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​No apto para quejicas

José Morales Martín
Lectores
jueves, 2 de febrero de 2023, 08:39 h (CET)

Estas líneas recogen impresiones y opiniones el clima de queja que nos rodea. Quien desee ser un quejicas, es mejor que no las lea. Si se encuentra bien y cómodo, en esa situación, que siga en ella. Sin embargo, para quien quiera encontrar estímulos para complicarse un poco la vida, aportar, participar, y dejar de ser un quejica, pienso que puede encontrar razones para implicarse en la vida, en la familia, en la sociedad.


“Quejarse es el pasatiempo de los incapaces”, leí hace un tiempo, y me pareció que refleja parte de la realidad. Ojalá sea una percepción o impresión mía, y que los lectores tengan otra impresión: vivimos en una sociedad de quejicas convulsivos, constantes.


Basta recordar las últimas conversaciones o las noticias que se reflejan en los medios de comunicación: todo genera un sinfín de quejas. La Sanidad, la educación, la situación económica, el paro, la Iglesia y la actitud de los católicos, la juventud, los patinetes y ciclistas que circulan por nuestras calles: cada uno puede completar esta lista.


Quejarse es el remedio de quien es incapaz, pero sobre todo de la persona cómoda. Quejarse, lamentarse por todo, es muy cómodo: es la técnica de trasladar siempre a los demás la responsabilidad, situándonos a nosotros mismos en un trono de juez, en vez de plantearnos qué podemos hacer para mejorar eso que nos molesta tanto. Es cierto que no está en nuestra mano cambiar ciudades o países. Lo que sí está en nuestra mano es hacer algo, o empezar por reconocer que parte del problema somos nosotros mismos.

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En el imaginario colectivo, la violencia es algo que sucede “fuera”, en las calles, en las noticias, en las guerras, en los crímenes. Nos han enseñado a identificarla en lo visible, en el golpe, en el grito, en la amenaza. Pero hay otras formas de violencia que no se oyen ni se ven, y que por eso mismo son más difíciles de reconocer y mucho más dañinas.

Entre las múltiples experiencias que he vivido a lo largo de mi vida destacan las tres semanas que permanecí embarcado, allá por los ochenta, en el Ramiro Pérez, un barco mercante en el que realicé el viaje Sevilla-Barcelona-Tenerife-Sevilla enrolado como un tripulante más.

Una rotonda es el espejo de una sociedad. Cuando quieras saber cómo es un país, fíjate en cómo se aborda una rotonda, cómo se incorpora la gente y cómo se permite –o no– hacerlo a los demás. Ahí aparece la noción de ceda el paso, esa concesión al dinamismo de la existencia en comunidad, la necesidad de que todo esté en movimiento, de que fluya la comunicación y que todo el mundo quede incorporado a la rueda de la vida.

 
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