha sorprendido encontrar a Anabel, una antigua amiga que resulta ser la encargada de atender a los visitantes que llegan por información. Me ha recibido con una fresca sonrisa y me ha consentido tanto con su saludo, que iniciamos una conversación sobre ella y sus puntos de vista más elementales de la vida, mezclándolos con mi perspectiva sobre las ultimas incidencias de la ciudad. Precavidos por necesidad, una mascarilla azul cubre su boca y nariz, mientras que la que llevo es blanca.


Es un placer saludarte Anabel ― le digo yo.

Igual, Moisés, tenía tiempo de no verte. ¿Estás fuera de León? ― Me preguntó un poco sorprendida.

Siempre sigo en la ciudad, pero más dedicado a escribir, con pocas salidas.

Que bien mi amigo, siempre productivo.

Así es Anabel, casualmente vengo a escribir un poco, pero veo que aquí todo ha cambiado. ¿Qué sucedió? ― le pregunté mientras recorría con la mirada el pequeño local desolado.

Alquilaron a la Universidad el 80% del local, y de la referente institución cultural, solo quedó esto que ve, mi amigo: una oficina, tres mesas y los recuerdos.

¡Qué lástima!, por lo que veo desapareció el alma de las actividades de la ciudad.

Ni más ni menos.

Bueno el aislamiento social es necesario, para evitar el contagio, mi amiga.

le decía mientras acomodaba mi mascarilla.

¿Por qué lo dice? ― me preguntó Anabel, mientras se rascaba un ojo.

Porque solo la encuentro a usted en un lugar solitario.

Ya entendí ― me dijo Anabel mientras saludaba a alguien que pasaba por la calle.


Los dos nos mirábamos con cierta prudencia, como si intentáramos detener las palabras que teníamos atrapadas en el pecho. Anabel se levantó para atender a tres estudiantes de lengua y literatura, que llegaban por información sobre algunos murales de la ciudad y después de brindarles lo solicitado, retornó a mi compañía y casi a quema ropa, me lanzó una retahíla de preguntas que yo diestramente atrapaba para su sorpresa. Preguntas alusivas a la pandemia que azotaba el mundo, todo lo relacionado a ello estaba impreso en sus palabras. Yo me divertía verla acomodándose en la silla de madera, cada vez que entraba una persona, y mirando para todos lados, como si temiera ser atrapada. Una chispa extraña irradiaba de su pupila.


Dicen que en china descubrieron que la pandemia no es un virus, sino una bacteria que puede curarse sin complicaciones― me dijo Anabel, como si aquella noticia fuera extraordinariamente una verdad absoluta.

Así leí en Facebook. Pero mientras tanto los desvanecimientos de la gente en las calles no se detienen. Los muertos por neumonía siguen en aumento y no digamos los infartos. ¿Sabías Anabel que la pandemia es sinónimo de neumonía y de infartos?

Es cierto lo que dices, mi amigo, sin embargo, las noticias no vinculan estos detalles.

No entiendo por qué no dicen la verdad de lo que ocurre.

Así estamos todos, con una incertidumbre espantosa, de espaldas a la verdad.

¿Y qué piensas, amigo, de todo este asunto?

Yo pienso, Anabel, que es mejor prevenir que lamentar.

Por eso me ve con esta mascarilla, que usted también lleva puesta.

Es que esta es la mejor medida preventiva contra la pandemia, y lavarse las manos constantemente.


Mientras conversábamos, se acercó de pronto una señora que se tapaba la nariz y la boca con un pañuelo, mientras se le escapaba un estornudo. Yo me separé rápidamente de la extraña mujer y Anabel se acomodaba su tapaboca mirándome de reojo. La mujer estaba inmóvil, entre los dos, como si esperara el momento oportuno para hablar, una vez que aquella sensación desagradable se lo permitiera.


Buenas tardes, me podrían…

No podía completar sus palabras porque cuando lo intentaba se le venía un estornudo.

Disculpe, pero me podría…. Volvía a estornudar.

Tranquila señora ― Guardando la distancia, Anabel trataba de sobre llevar el percance― si lo que desea es información, con mucho gusto la atenderé, solo dígame que desea.

Es que necesito….


Imposible que la extraña señora hablara, porque una serie de estornudos precedían sus palabras. Con el pañuelo entre sus manos, hundía su rostro moreno, desesperada, asfixiante, a tal extremo que buscó una silla donde sentarse, mientras cesaba aquella alergia fatal. Mi amiga le acercó una silla de madera, con mucha prudencia, a la vez que me lanzaba una mirada nerviosa, por lo que aquella situación nos proporcionaba. Un silencio espectacular reino en el ambiente, que solo era quebrado por el sonido que expelía la señora por su boca. Yo le hice señas a mi amiga que iría al baño. Cuando me alejaba en mis pensamientos se acrecentaba una extraña incertidumbre, porque la exposición de aquella mujer, socavada talvez por un simple resfrío o quizás bajo la influencia de una muerte inevitable, era como una advertencia. La situación no era para menos. Cualquiera era sospechoso en la ciudad por la simple razón, que no existía ningún tipo de control sanitario, ni acciones preventivas por el bien común. Las autoridades habían provocado un escándalo internacional, con sus actitudes contrarias a las establecidas por las OMS que sencillamente eran el aislamiento social, y sobre todo las medidas de higiene. 


Cada día el impacto de la pandemia se notaba en las calles y avenidas desoladas. Los únicos establecimientos abiertos, eran solo fachadas gubernamentales para dar a entender que no había que temer, ni protegerse, porque en la ciudad no pasaba nada. Pero la realidad era otra, otra la verdad que acechaba desde los bastiones más vulnerables de la región. Mientras los informes del ministerio de salud parecían ser una absurda exposición que se repetía brutalmente, la misma retorica cansada: «solo hay dos muertos, dos recuperados en estado controlable y dos nuevos casos». 


A medida que pasaban los días, las semanas, aquel informe se había reducido a 30 palabras, que dejaban a un más confundida a la gente. El de esta mañana por ejemplo sobre que «las pruebas se realizarán a los casos que lo ameriten», ¿Qué significaban aquellas palabras, cuando el mundo entero se encontraba en estado de shock, por el Covid 19? Yo quedé más perdido que un perro en misa. Sin embargo, esta era la realidad que nos abofeteaba el rostro. Una letal sintonía en pro del contagio. Y esto me hace pensar en los vendedores de los mercados, que si venden comen y si no se mueren de hambre. El vendedor ambulante que va por la vida ofreciendo sus productos, una forma indirecta de mendigar una moneda, ofreciendo cosas talvez innecesarias. Pienso en esos pobres luchadores por el pan de cada día, que arriesgan sus vidas, ya que se les imposibilita quedarse en casa como medida de protección, ¡imposible! Si no los mata la pandemia, los mata el hambre. Es una triste y desgarradora verdad, pero ¿que nos queda en este valle de sombras? Yo cumplo con las recomendaciones impuestas, pero las demás personas no lo hacen, yo tengo, como muchos, que salir en la rebusca, para realizar el día a día que en estos momentos está muy difícil. Lo cierto es que protegido como me encuentro, con mi mascarilla permanente y el alcohol que llevo entre mis cosas, estoy claro que esto no me aleja del contagio, sin embargo, soy precavido. Como el sida que ni tiene rostro ni tiene cura, igual sucede con esta pandemia, no sabemos con exactitud quien está infectado.


Como el asintomático, personas que dan la apariencia de encontrarse saludables, pero son portadoras de una muerte inevitable. Y esto solo se pude saber a través de las pruebas que desgraciadamente aquí no se realizan. Tampoco puedo obviar la apertura de los colegios públicos y las universidades, en particular no aparto de mi mente el colegio más grande de la ciudad, con más de mil alumnos por turno, son tres turnos, donde los estudiantes están hacinados y donde un brote, Dios no lo quiera, sería de un impacto impredecible. Y esto sin mencionar las universidades, que permanecen abiertas, también a la espera de que el milagro se efectúe, y no entre la sombra de la muerte en las aulas repletas también de jóvenes estudiantes.


Hoy me contó mi primo, que es trabajador social en el centro de salud del paso real, que por cada familia del lugar hay un infectado de covid 19, y que los pobladores han intentado quemar las casas ― interrumpió mi amiga Anabel, mis pensamientos, con aquella mirada imperturbable hacia la mujer constipada ― y nadie informa sobre este hecho tan grave.

Entre si sea cierto o no, media un espacio de fe que neutraliza nuestro miedo― decía esto a la vez que calculaba la distancia de la mujer y la mía, pensado hasta donde llegarían las goticulas si expulsaba un severo estornudo, como los que a veces me sorprenden en las madrugadas.


Todo era paciencia en nuestro entorno, una espera silenciosa, pues ambos deseábamos que aquella visita inoportuna se marchara. Me senté al lado de Anabel, a metro y medio de la intrusa, que simulaba mirar a las paredes donde estaba pintado un crucifijo en medio del mar, y tapándose la cara con el pañuelo dejaba escapar estornudos tras estornudos precedidos de tos. Lo cierto es que el cuadro que presentaba la mujer era un peligro inminente para nosotros. Observándola, las imágenes de personas desvaneciéndose en las calles de Guayaquil en ecuador, eran más recurrentes e intensas y las comparaba con desvanecimientos que algunas personas de la ciudad habían experimentado, y las autoridades achacaban al inclemente calor del verano. Bueno la duda seguía creciendo y por lo menos una gran mayoría de la población relacionaba directamente estos hechos con el mortal virus, el enemigo invisible, el asesino rastrero de tantas muertes en el mundo. Las camionetas ruteras y los buses urbanos viajaban repleto de personas sin la más mínima protección.


Pero el horror se hizo presa de una de estas unidades, cuando un pasajero tuvo un cuadro de tos tan terrible, que la unidad de transporte se detuvo de ipsofacto, y entre todos los pasajeros bajaron al pobre hombre y lo dejaron tirado en una acera. El pánico cundió en todos los que abordaban la ruta, sin embargo, no vi a uno solo de ellos con sus mascarillas puestas, todos apretujados como animales al matadero. Estos detalles desgarradores no estarán nunca en un informe gubernamental, porque se debe promulgar la normalidad de una ciudad que muere a escondidas. Y mientras el resto de países amigos, pregonan a todas luces que se deben proteger del contagio, con medidas preventivas como el uso de cubre bocas y la suspensión de toda actividad comercial y de diversión, aquí en nuestro paisito nada de eso sucede, al contrario, se prolifera el aglutinamiento desmedido, y la realización de actividades masivas, con el slogan de que Dios está con nosotros y nada sucederá.


¿Qué corona tenemos, para que exclusivamente nuestra región no sea alcanzada por la pandemia? Desde que me levanto cargo esta pregunta como una cruz muy pesada y la comparto con mis amigos de confianza, porque es imposible que no seamos atrapados por el virus. ¿Qué nos pasa?

¿Por qué esta locura? ¿Acaso toreando a la muerte, esta huirá de nosotros? Mi amiga se ha levantado a atender a otros visitantes, quedando la extraña mujer sola en la silla de madera, inmóvil, disimulando su estado. Yo también regresé al fondo, sin perder de vista a la intrusa, que parecía aferrarse a la tromba de un estornudo. La tenía frente a mi como a cinco metros de distancia. Advertía en su postura un concierto de ademanes, sus manos temblaban cuando se acomodaba los lentes o rosaba su rostro con los dedos. Pero lejos de querer marcharse, más se aferraba al lugar. Por un momento mi alegría fue una falsa alarma, porque la vi levantarse, pensando que se marcharía, pero cuando adiviné su intención de acercarse a mí, inmediatamente me puse de pie deteniendo su impulso.


¿Qué se le ofrece señora? ― le pregunté mientras aseguraba mi mascarilla. La mujer se detuvo y tapándose la boca con el pañuelo me dijo:

¿Me puede prestar el baño?


Quedé mudo por unos instantes, sin poder responderle, pues pensaba que, si aquella señora entraba al sanitario, lo dejaría contaminado, a la vez que observaba su romance con aquel pañuelo envenenado. Tos y estornudo, estornudo y tos, era la secuencia desgarradora de aquella pesadilla. Yo esperaba desde lo más `profundo que aquella mujer y bajo ninguna circunstancia fuera sorprendida por aquel acto viral y tosiera o estornudara sobre nosotros, ese era el temor. Sin embargo, no tuve más remedio, que por compasión más que por otra causa, señalarle el lugar del sanitario, donde inevitablemente se metió, ya que Anabel se encontraba al otro extremo. La escuchaba quejarse en el inodoro, era como una lucha de sonidos estremecedores mientras me aferraba al único salvavidas que era mi mascarilla. Anabel terminó su atención al público y regresó a donde me encontraba.


¿Y la señora? ― me preguntó.

Ahí está en el baño― le respondí.


Al mismo tiempo los dos clavamos la mirada en la puerta del baño, donde un pequeño dibujo sugería lavarse las manos y jalar la cadena. Permanecimos en silencio, esperando que la intrusa saliera del sanitario y se marchara lejos de nosotros.


Cinco, van cinco muertos el día de hoy, me acabo de enterar por los señores que acabo de atender. ― Anabel me decía esto con la mano derecha abierta.

Es seria la cosa, Anabel, y me enardece la cantidad de personas que aun piensan que todo está normal, que no pasa nada aquí.


Dije yo, mientras recordaba un suceso ocurrido por la mañana, a una vendedora de frutas del mercado la terminal, mientras pregonaba sus productos a la gente que pasaba. Se detuvo ante ella un muchacho que cargaba una maleta en cada mano, con la mirada fija en las frutas, indeciso por ordenar lo que pensaba llevar. La vendedora a la expectativa, con una bolsa plástica en mano, lista para llenarla con lo que aseguraba, le pediría el cliente. Entonces sucedió lo inesperado, el hombre hizo un gesto con la boca, la que lentamente abría, ante la mirada atónita de los que estaban cerca. Eran segundos de tensión. El hombre buscaba donde poner las maletas, pero la suciedad del suelo se lo impidieron, era una porquería. El hombre con las maletas en las manos, observando, incomodo, hasta que de un momento a otro y a la velocidad con que se escapan las moscas del manotazo, sobre todos los curiosos, dejó escapar un sonoro estornudo que fue absorbido por la vendedora, quien pegó un brinco hacia atrás con tanta agilidad, que terminó empotrada en un canasto de piñas.


Y aquel hombre, cabizbajo, apenado por lo sucedido, con sus maletas limpias, sintiendo como si hubiera cometido un delito grave, siguió su camino, perdiéndose en la multitud. A lo lejos solo se escuchaba el grito enfurecido de la vendedora:


Imbécil, me bañaste toda y no me compraste nada.


Fue entonces cuando ya más calmada, saco una mascarilla floreada de su delantal y se lo puso, para continuar el trajín del día. Las personas van por la vida con un temor horrible, inseguras, vulnerables, tratando de esquivar a los demás, pero es un acto casi imposible, porque en el momento más inoportuno alguien te acecha y te confunde. Anabel y yo conocemos los riesgos que implica nuestras labores, porque su función consiste en la atención a un público desalmado, que la aborda a cada instante, sin la más mínima precaución ni protección, aun así, Anabel permanece firme a su propósito de vida, aunque sabe que talvez un cubre boca no la haga inmune al contagio, pero por lo menos se siente más segura. Yo, por el contrario, no me debo a ningún empleador, sino a lo que escribo, yo decido si hago tal o cual cosa, pero igual que ella, estoy expuesto por la simple supervivencia, tengo que salir y relacionarme con los demás de alguna manera o de otra.


Hace treinta minutos que la intrusa se internó al sanitario y no ha salido. Le comparto a Anabel mi preocupación. Seguimos escuchando la batalla de los estornudos con la tos, sonidos que se mezclan con la carrocería que pasa por las calles. Ahora solo los dos nos hemos quedado sujetos a una conversación inconclusa, fracturada por la presencia de aquella extraña mujer que nos tiene en alerta, hasta siento de pronto que me pica la garganta y una sensación caliente en mi pecho. El calor es insoportable y se ha detenido el viento. Y cuando siento el deseo de ponerme de pie, uno de los murales que hay en las paredes me llama la atención. Un viejo que en actitud suplicante sostiene una daga en unas de sus manos, mientras el reflejo de la luna perece en las arrugas de su frente. Anabel se ha acercado silenciosa, y extrañamente los dos somos absorbidos por aquella pintura, de espaldas al pequeño jardín.


No le había puesto cuidado a esta pintura ― me dice ella.

Es muy rara, me inspira tristeza ― le digo yo.

Es curioso que nadie advirtiera este mural. Nadie me ha dicho algo de él.

Es extraño, porque es el más impactante que veo yo.

Sí, es muy raro. Hasta ahora me di cuenta.

Fíjate en esos árboles, tienen la forma de brazos que imploran al cielo.

Y esos ojos del anciano, muy expresivos, llenos de odio o compasión.

Es cierto, hasta siento un escalofrío al mirar sus ojos.


Por un momento, contemplando el arte del mural nos olvidamos de la intrusa, y nos dejamos llevar por las incidencias del paisaje.


«Dos metros de distancia es la diferencia entre la vida y la muerte» ― pensaba sin apartar la mirada de la pintura.


Anabel giró su cabeza hacia mí, como si hubiera escuchado mis pensamientos, y lentamente hizo distancia, lo que no advertí, porque mi contemplación estaba en aquellas imágenes de la obra, que parecían moverse como si trataran de transferir un mensaje que no lograba descifrar.


La tarde se iba poniendo vieja y su investidura se mezclaba con nuestra incertidumbre, contodo lo que una mente enferma de pánico puede demostrar. Huíamos desesperadamente de cualquier contagio, pero el contagio no se alejaba de nosotros, pues siempre estaba latente, con sus pulsaciones al rojo vivo, en cualquiera de nuestros espacios. Anabel regresó a su escritorio, expectante, anotando en una libreta su acostumbrado informe del día. Y yo a sus espaldas, tratando de atrapar detalles de una historia constipada. Olvidados los dos, por unos segundos, de la imagen intrusa de unos minutos atrás. Como una foto estampada en mitad del cerebro, la imagen de una anciana que exhalaba el último suspiro al borde de una acera, solitaria, con su mascarilla asida de su mano derecha, mientras los del barrio esperaban el momento propicio para bañarla de gasolina y prenderle fuego, según ellos para quemar el virus que se había apoderado de la infortunada. Pavor elevado a la última potencia, todos huyendo hacia el precipicio por no cumplir las medidas básicas de prevención. Pánico como el manifestado por cuatro ciudadanos que cargaban sobre sus hombros una camilla con el muerto de las últimas horas, por la pandemia. Y mientras uno de los cuatro perdía el equilibrio, la camilla con todo y difunto se estrellaba brutalmente en el suelo, y todos salían corriendo despavoridos, bajo los insultos de uno de los lugareños que vivía en frente, que maldecía y ordenaba que no lo dejaran en el lugar: «Oigan, llévense a su muerto, no lo dejen aquí hp». Pánico. Si alguien estornuda, pánico. Si toce, pánico. Sin embargo, de una camioneta rutera, menos de la mitad lleva un cubrebocas o un pañuelo en el rostro.


Estamos desinformados, los datos oficiales continúan con las mismas estadísticas, sin embargo, un grupo de médicos epidemiólogos, especialistas en la materia, sigue su ardua labor de transmitir la verdad del asunto, con cifras que van en un aumento escalofriante, de contagios y de muertes. Las redes sociales se desbordan con argumentos que va más allá de los razonamientos. Videos de ultratumba, donde sospechosamente en las madrugadas se llevan a cabo entierros clandestinos, decesos incontables de pacientes con supuesto cuadro de neumonía atípica o de infartos. Y según los especialistas, apenas inicia la curva de contagios del covid 19. Y yo pregunto: ¿Hasta cuándo tomaremos conciencia de la realidad que nos circunda? Los rostros de la gente que van por las calles de la ciudad, impregnados de miedo y desconfianza, son una premonición desconcertante, de que algo no está funcionando bien aquí.


Veo que Anabel se esmera atendiendo a las personas que llegan, protegida con su mascarilla y frotándose a cada instante las manos con alcohol, y pienso si todo este ritual desinfectante nos protegerá de la pandemia, si de alguna forma nos rozamos sin querer con otros y tocamos inconscientemente diversas superficies. Aunque sabemos que solo hay tres maneras de transmisión que son por la nariz, los ojos y la boca. Me desplazo hacia donde se encuentra mi amiga, la encuentro meditabunda.


Sabes― me dice ella―siento un pequeño malestar de cabeza.

Debe ser por el exceso de trabajo que te he visto realizar desde que vine― le digo yo.

Puede ser. Hoy sí que he atendido a bastantes personas.

Sabes Anabel, estaba pensando, talvez te suene algo raro, pero ¿te has dado cuenta que tenemos desprotegidos los oídos?

Es verdad ― me contesta Anabel, al mismo tiempo que inspecciona sus oídos con los dedos― si también son conductos abiertos por donde penetra el aire.

Los médicos sabrán por qué no son villas de contagio. También me di cuenta de algunos animales domésticos como los gatos y los perros, sus dueños les cubren con plástico las patas, pues dicen que pueden transmitir el virus.

Yo escuche en las noticias que se conocía el caso de un tigre de un zoológico, que dio positivo de covid 19, eso sí, que solo era un caso. Después no han dicho más sobre el asunto.

Dios nos proteja, mi amiga, que incertidumbre la nuestra.


Cuando terminaba de hablar, noté algo extraño en el rostro blanco de Anabel, se fue poniendo rojito, y en un santiamén se levantó de la silla, como si me advirtiera sobre algo malo, me hizo señas con su mano un poco temblorosa. Yo trataba de descifrar sus gestos corporales, cuando de pronto sentí que alguien se acercaba a mis espaldas. Me invadió un miedo extraño y lentamente me giré, solo para encontrarme frente a frente con la intrusa del pañuelo. Me había olvidado de su existencia. De un momento a otro aquella mujer con la cara desnuda, me clavó una mirada lúgubre que estremeció mi humanidad. Permanecí inmóvil ante aquel espectro de mujer, Igual Anabel, estábamos literalmente petrificados. 


Fue entonces que la mujer abrió en fracciones de segundos su boca, como en cámara lenta, como para decirnos algo, pero en vez de palabras emergió desde las profundidades del infierno un eco húmedo y sonoro que salpico todo mi rostro. Sin embargo, en mis pensamientos sentía una leve tranquilidad ya que la protección era mi prioridad, pero a la vez presentía algo, no sabía qué, pero ahí estaba la duda mortificando mis sentidos. Anabel con la cara más enrojecida, balbuceaba mientras con su mano derecha daba pequeños jalones a su mascarilla, mirándome fijamente, mi interpretación fue que estábamos seguros y sin problemas. Hasta que una sensación tenebrosa comenzó a invadirme, sentí que la cara se me adormecía, fue entonces que, guiado por un impulso involuntario, deposité la mirada en la mesa metálica donde estaban mis cosas y fue ahí, ¡Qué horror! En un borde de la mesa descubrí como una maldición, la forma más cruel de la existencia, ahí se encontraba mi mascarilla, no lo podía creer, no me había dado cuenta en qué momento me había desprendido de ella. Me llevé las manos al rostro con desesperación pues me di cuenta que todo el sumo de aquel estornudo había quedado en mi rostro y hasta me lo había tragado.


Antes de cometer una locura en la extraña mujer, pues sentía un deseo insoportable por estrangularla, decidí mejor regresar a mi mesa metálica y me desplomé en la silla. La miraba de largo, sus gesticulaciones eran una burla para mí, cada vez que estornudaba o tosía, sentía que me destrozaba las vísceras. La vi avanzar hacia la salida, Anabel iba detrás de ella como para cerciorarse que no regresara, hasta que la vi desaparecer de mi vista. ¿Y ahora para qué? ¿Qué razón tenía aquella mujer para invadir nuestro territorio y envenenarme? 


Anabel me mira de largo con preocupación, pero no se acercó. Reinó el silencio. Miraba con odio mi mascarilla, abandonada en el momento más inoportuno. Recogí mis cosas y ya con la mascarilla puesta, le hice un pequeño saludo a Anabel quien solo alcanzó a decirme: «Dos metros de distancia es la diferencia entre la vida y la muerte». Yo asentí con la cabeza y me largué por las calles a pasos de funeral. Iba aturdido, desvaneciéndome en las avenidas, con todas las imágenes mortuorias girando en mi cabeza. Tanta precaución quebrada en un descuido. De repente me abordó un mareo que me obligó a sentarme en una de las bancas del parque central. Las palomas de la catedral se acercaron y me miraban con compasión. El sonido estremecedor de una ambulancia multiplicó mis medios. Sentí el deseo de huir cuanto antes del lugar, pero las piernas no me obedecían. Quedaba expuesto a todo, vencido, solo esperando que me llevaran al matadero y me lanzaran en una fosa improvisada, envuelto en un plástico negro como a los otros. Pero cosa curiosa para alguien que se ha resignado a lo peor, los hombres de blanco de la ambulancia pasaron de largo, como si yo fuera invisible. Los vi ingresar a un establecimiento y luego salir con un paciente en una camilla, al que metieron a toda prisa en la ambulancia y se marcharon con aquel estridente sonido de la muerte. El establecimiento donde sacaron al hombre, cerró sus puertas y los curiosos permanecían estáticos en la calle hasta que desaparecieron. Solo yo quedaba en los alrededores junto a las palomas que no me abandonaban y seguían mirándome compasivas. Por fin pude levantarme de la banca y a pasos lentos me fui alejando, en la calle iban quedando pedazos de mi memoria. Los recuerdos se desvanecían a medida que me acercaba a mi hogar. Iba a introducir la llave en la puerta de mi casa, cuando esta se abrió, apareciendo mi hijo.


Padre, Se te olvido tu mascarilla ¿Verdad?


Yo quedé mirando aquel pedazo de tela que mi hijo me extendía y se me escapó una pequeña sonrisa.


¡Eh! Con todo esto de la pandemia, no vaya a ser.


Le respondí a mi primogénito, mientras  me cubría la boca y la nariz y me marchaba para la oficina.

Más allá del pánico

Relato corto
Alberto Juárez Vivas
lunes, 6 de febrero de 2023, 13:00 h (CET)

Hace mucho tiempo que no venía a este lugar, donde tantos artistas y escritores debutamos, con nuestros primeros recitales, bajo la complicidad de los amantes de la cultura. Era un desfile interminable de personas que llenaban los pasillos. Murmullos, música, pisadas, el ir y venir, todos los días se intercambiaban los rostros en un marasmo de sensaciones. 


Hoy es otra cosa, la soledad reina por los cuatro costados. Algunos cuadros que aún permanecen en las paredes descuidadas, convergen con el tímido movimiento de las plantas del pequeño jardín. Silencio, mucho silencio y de vez en cuando una ínfima racha de viento misteriosa que eriza la piel. Las tres mesas de hierro pintadas de azul, son los únicos vestigios de cultura que permanecen en la sombra. Yo ocupo una de ellas y arremeto contra lo poco que queda del gran escenario. Al llegar me ha sorprendido encontrar a Anabel, una antigua amiga que resulta ser la encargada de atender a los visitantes que llegan por información. Me ha recibido con una fresca sonrisa y me ha consentido tanto con su saludo, que iniciamos una conversación sobre ella y sus puntos de vista más elementales de la vida, mezclándolos con mi perspectiva sobre las ultimas incidencias de la ciudad. Precavidos por necesidad, una mascarilla azul cubre su boca y nariz, mientras que la que llevo es blanca.


Es un placer saludarte Anabel ― le digo yo.

Igual, Moisés, tenía tiempo de no verte. ¿Estás fuera de León? ― Me preguntó un poco sorprendida.

Siempre sigo en la ciudad, pero más dedicado a escribir, con pocas salidas.

Que bien mi amigo, siempre productivo.

Así es Anabel, casualmente vengo a escribir un poco, pero veo que aquí todo ha cambiado. ¿Qué sucedió? ― le pregunté mientras recorría con la mirada el pequeño local desolado.

Alquilaron a la Universidad el 80% del local, y de la referente institución cultural, solo quedó esto que ve, mi amigo: una oficina, tres mesas y los recuerdos.

¡Qué lástima!, por lo que veo desapareció el alma de las actividades de la ciudad.

Ni más ni menos.

Bueno el aislamiento social es necesario, para evitar el contagio, mi amiga.

le decía mientras acomodaba mi mascarilla.

¿Por qué lo dice? ― me preguntó Anabel, mientras se rascaba un ojo.

Porque solo la encuentro a usted en un lugar solitario.

Ya entendí ― me dijo Anabel mientras saludaba a alguien que pasaba por la calle.


Los dos nos mirábamos con cierta prudencia, como si intentáramos detener las palabras que teníamos atrapadas en el pecho. Anabel se levantó para atender a tres estudiantes de lengua y literatura, que llegaban por información sobre algunos murales de la ciudad y después de brindarles lo solicitado, retornó a mi compañía y casi a quema ropa, me lanzó una retahíla de preguntas que yo diestramente atrapaba para su sorpresa. Preguntas alusivas a la pandemia que azotaba el mundo, todo lo relacionado a ello estaba impreso en sus palabras. Yo me divertía verla acomodándose en la silla de madera, cada vez que entraba una persona, y mirando para todos lados, como si temiera ser atrapada. Una chispa extraña irradiaba de su pupila.


Dicen que en china descubrieron que la pandemia no es un virus, sino una bacteria que puede curarse sin complicaciones― me dijo Anabel, como si aquella noticia fuera extraordinariamente una verdad absoluta.

Así leí en Facebook. Pero mientras tanto los desvanecimientos de la gente en las calles no se detienen. Los muertos por neumonía siguen en aumento y no digamos los infartos. ¿Sabías Anabel que la pandemia es sinónimo de neumonía y de infartos?

Es cierto lo que dices, mi amigo, sin embargo, las noticias no vinculan estos detalles.

No entiendo por qué no dicen la verdad de lo que ocurre.

Así estamos todos, con una incertidumbre espantosa, de espaldas a la verdad.

¿Y qué piensas, amigo, de todo este asunto?

Yo pienso, Anabel, que es mejor prevenir que lamentar.

Por eso me ve con esta mascarilla, que usted también lleva puesta.

Es que esta es la mejor medida preventiva contra la pandemia, y lavarse las manos constantemente.


Mientras conversábamos, se acercó de pronto una señora que se tapaba la nariz y la boca con un pañuelo, mientras se le escapaba un estornudo. Yo me separé rápidamente de la extraña mujer y Anabel se acomodaba su tapaboca mirándome de reojo. La mujer estaba inmóvil, entre los dos, como si esperara el momento oportuno para hablar, una vez que aquella sensación desagradable se lo permitiera.


Buenas tardes, me podrían…

No podía completar sus palabras porque cuando lo intentaba se le venía un estornudo.

Disculpe, pero me podría…. Volvía a estornudar.

Tranquila señora ― Guardando la distancia, Anabel trataba de sobre llevar el percance― si lo que desea es información, con mucho gusto la atenderé, solo dígame que desea.

Es que necesito….


Imposible que la extraña señora hablara, porque una serie de estornudos precedían sus palabras. Con el pañuelo entre sus manos, hundía su rostro moreno, desesperada, asfixiante, a tal extremo que buscó una silla donde sentarse, mientras cesaba aquella alergia fatal. Mi amiga le acercó una silla de madera, con mucha prudencia, a la vez que me lanzaba una mirada nerviosa, por lo que aquella situación nos proporcionaba. Un silencio espectacular reino en el ambiente, que solo era quebrado por el sonido que expelía la señora por su boca. Yo le hice señas a mi amiga que iría al baño. Cuando me alejaba en mis pensamientos se acrecentaba una extraña incertidumbre, porque la exposición de aquella mujer, socavada talvez por un simple resfrío o quizás bajo la influencia de una muerte inevitable, era como una advertencia. La situación no era para menos. Cualquiera era sospechoso en la ciudad por la simple razón, que no existía ningún tipo de control sanitario, ni acciones preventivas por el bien común. Las autoridades habían provocado un escándalo internacional, con sus actitudes contrarias a las establecidas por las OMS que sencillamente eran el aislamiento social, y sobre todo las medidas de higiene. 


Cada día el impacto de la pandemia se notaba en las calles y avenidas desoladas. Los únicos establecimientos abiertos, eran solo fachadas gubernamentales para dar a entender que no había que temer, ni protegerse, porque en la ciudad no pasaba nada. Pero la realidad era otra, otra la verdad que acechaba desde los bastiones más vulnerables de la región. Mientras los informes del ministerio de salud parecían ser una absurda exposición que se repetía brutalmente, la misma retorica cansada: «solo hay dos muertos, dos recuperados en estado controlable y dos nuevos casos». 


A medida que pasaban los días, las semanas, aquel informe se había reducido a 30 palabras, que dejaban a un más confundida a la gente. El de esta mañana por ejemplo sobre que «las pruebas se realizarán a los casos que lo ameriten», ¿Qué significaban aquellas palabras, cuando el mundo entero se encontraba en estado de shock, por el Covid 19? Yo quedé más perdido que un perro en misa. Sin embargo, esta era la realidad que nos abofeteaba el rostro. Una letal sintonía en pro del contagio. Y esto me hace pensar en los vendedores de los mercados, que si venden comen y si no se mueren de hambre. El vendedor ambulante que va por la vida ofreciendo sus productos, una forma indirecta de mendigar una moneda, ofreciendo cosas talvez innecesarias. Pienso en esos pobres luchadores por el pan de cada día, que arriesgan sus vidas, ya que se les imposibilita quedarse en casa como medida de protección, ¡imposible! Si no los mata la pandemia, los mata el hambre. Es una triste y desgarradora verdad, pero ¿que nos queda en este valle de sombras? Yo cumplo con las recomendaciones impuestas, pero las demás personas no lo hacen, yo tengo, como muchos, que salir en la rebusca, para realizar el día a día que en estos momentos está muy difícil. Lo cierto es que protegido como me encuentro, con mi mascarilla permanente y el alcohol que llevo entre mis cosas, estoy claro que esto no me aleja del contagio, sin embargo, soy precavido. Como el sida que ni tiene rostro ni tiene cura, igual sucede con esta pandemia, no sabemos con exactitud quien está infectado.


Como el asintomático, personas que dan la apariencia de encontrarse saludables, pero son portadoras de una muerte inevitable. Y esto solo se pude saber a través de las pruebas que desgraciadamente aquí no se realizan. Tampoco puedo obviar la apertura de los colegios públicos y las universidades, en particular no aparto de mi mente el colegio más grande de la ciudad, con más de mil alumnos por turno, son tres turnos, donde los estudiantes están hacinados y donde un brote, Dios no lo quiera, sería de un impacto impredecible. Y esto sin mencionar las universidades, que permanecen abiertas, también a la espera de que el milagro se efectúe, y no entre la sombra de la muerte en las aulas repletas también de jóvenes estudiantes.


Hoy me contó mi primo, que es trabajador social en el centro de salud del paso real, que por cada familia del lugar hay un infectado de covid 19, y que los pobladores han intentado quemar las casas ― interrumpió mi amiga Anabel, mis pensamientos, con aquella mirada imperturbable hacia la mujer constipada ― y nadie informa sobre este hecho tan grave.

Entre si sea cierto o no, media un espacio de fe que neutraliza nuestro miedo― decía esto a la vez que calculaba la distancia de la mujer y la mía, pensado hasta donde llegarían las goticulas si expulsaba un severo estornudo, como los que a veces me sorprenden en las madrugadas.


Todo era paciencia en nuestro entorno, una espera silenciosa, pues ambos deseábamos que aquella visita inoportuna se marchara. Me senté al lado de Anabel, a metro y medio de la intrusa, que simulaba mirar a las paredes donde estaba pintado un crucifijo en medio del mar, y tapándose la cara con el pañuelo dejaba escapar estornudos tras estornudos precedidos de tos. Lo cierto es que el cuadro que presentaba la mujer era un peligro inminente para nosotros. Observándola, las imágenes de personas desvaneciéndose en las calles de Guayaquil en ecuador, eran más recurrentes e intensas y las comparaba con desvanecimientos que algunas personas de la ciudad habían experimentado, y las autoridades achacaban al inclemente calor del verano. Bueno la duda seguía creciendo y por lo menos una gran mayoría de la población relacionaba directamente estos hechos con el mortal virus, el enemigo invisible, el asesino rastrero de tantas muertes en el mundo. Las camionetas ruteras y los buses urbanos viajaban repleto de personas sin la más mínima protección.


Pero el horror se hizo presa de una de estas unidades, cuando un pasajero tuvo un cuadro de tos tan terrible, que la unidad de transporte se detuvo de ipsofacto, y entre todos los pasajeros bajaron al pobre hombre y lo dejaron tirado en una acera. El pánico cundió en todos los que abordaban la ruta, sin embargo, no vi a uno solo de ellos con sus mascarillas puestas, todos apretujados como animales al matadero. Estos detalles desgarradores no estarán nunca en un informe gubernamental, porque se debe promulgar la normalidad de una ciudad que muere a escondidas. Y mientras el resto de países amigos, pregonan a todas luces que se deben proteger del contagio, con medidas preventivas como el uso de cubre bocas y la suspensión de toda actividad comercial y de diversión, aquí en nuestro paisito nada de eso sucede, al contrario, se prolifera el aglutinamiento desmedido, y la realización de actividades masivas, con el slogan de que Dios está con nosotros y nada sucederá.


¿Qué corona tenemos, para que exclusivamente nuestra región no sea alcanzada por la pandemia? Desde que me levanto cargo esta pregunta como una cruz muy pesada y la comparto con mis amigos de confianza, porque es imposible que no seamos atrapados por el virus. ¿Qué nos pasa?

¿Por qué esta locura? ¿Acaso toreando a la muerte, esta huirá de nosotros? Mi amiga se ha levantado a atender a otros visitantes, quedando la extraña mujer sola en la silla de madera, inmóvil, disimulando su estado. Yo también regresé al fondo, sin perder de vista a la intrusa, que parecía aferrarse a la tromba de un estornudo. La tenía frente a mi como a cinco metros de distancia. Advertía en su postura un concierto de ademanes, sus manos temblaban cuando se acomodaba los lentes o rosaba su rostro con los dedos. Pero lejos de querer marcharse, más se aferraba al lugar. Por un momento mi alegría fue una falsa alarma, porque la vi levantarse, pensando que se marcharía, pero cuando adiviné su intención de acercarse a mí, inmediatamente me puse de pie deteniendo su impulso.


¿Qué se le ofrece señora? ― le pregunté mientras aseguraba mi mascarilla. La mujer se detuvo y tapándose la boca con el pañuelo me dijo:

¿Me puede prestar el baño?


Quedé mudo por unos instantes, sin poder responderle, pues pensaba que, si aquella señora entraba al sanitario, lo dejaría contaminado, a la vez que observaba su romance con aquel pañuelo envenenado. Tos y estornudo, estornudo y tos, era la secuencia desgarradora de aquella pesadilla. Yo esperaba desde lo más `profundo que aquella mujer y bajo ninguna circunstancia fuera sorprendida por aquel acto viral y tosiera o estornudara sobre nosotros, ese era el temor. Sin embargo, no tuve más remedio, que por compasión más que por otra causa, señalarle el lugar del sanitario, donde inevitablemente se metió, ya que Anabel se encontraba al otro extremo. La escuchaba quejarse en el inodoro, era como una lucha de sonidos estremecedores mientras me aferraba al único salvavidas que era mi mascarilla. Anabel terminó su atención al público y regresó a donde me encontraba.


¿Y la señora? ― me preguntó.

Ahí está en el baño― le respondí.


Al mismo tiempo los dos clavamos la mirada en la puerta del baño, donde un pequeño dibujo sugería lavarse las manos y jalar la cadena. Permanecimos en silencio, esperando que la intrusa saliera del sanitario y se marchara lejos de nosotros.


Cinco, van cinco muertos el día de hoy, me acabo de enterar por los señores que acabo de atender. ― Anabel me decía esto con la mano derecha abierta.

Es seria la cosa, Anabel, y me enardece la cantidad de personas que aun piensan que todo está normal, que no pasa nada aquí.


Dije yo, mientras recordaba un suceso ocurrido por la mañana, a una vendedora de frutas del mercado la terminal, mientras pregonaba sus productos a la gente que pasaba. Se detuvo ante ella un muchacho que cargaba una maleta en cada mano, con la mirada fija en las frutas, indeciso por ordenar lo que pensaba llevar. La vendedora a la expectativa, con una bolsa plástica en mano, lista para llenarla con lo que aseguraba, le pediría el cliente. Entonces sucedió lo inesperado, el hombre hizo un gesto con la boca, la que lentamente abría, ante la mirada atónita de los que estaban cerca. Eran segundos de tensión. El hombre buscaba donde poner las maletas, pero la suciedad del suelo se lo impidieron, era una porquería. El hombre con las maletas en las manos, observando, incomodo, hasta que de un momento a otro y a la velocidad con que se escapan las moscas del manotazo, sobre todos los curiosos, dejó escapar un sonoro estornudo que fue absorbido por la vendedora, quien pegó un brinco hacia atrás con tanta agilidad, que terminó empotrada en un canasto de piñas.


Y aquel hombre, cabizbajo, apenado por lo sucedido, con sus maletas limpias, sintiendo como si hubiera cometido un delito grave, siguió su camino, perdiéndose en la multitud. A lo lejos solo se escuchaba el grito enfurecido de la vendedora:


Imbécil, me bañaste toda y no me compraste nada.


Fue entonces cuando ya más calmada, saco una mascarilla floreada de su delantal y se lo puso, para continuar el trajín del día. Las personas van por la vida con un temor horrible, inseguras, vulnerables, tratando de esquivar a los demás, pero es un acto casi imposible, porque en el momento más inoportuno alguien te acecha y te confunde. Anabel y yo conocemos los riesgos que implica nuestras labores, porque su función consiste en la atención a un público desalmado, que la aborda a cada instante, sin la más mínima precaución ni protección, aun así, Anabel permanece firme a su propósito de vida, aunque sabe que talvez un cubre boca no la haga inmune al contagio, pero por lo menos se siente más segura. Yo, por el contrario, no me debo a ningún empleador, sino a lo que escribo, yo decido si hago tal o cual cosa, pero igual que ella, estoy expuesto por la simple supervivencia, tengo que salir y relacionarme con los demás de alguna manera o de otra.


Hace treinta minutos que la intrusa se internó al sanitario y no ha salido. Le comparto a Anabel mi preocupación. Seguimos escuchando la batalla de los estornudos con la tos, sonidos que se mezclan con la carrocería que pasa por las calles. Ahora solo los dos nos hemos quedado sujetos a una conversación inconclusa, fracturada por la presencia de aquella extraña mujer que nos tiene en alerta, hasta siento de pronto que me pica la garganta y una sensación caliente en mi pecho. El calor es insoportable y se ha detenido el viento. Y cuando siento el deseo de ponerme de pie, uno de los murales que hay en las paredes me llama la atención. Un viejo que en actitud suplicante sostiene una daga en unas de sus manos, mientras el reflejo de la luna perece en las arrugas de su frente. Anabel se ha acercado silenciosa, y extrañamente los dos somos absorbidos por aquella pintura, de espaldas al pequeño jardín.


No le había puesto cuidado a esta pintura ― me dice ella.

Es muy rara, me inspira tristeza ― le digo yo.

Es curioso que nadie advirtiera este mural. Nadie me ha dicho algo de él.

Es extraño, porque es el más impactante que veo yo.

Sí, es muy raro. Hasta ahora me di cuenta.

Fíjate en esos árboles, tienen la forma de brazos que imploran al cielo.

Y esos ojos del anciano, muy expresivos, llenos de odio o compasión.

Es cierto, hasta siento un escalofrío al mirar sus ojos.


Por un momento, contemplando el arte del mural nos olvidamos de la intrusa, y nos dejamos llevar por las incidencias del paisaje.


«Dos metros de distancia es la diferencia entre la vida y la muerte» ― pensaba sin apartar la mirada de la pintura.


Anabel giró su cabeza hacia mí, como si hubiera escuchado mis pensamientos, y lentamente hizo distancia, lo que no advertí, porque mi contemplación estaba en aquellas imágenes de la obra, que parecían moverse como si trataran de transferir un mensaje que no lograba descifrar.


La tarde se iba poniendo vieja y su investidura se mezclaba con nuestra incertidumbre, contodo lo que una mente enferma de pánico puede demostrar. Huíamos desesperadamente de cualquier contagio, pero el contagio no se alejaba de nosotros, pues siempre estaba latente, con sus pulsaciones al rojo vivo, en cualquiera de nuestros espacios. Anabel regresó a su escritorio, expectante, anotando en una libreta su acostumbrado informe del día. Y yo a sus espaldas, tratando de atrapar detalles de una historia constipada. Olvidados los dos, por unos segundos, de la imagen intrusa de unos minutos atrás. Como una foto estampada en mitad del cerebro, la imagen de una anciana que exhalaba el último suspiro al borde de una acera, solitaria, con su mascarilla asida de su mano derecha, mientras los del barrio esperaban el momento propicio para bañarla de gasolina y prenderle fuego, según ellos para quemar el virus que se había apoderado de la infortunada. Pavor elevado a la última potencia, todos huyendo hacia el precipicio por no cumplir las medidas básicas de prevención. Pánico como el manifestado por cuatro ciudadanos que cargaban sobre sus hombros una camilla con el muerto de las últimas horas, por la pandemia. Y mientras uno de los cuatro perdía el equilibrio, la camilla con todo y difunto se estrellaba brutalmente en el suelo, y todos salían corriendo despavoridos, bajo los insultos de uno de los lugareños que vivía en frente, que maldecía y ordenaba que no lo dejaran en el lugar: «Oigan, llévense a su muerto, no lo dejen aquí hp». Pánico. Si alguien estornuda, pánico. Si toce, pánico. Sin embargo, de una camioneta rutera, menos de la mitad lleva un cubrebocas o un pañuelo en el rostro.


Estamos desinformados, los datos oficiales continúan con las mismas estadísticas, sin embargo, un grupo de médicos epidemiólogos, especialistas en la materia, sigue su ardua labor de transmitir la verdad del asunto, con cifras que van en un aumento escalofriante, de contagios y de muertes. Las redes sociales se desbordan con argumentos que va más allá de los razonamientos. Videos de ultratumba, donde sospechosamente en las madrugadas se llevan a cabo entierros clandestinos, decesos incontables de pacientes con supuesto cuadro de neumonía atípica o de infartos. Y según los especialistas, apenas inicia la curva de contagios del covid 19. Y yo pregunto: ¿Hasta cuándo tomaremos conciencia de la realidad que nos circunda? Los rostros de la gente que van por las calles de la ciudad, impregnados de miedo y desconfianza, son una premonición desconcertante, de que algo no está funcionando bien aquí.


Veo que Anabel se esmera atendiendo a las personas que llegan, protegida con su mascarilla y frotándose a cada instante las manos con alcohol, y pienso si todo este ritual desinfectante nos protegerá de la pandemia, si de alguna forma nos rozamos sin querer con otros y tocamos inconscientemente diversas superficies. Aunque sabemos que solo hay tres maneras de transmisión que son por la nariz, los ojos y la boca. Me desplazo hacia donde se encuentra mi amiga, la encuentro meditabunda.


Sabes― me dice ella―siento un pequeño malestar de cabeza.

Debe ser por el exceso de trabajo que te he visto realizar desde que vine― le digo yo.

Puede ser. Hoy sí que he atendido a bastantes personas.

Sabes Anabel, estaba pensando, talvez te suene algo raro, pero ¿te has dado cuenta que tenemos desprotegidos los oídos?

Es verdad ― me contesta Anabel, al mismo tiempo que inspecciona sus oídos con los dedos― si también son conductos abiertos por donde penetra el aire.

Los médicos sabrán por qué no son villas de contagio. También me di cuenta de algunos animales domésticos como los gatos y los perros, sus dueños les cubren con plástico las patas, pues dicen que pueden transmitir el virus.

Yo escuche en las noticias que se conocía el caso de un tigre de un zoológico, que dio positivo de covid 19, eso sí, que solo era un caso. Después no han dicho más sobre el asunto.

Dios nos proteja, mi amiga, que incertidumbre la nuestra.


Cuando terminaba de hablar, noté algo extraño en el rostro blanco de Anabel, se fue poniendo rojito, y en un santiamén se levantó de la silla, como si me advirtiera sobre algo malo, me hizo señas con su mano un poco temblorosa. Yo trataba de descifrar sus gestos corporales, cuando de pronto sentí que alguien se acercaba a mis espaldas. Me invadió un miedo extraño y lentamente me giré, solo para encontrarme frente a frente con la intrusa del pañuelo. Me había olvidado de su existencia. De un momento a otro aquella mujer con la cara desnuda, me clavó una mirada lúgubre que estremeció mi humanidad. Permanecí inmóvil ante aquel espectro de mujer, Igual Anabel, estábamos literalmente petrificados. 


Fue entonces que la mujer abrió en fracciones de segundos su boca, como en cámara lenta, como para decirnos algo, pero en vez de palabras emergió desde las profundidades del infierno un eco húmedo y sonoro que salpico todo mi rostro. Sin embargo, en mis pensamientos sentía una leve tranquilidad ya que la protección era mi prioridad, pero a la vez presentía algo, no sabía qué, pero ahí estaba la duda mortificando mis sentidos. Anabel con la cara más enrojecida, balbuceaba mientras con su mano derecha daba pequeños jalones a su mascarilla, mirándome fijamente, mi interpretación fue que estábamos seguros y sin problemas. Hasta que una sensación tenebrosa comenzó a invadirme, sentí que la cara se me adormecía, fue entonces que, guiado por un impulso involuntario, deposité la mirada en la mesa metálica donde estaban mis cosas y fue ahí, ¡Qué horror! En un borde de la mesa descubrí como una maldición, la forma más cruel de la existencia, ahí se encontraba mi mascarilla, no lo podía creer, no me había dado cuenta en qué momento me había desprendido de ella. Me llevé las manos al rostro con desesperación pues me di cuenta que todo el sumo de aquel estornudo había quedado en mi rostro y hasta me lo había tragado.


Antes de cometer una locura en la extraña mujer, pues sentía un deseo insoportable por estrangularla, decidí mejor regresar a mi mesa metálica y me desplomé en la silla. La miraba de largo, sus gesticulaciones eran una burla para mí, cada vez que estornudaba o tosía, sentía que me destrozaba las vísceras. La vi avanzar hacia la salida, Anabel iba detrás de ella como para cerciorarse que no regresara, hasta que la vi desaparecer de mi vista. ¿Y ahora para qué? ¿Qué razón tenía aquella mujer para invadir nuestro territorio y envenenarme? 


Anabel me mira de largo con preocupación, pero no se acercó. Reinó el silencio. Miraba con odio mi mascarilla, abandonada en el momento más inoportuno. Recogí mis cosas y ya con la mascarilla puesta, le hice un pequeño saludo a Anabel quien solo alcanzó a decirme: «Dos metros de distancia es la diferencia entre la vida y la muerte». Yo asentí con la cabeza y me largué por las calles a pasos de funeral. Iba aturdido, desvaneciéndome en las avenidas, con todas las imágenes mortuorias girando en mi cabeza. Tanta precaución quebrada en un descuido. De repente me abordó un mareo que me obligó a sentarme en una de las bancas del parque central. Las palomas de la catedral se acercaron y me miraban con compasión. El sonido estremecedor de una ambulancia multiplicó mis medios. Sentí el deseo de huir cuanto antes del lugar, pero las piernas no me obedecían. Quedaba expuesto a todo, vencido, solo esperando que me llevaran al matadero y me lanzaran en una fosa improvisada, envuelto en un plástico negro como a los otros. Pero cosa curiosa para alguien que se ha resignado a lo peor, los hombres de blanco de la ambulancia pasaron de largo, como si yo fuera invisible. Los vi ingresar a un establecimiento y luego salir con un paciente en una camilla, al que metieron a toda prisa en la ambulancia y se marcharon con aquel estridente sonido de la muerte. El establecimiento donde sacaron al hombre, cerró sus puertas y los curiosos permanecían estáticos en la calle hasta que desaparecieron. Solo yo quedaba en los alrededores junto a las palomas que no me abandonaban y seguían mirándome compasivas. Por fin pude levantarme de la banca y a pasos lentos me fui alejando, en la calle iban quedando pedazos de mi memoria. Los recuerdos se desvanecían a medida que me acercaba a mi hogar. Iba a introducir la llave en la puerta de mi casa, cuando esta se abrió, apareciendo mi hijo.


Padre, Se te olvido tu mascarilla ¿Verdad?


Yo quedé mirando aquel pedazo de tela que mi hijo me extendía y se me escapó una pequeña sonrisa.


¡Eh! Con todo esto de la pandemia, no vaya a ser.


Le respondí a mi primogénito, mientras  me cubría la boca y la nariz y me marchaba para la oficina.

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