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El último marengo

Hace cuatro años escribí un artículo sobre este mismo tema. Hoy me atrevo a recuperar esta figura prácticamente extinguida
Manuel Montes Cleries
lunes, 5 de septiembre de 2022, 11:00 h (CET)

Hasta hace unos cuarenta años proliferaban los copos a lo largo de toda la costa malagueña. Desde la alborada, marengos de todas las edades se aprestaban a botar la barca, echar las redes y tirar de la tralla. Cada uno tenía su misión. Los más viejos oteaban el horizonte y las condiciones de la mar y determinaban a que distancia se debía calar el copo. Desde la orilla se iban engarzando las vetas unas con otras hasta llegar al lugar adecuado. Una vez se cerraba el cerco, se iba tirando del copo parsimoniosamente, desde ambos lados del mismo, ayudándose de la tralla.

        

Así, muy despacito, se iba recogiendo la red que, a veces, desgraciadamente pocas veces, traía consigo un “jerviero” que anunciaba una buena pesca. Si se recogían en buena cantidad los jureles, los boquerones, los chanquetes o la morralla, se pateaba con fuerza en la barca para llamar a los compradores que recorrían la costa en búsqueda de pescado recién cogido. Siempre había un grupo de “veraneantes” que se acercaban tímidamente con una bolsa de plástico a buscar el “chollo” y los típicos carotas que abusaban de sus galones o de sus uniformes para realizar la pequeña “mordida”.

    

Todo esto vino a mi mente mientras contemplaba, muy a primera hora, la figura de mi amigo Juanito “el marengo” asomado a la playa y absorto en sus pensamientos. Recordaría toda su vida pegado al mar. Primero como uno de esos niños que apenas pisaban la escuela porque tenían que estar buscándose la vida en la playa. Como tantos otros, después de la mili –en la marina, como no- se enroló en diversas tripulaciones a lo largo de las costas mediterráneas y de las Islas Canarias. A lo largo de su dilatada vida de marinero, sufrió dos naufragios de los que, “gracias a Dios y a la Virgen del Carmen” –sic- escapó por los pelos.

      

Una vez ahorrados algunos dineros y ya en su madurez se pudo hacer con la propiedad de un pequeño pesquero llamado “el Bambi”. Colmado sus deseos, se jubiló de la mar como marengo, pero su vista sigue buscando cada mañana, muy temprano, a lo largo de todo el horizonte, aquellas traíñas, jábegas y sardinales que nunca volvieron, el trasiego de botes, “parales”, vetas y trallas. Se conforma con contemplar los barcos coquineros que realizan su faena a “un par de vetas” de la orilla y a los pescadores de caña que un día tras otro “echan de comer al pescao”.

     

Mi amigo Juan Caparrós es el último marengo de las playas rinconeras. A sus cerca de noventa años sigue teniendo la cabeza firme y la vista larga. Su deteriorada dentadura le resulta suficiente para seguir comiendo pescado y sus piernas renegridas y fibrosas le permiten seguir desplazándose con gallardía por sus queridas playas.

    

Hombres como Juan son una buena noticia. Mantienen su dialecto que contiene extraños sonidos que recuerdan al árabe. Siguen venerando su respeto al mar, a las viejas instituciones y a los mayores. Su bonhomía me hace disfrutar de su amistad, de su sabiduría y su conversación. Los viejos marengos no necesitaban informes de los expertos ni de los ecologistas. Ellos cuidaron durante muchos años la mar. Su mar. El “mare nostrum”.

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Lo que voy a decir no se apoya -no lo pretende, además lo rechaza- en ningún argumento científico. Rechazo en general lo científico porque proviene, tal caudal de conocimiento, de la mente humana matemática, fajada y limitada, sobre todo no mente libre sino observante desde muchos filtros atascados de prejuicios.

No es ninguna novedad que vivimos en un tiempo donde el pulso de la coexistencia social parece haberse acelerado en una deriva incomprensible, enfrentándonos con la paradoja de una humanidad cada vez más próxima, sin que ello se traduzca necesariamente en la cercanía o comprensión mutua.

El filólogo humanista Noam Chomsky decía que “si no se está de acuerdo con una cuestión, el hecho de formular y escuchar críticas, forma parte de la convivencia, y así se espera que sea”. De este modo, Chomsky argumenta el derecho y obligación a ejercer la crítica como proceso para la construcción de la convivencia.

 
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