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Etiquetas | Mercado | medieval | Animales | Animalismo
Me refiero a los llamados mercados medievales. A mí estos eventos me dejan entre frío e indignado

Mentalidad medieval

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Supongo que, como sucede con tantas otras cosas, también esto va por modas. Me refiero a los llamados mercados medievales, que proliferan por doquier desde hace algunos años sin saberse ni la causa ni el porqué de tan advenediza afición, hasta el punto de que no hay población de cierta entidad que no celebre su feria anual, donde se supone se recrea con fidelidad la vida cotidiana de nuestros antepasados. Tómenlo como lo que es, una apreciación personal y en consecuencia subjetiva, pero a mí estos eventos me dejan entre frío e indignado.


Frío por cuanto se exagera hasta lo ridículo la importancia cultural de los mismos, que apenas pasan de ser en la práctica, reconozcámoslo, meros parques temáticos de fin de semana. E indignado porque se da pábulo a una de las épocas más oscuras de la ya de por sí oscura historia humana, pasando por alto las brutalidades cotidianas de que eran objeto en tales períodos las mujeres por ser mujeres, los niños por ser niños, y los herejes por ser herejes. 


Hablamos de una época en la que los detritus corporales eran lanzados por la ventana (acompañados si acaso por un berrido de advertencia, y no siempre); en la que el barrio judío era asaltado con macabra puntualidad cada Semana Santa para vengar a Cristo de sus asesinos; un tiempo en el que la violencia más grosera campaba a sus anchas y hacía de los autos de fe y las decapitaciones los espectáculos preferidos por el populacho. Esa era la verdadera y hedionda Edad Media, a ver si nos enteramos de una vez, y no tanto la representación pueril que nos regalan hoy en los mencionados montajes escénicos, donde nunca falta el puesto de mojitos y piña colada, tócate las gónadas.


Con todo, quizá lo más auténticamente medieval de estos escenarios de cartón piedra sea la mentalidad con que son concebidos, a menudo además por ―no se lo pierdan― los correspondientes departamentos de cultura de ayuntamientos y administraciones varias, con sus responsables electos en cabeza, encantados ellos y ellas de haberse conocido, no dándole importancia a la presencia en la feria de la llama de turno, o mismamente de los tomates, elementos unos y otros bien extraños en el medievo europeo, creo.


Pero no es su talante sobredimensionado y mentiroso lo que pretendo traer a colación aquí, sino un aspecto que, precisamente por no suponer representación alguna, me parece especialmente preocupante a la par que revelador: la utilización de animales vivos como complemento escenográfico de tales iniciativas. En efecto, y mientras todo lo concerniente al ámbito humano se asume como mera representación ―hasta casi lo caricaturesco en según qué aspectos― el ámbito de los animales permanece como seguramente era en aquella época: gallinas, palomas, conejos, cabras, cerdos y pavos hacinados en jaulones, formando un zoológico caótico y desconcertante; aves rapaces que deben aguantar atadas interminables horas, obligadas a «actuar» ante un público adocenado que ni se plantea que las cosas no han de ser éticamente correctas por el solo hecho de que estemos acostumbradas a convivir con ellas; un grupo de ocas histéricas por la mala educación de mayores y sobre todo de niños, que de vez en cuando son sacadas apresuradamente por su «cuidador» y obligadas a recorrer un par de calles para que el respetable aprecie desde primera fila tan medieval escena; una triste caravana de burritos sin otro quehacer que transportar durante toda la jornada a sus espaldas a pequeños humanos vociferantes, vigilados de cerca por sus orgullosos papás y mamás, animales a los que una cabezada en exceso prieta les acaba llagando las mejillas (hay documentación gráfica).


Ni se contempla por parte de los organizadores la posibilidad real de que los animales no humanos ―hablo ahora en general― estén cortados por similar patrón que nosotros mismos, que se amen y se odien por análogos motivos (o aun sin ellos), que exhiban esa inquina a picotazo limpio hasta dar muerte a un compañero de celda, que por una cuestión tan trivial como su inferior tamaño ni defenderse pudo (triste hecho también documentado). Todo esto es filosofía avanzada para quienes conciben en sus mentes el mercado como una postal abigarrada, donde los humanos se comunican a través de teléfono móvil y hacen desaparecer sus orines con un simple gesto manual, mientras los animales conservan intacto su estatus de antaño.


Y al objetivo hecho del maltrato psíquico e incluso físico de unos seres inocentes que no desean estar ahí, cabe añadir la vertiente educativa, pues lejos de enseñarnos nada importante ―o al menos esencial―, tales escenarios lúdicos resultan nefastos para los más pequeños, pues afianzan su imaginario de los animales como meros elementos a nuestra disposición, que como tales pueden ser encerrados, montados y azuzados sin el menor remordimiento de conciencia, pues “son simplemente animales”.


Tuve ocasión de explicarle todo esto y algo más (aderezado con fotografías y vídeos de seres heridos y asustados) a la concejala de turno de no importa qué ciudad, y salí con la nítida sensación de que no entendió apenas nada. Me decía que, “al fin y al cabo, muchos de aquellos animales eran domésticos”, como si tal condición les impidiera sentir la punzada en la herida abierta o el estrés de las callejuelas atestadas de gente. Uno está ya acostumbrado a no hacer mella las más de las veces ni aun con los más categóricos razonamientos (léase empatía, qué si no), pero me sigue produciendo escalofríos que sea una mujer, «animal doméstico» todavía en tantas partes del mundo ―e incluso por estos lares hasta hace bien poco― la que muestre ese terrible letargo moral ante el sufrimiento ajeno gratuito, aunque sean (o debido precisamente a su especial vulnerabilidad) «simplemente animales».

Mentalidad medieval

Me refiero a los llamados mercados medievales. A mí estos eventos me dejan entre frío e indignado
Kepa Tamames
martes, 4 de octubre de 2022, 08:34 h (CET)

Supongo que, como sucede con tantas otras cosas, también esto va por modas. Me refiero a los llamados mercados medievales, que proliferan por doquier desde hace algunos años sin saberse ni la causa ni el porqué de tan advenediza afición, hasta el punto de que no hay población de cierta entidad que no celebre su feria anual, donde se supone se recrea con fidelidad la vida cotidiana de nuestros antepasados. Tómenlo como lo que es, una apreciación personal y en consecuencia subjetiva, pero a mí estos eventos me dejan entre frío e indignado.


Frío por cuanto se exagera hasta lo ridículo la importancia cultural de los mismos, que apenas pasan de ser en la práctica, reconozcámoslo, meros parques temáticos de fin de semana. E indignado porque se da pábulo a una de las épocas más oscuras de la ya de por sí oscura historia humana, pasando por alto las brutalidades cotidianas de que eran objeto en tales períodos las mujeres por ser mujeres, los niños por ser niños, y los herejes por ser herejes. 


Hablamos de una época en la que los detritus corporales eran lanzados por la ventana (acompañados si acaso por un berrido de advertencia, y no siempre); en la que el barrio judío era asaltado con macabra puntualidad cada Semana Santa para vengar a Cristo de sus asesinos; un tiempo en el que la violencia más grosera campaba a sus anchas y hacía de los autos de fe y las decapitaciones los espectáculos preferidos por el populacho. Esa era la verdadera y hedionda Edad Media, a ver si nos enteramos de una vez, y no tanto la representación pueril que nos regalan hoy en los mencionados montajes escénicos, donde nunca falta el puesto de mojitos y piña colada, tócate las gónadas.


Con todo, quizá lo más auténticamente medieval de estos escenarios de cartón piedra sea la mentalidad con que son concebidos, a menudo además por ―no se lo pierdan― los correspondientes departamentos de cultura de ayuntamientos y administraciones varias, con sus responsables electos en cabeza, encantados ellos y ellas de haberse conocido, no dándole importancia a la presencia en la feria de la llama de turno, o mismamente de los tomates, elementos unos y otros bien extraños en el medievo europeo, creo.


Pero no es su talante sobredimensionado y mentiroso lo que pretendo traer a colación aquí, sino un aspecto que, precisamente por no suponer representación alguna, me parece especialmente preocupante a la par que revelador: la utilización de animales vivos como complemento escenográfico de tales iniciativas. En efecto, y mientras todo lo concerniente al ámbito humano se asume como mera representación ―hasta casi lo caricaturesco en según qué aspectos― el ámbito de los animales permanece como seguramente era en aquella época: gallinas, palomas, conejos, cabras, cerdos y pavos hacinados en jaulones, formando un zoológico caótico y desconcertante; aves rapaces que deben aguantar atadas interminables horas, obligadas a «actuar» ante un público adocenado que ni se plantea que las cosas no han de ser éticamente correctas por el solo hecho de que estemos acostumbradas a convivir con ellas; un grupo de ocas histéricas por la mala educación de mayores y sobre todo de niños, que de vez en cuando son sacadas apresuradamente por su «cuidador» y obligadas a recorrer un par de calles para que el respetable aprecie desde primera fila tan medieval escena; una triste caravana de burritos sin otro quehacer que transportar durante toda la jornada a sus espaldas a pequeños humanos vociferantes, vigilados de cerca por sus orgullosos papás y mamás, animales a los que una cabezada en exceso prieta les acaba llagando las mejillas (hay documentación gráfica).


Ni se contempla por parte de los organizadores la posibilidad real de que los animales no humanos ―hablo ahora en general― estén cortados por similar patrón que nosotros mismos, que se amen y se odien por análogos motivos (o aun sin ellos), que exhiban esa inquina a picotazo limpio hasta dar muerte a un compañero de celda, que por una cuestión tan trivial como su inferior tamaño ni defenderse pudo (triste hecho también documentado). Todo esto es filosofía avanzada para quienes conciben en sus mentes el mercado como una postal abigarrada, donde los humanos se comunican a través de teléfono móvil y hacen desaparecer sus orines con un simple gesto manual, mientras los animales conservan intacto su estatus de antaño.


Y al objetivo hecho del maltrato psíquico e incluso físico de unos seres inocentes que no desean estar ahí, cabe añadir la vertiente educativa, pues lejos de enseñarnos nada importante ―o al menos esencial―, tales escenarios lúdicos resultan nefastos para los más pequeños, pues afianzan su imaginario de los animales como meros elementos a nuestra disposición, que como tales pueden ser encerrados, montados y azuzados sin el menor remordimiento de conciencia, pues “son simplemente animales”.


Tuve ocasión de explicarle todo esto y algo más (aderezado con fotografías y vídeos de seres heridos y asustados) a la concejala de turno de no importa qué ciudad, y salí con la nítida sensación de que no entendió apenas nada. Me decía que, “al fin y al cabo, muchos de aquellos animales eran domésticos”, como si tal condición les impidiera sentir la punzada en la herida abierta o el estrés de las callejuelas atestadas de gente. Uno está ya acostumbrado a no hacer mella las más de las veces ni aun con los más categóricos razonamientos (léase empatía, qué si no), pero me sigue produciendo escalofríos que sea una mujer, «animal doméstico» todavía en tantas partes del mundo ―e incluso por estos lares hasta hace bien poco― la que muestre ese terrible letargo moral ante el sufrimiento ajeno gratuito, aunque sean (o debido precisamente a su especial vulnerabilidad) «simplemente animales».

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Me he criado en una familia religiosa, sin llegar a ser beata, que ha vivido muy de cerca la festividad del Jueves Santo desde siempre. Mis padres se casaron en Santo Domingo, hemos vivido en el pasillo del mismo nombre, pusimos nuestro matrimonio a los pies de la Virgen de la Esperanza, de la que soy hermano, y he llevado su trono durante 25 años.

 
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