¿Quién no ha vibrado de emoción al escuchar a Luciano Pavarotti su trepidante “Nessun dorma” (Nadie duerma) de la obra cumbre de Puccini “Turandot”? Pero en esta ópera coral del amor apasionado del Príncipe Calaf hacia la Princesa Turandot y los avatares para conseguirla, hay otra historia secundaria, de menor protagonismo, aunque más emotiva: es la de la esclava Liú y su desvelo por el Rey Timur, padre de Calaf.
Las breves palabras que desvelan esta historia no pueden ser más conmovedoras: Timur confiesa “Perdida la batalla, yo, un viejo rey sin reino y puesto en fuga, oí una voz que me decía: -Ven conmigo, seré tu guía…! Era Liú (…) Caí yo abatido, y ella me secó las lágrimas, ha mendigado para mí”. Calaf la interroga: -“Liú… ¿Quién eres? Y, por qué has compartido tantas angustias?” Y este era el gran secreto, en este punto revelado: -“No soy nadie… una esclava, señor. Lo hice porque un día en palacio me sonreísteis”. He aquí la grandeza y el poder de una sonrisa, que le llevará incluso a dar la vida para defender la del rey.
No sé si en la vida real se dará el caso de Liú, pero lo que sí es evidente es que una sonrisa allanará más de una situación tensa incluso en las circunstancias más comunes de la vida: en el comercio, en el autobús o en aquellos lugares en los que hay que realizar gestiones personalmente, pedir información, etc.
El dirigirse a otra persona con la amabilidad de una sonrisa rompe muchas veces la tensión del cansancio, la monotonía o el hastío y, sobre todo, aumenta la facilidad del diálogo. Es el poder singular y la grandeza de una sonrisa.
|