¿Cuántas discusiones violentas surgen en la vida de familia sólo porque no soy capaz de reconocer mis defectos? “Tienes la habitación desordenada”. “¿Es que no te das cuenta de que todo lo que tengo que hacer y que no me ha dado tiempo?”. Es una posible respuesta. Otra sería “perdona, voy enseguida”. Esto supone reconocer mis limitaciones. Y cada acto de humildad, aunque sea pequeño, es un crecimiento en esta virtud, tan importante para la vida de familia y para la unión de los esposos.
También Jacques Fesch, recién convertido, nos advierte: "Constato que el estado del alma más favorable y, ciertamente, el que más complace a Dios, es el que se adquiere cuando se clama a Él por primera vez. La humildad es perfecta y la tensión del alma más continuada. Es una auténtica petición de socorro que recibe respuesta inmediata. Después, al avanzar, la embriaguez del orgullo se mezcla con la buena semilla de la oración, y es difícil mantener la humildad deseable. El alma que se siente colmada por su Señor se llena de alegría, pero también, casi obligatoriamente, de una soberbia injustificada”. O sea, cuando el momento de la conversión es muy reciente es fácil reconocer que uno no es nada. ¿Qué pasa luego?
Lo que pasa es que nos creemos algo por nuestro conocimiento de las cosas, por nuestra experiencia, por nuestras dotes, y nos resulta difícil reconocer los fallos. La soberbia se mete fácilmente por cualquier situación matrimonial o familiar, y hace daño, crea división y malestar. “Eres polvo sucio y caído. -Aunque el soplo del Espíritu Santo te levante sobre las cosas todas de la tierra y haga que brille como oro, al reflejar en las alturas con tu miseria los rayos soberanos del Sol de Justicia, no olvides la pobreza de tu condición. Un instante de soberbia te volvería al suelo, y dejarías de ser luz para ser lodo” (Camino 599).
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