"¡El orgullo! Hay que desconfiar de él como de la más espantosa de las calamidades. Aunque hayamos vencido a todos los vicios, permanece inalcanzable, infiltrándose en nuestros más nobles pensamientos. Es tenaz, sutil y envuelve nuestra alma como la campanilla se enreda en la planta. Crece en el odio, pero también acompaña a la búsqueda de la perfección. Mientras que los demás vicios, por virulentos que sean, permanecen bien definidos y es fácil atacarlos de frente, el orgullo se desliza y confunde nuestra alma hasta el punto de dejarla desconcertada. No creer más que en la propia miseria. Estas líneas pueden no estar bien escritas, pero son sinceras, y quizá ayuden a alguien. Pero ¿quién me asegura que no tienen a la soberbia como telón de fondo?”.
No son estas palabras de un Padre de la Iglesia. Son de un condenado a muerte que tuvo la suerte de una conversión profunda en la cárcel. Y lo que cuenta es su propia experiencia. Si las leemos despacio nos damos cuenta de que el pecado capital de la soberbia es de los que más nos puede afectar a todos y de los que más pueden dañar a la familia. ¡Qué difícil es llegar a esa idea de fondo: no creer más que en la propia miseria! Lo más normal es que nos creamos algo y, por lo tanto, exigimos un trato adecuado.
Si lo pensamos un poco nos resulta bastante difícil ser humildes. Reconocer nuestra miseria, lo poco que somos, lo que nos cuestan las cosas. Las comparaciones que surgen a la mínima de cambio en el trabajo, con nuestros amigos, en la propia familia. “No eres humilde cuando te humillas, sino cuando te humillan y lo llevas por Cristo” (Camino 594). Y, si lo pensamos un poco, somos conscientes de lo que cuesta humillarse, o sea desaparecer, no empeñarme en quedar bien, en salir con la mía.
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