Estas líneas recogen impresiones y opiniones el clima de queja que nos rodea. Quien desee ser un quejicas, es mejor que no las lea. Si se encuentra bien y cómodo, en esa situación, que siga en ella. Sin embargo, para quien quiera encontrar estímulos para complicarse un poco la vida, aportar, participar, y dejar de ser un quejica, pienso que puede encontrar razones para implicarse en la vida, en la familia, en la sociedad.
“Quejarse es el pasatiempo de los incapaces”, leí hace un tiempo, y me pareció que refleja parte de la realidad. Ojalá sea una percepción o impresión mía, y que los lectores tengan otra impresión: vivimos en una sociedad de quejicas convulsivos, constantes.
Basta recordar las últimas conversaciones o las noticias que se reflejan en los medios de comunicación: todo genera un sinfín de quejas. La Sanidad, la educación, la situación económica, el paro, la Iglesia y la actitud de los católicos, la juventud, los patinetes y ciclistas que circulan por nuestras calles: cada uno puede completar esta lista.
Quejarse es el remedio de quien es incapaz, pero sobre todo de la persona cómoda. Quejarse, lamentarse por todo, es muy cómodo: es la técnica de trasladar siempre a los demás la responsabilidad, situándonos a nosotros mismos en un trono de juez, en vez de plantearnos qué podemos hacer para mejorar eso que nos molesta tanto. Es cierto que no está en nuestra mano cambiar ciudades o países. Lo que sí está en nuestra mano es hacer algo, o empezar por reconocer que parte del problema somos nosotros mismos.
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