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Cuatro relatos breves

El poema de Miguel

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El dieciocho de agosto de mil novecientos ochenta y dos, la enfermera que acompaña a Miguel en el vehículo que efectúa su traslado desde el Instituto Ricardo Gutiérrez, nos proporciona los primeros datos: Miguel nació en Tucumán el ocho de diciembre de mil novecientos sesenta y seis. Sus arranques agresivos eran cada vez más azarosamente neutralizados por el personal del Instituto. 


El médico de guardia anota en la historia clínica al internarlo: “Hijo de madre soltera. Al año y medio enfermó de meningitis y fue abandonado. Permaneció en un hospital de Tucumán durante tres años, hasta que la madre es obligada a retirarlo. A los cinco años todavía no hablaba ni caminaba. La madre se casa y lleva a Miguel con ella y el marido. A los trece años, Miguel comienza a fugarse de su casa y a alcoholizarse. El padrastro bebía en exceso en forma habitual. Miguel es internado en el Tobar García, intoxicado. Luego queda a cargo de Minoridad en el Gutiérrez. Reitera fugas. Cíclicamente colérico, profiere amenazas. Y el siguiente episodio: persigue a otro internado con un cuchillo y pega a una celadora. En el Instituto habría concluido tercer grado. Se niega a ingerir otra cosa que no sea pasto y hojas de plantas.


El paciente refiere ataques de temblor y mareos. Pulcro, con rigidez de movimientos. Hipoproséxico. Parcialmente orientado auto y alopsíquicamente. No presenta alteraciones perceptivas en el momento del examen. Curso de pensamiento retardado, con interceptaciones. Contenido, por lapsos, incoherente. Hipomnésico. Hipotímico, aunque con alguna labilidad. Se asusta al pasar a su sector. Llora y anuncia que cree que va a pegar a alguien. Hipobúlico. Juicio insuficiente. Diagnóstico presuntivo: debilidad mental; epilepsia”. Y añade: “A las ocho horas: Tegretol y Halopidol (...); a las catorce: ídem; a las veinte: Halopidol y Nozinam (...)”.


A los tres días padece una crisis de tipo epiléptico generalizada motriz. Se modifica la medicación.

A la semana, por la madre nos enteramos de que las convulsiones empezaron a los siete años y que fueron evaluadas “gran mal”. De que Miguel tiene cuatro medio hermanas, todas hijas de ella y su marido. Rectifica información: escolaridad de Miguel: primer grado. Siempre se mostró, asegura, “violento conmigo y con las nenas”. Finge ser mudo, en ocasiones, desde hace un par de años. Tenía un amigo que, en efecto, era sordomudo. La madre desconoce de qué juzgado depende su hijo.


Al iniciarse una sesión de musicoterapia, compañeros de habitación denuncian que Miguel al despertarse por las mañanas, se golpea la cabeza contra la pared. A él le satisface que se descubran esos hechos. Amaga con reproducirlos. Cuando otros integrantes del grupo ejecutan instrumentos percusivos, formula manifestaciones infantiliformes, algunas de tenor hipocondríaco. Evidencia sentido musical, soplando entre sus manos juntas y ahuecadas, semejando el sonido de la quena al obtener un ritmo folklórico del altiplano. Al mes, los del plantel profesional coincidimos: pertinaz implementación seductora es la que Miguel actúa con nosotros.


El electroencefalograma de Miguel determina: “Marcadamente lento y desorganizado, con aparición de brotes de ondas. Inexistencia de paroxismos comiciales francos, tanto en el registro espontáneo como durante las activaciones. Puede corresponder a sufrimiento cortical inter o post crítico”.


El diagnóstico a partir de la audiometría tonal y vocal indica: “Anacusia de oído izquierdo. Hipoacusia perceptiva de tonos altos en oído derecho”. Su psicoterapeuta individual transcribe en la historia clínica locuciones de su primer año y medio en nuestra institución: “Miguel es malo, no hay que quererlo”; “Miguel es malo porque a las madres hay que quererlas siempre”; “Miguel es malo para que no lo quieran”.


Lleva a cabo en el parque tareas muy simples por las que se le remunera. Compra atados de cigarrillos en el kiosco de la clínica y revende los cigarrillos por unidades. El no fuma todavía; esto ocurrirá más tarde, cuando, además, cese de afeitar su rala pilosidad.


Previo a cada reunión, en etapas sociables, al impartirse la orden de preparar la Sala de Comunidad, es el primero en movilizarse. Serio y enérgico manipula sillas de metal y de madera. Las revolea no sin destreza, como desentendiéndose de la integridad física de las personas próximas.


Invariablemente sentado cerca de la puerta, la abre o la cierra cuando algún terapeuta entra o sale del ámbito. Y con renovados vigor y pericia colabora después en el desarmado del círculo de asientos. En esas asambleas, en los períodos más paranoides, prefiere apartarse, de pie y fuera de la ronda conformada por pacientes y profesionales. Redacta impresiones o solicitudes en hojas de libreta que impone como obsequio a mucamas y celadores. Cada tanto le entrega notas a la coordinadora de la asamblea comunitaria, para que ella lea en voz alta sus quejas: hurto del candado de su armario, o de la llave del candado u otra pertenencia, etc. La coordinadora sólo accede a que sea él quien lea su propio escrito. Y entonces Miguel lo hace con una voz distorsionada.


Sus berrinches promueven ásperas discusiones. En cambio, en sus rachas cariñosas se adhiere con torpe frenesí a cualquiera de nosotros, ríe y bromea procurando establecer incondicional alianza. Nos impacta su aire triunfante cuando se oye llamar tío, el tío, o cuando aporrea una lata, pueril bombo legüero, dando vueltas por la canchita de fútbol. Hay que estar atentos, porque por ahí se introduce en el office de enfermería, y arrebata su medicación del pequeño plato en el que consta su apellido, y la traga. Imperturbable, pero con el debido permiso, calienta agua en el calentador eléctrico. Sale y vuelve a entrar al office, vigilante, experto, con el mate en la mano. Y con su equipo a cuestas se instala en el portón que comunica el sector de adolescentes con el de adultos.


También en psicoterapia ha revelado: “Mis hijos son los animalitos. Mi mamá los mandó matar. Tenía dos perritas negras. Sueño con las perritas”; “Ahora crezco, los paso a todos”; “Me gustaría salir fotografiado en una revista con mi mamá y mis hermanas”; “Ahora están juntos viviendo, pero separados: así quería yo”; “Con los anteojos de mi padre veo bien”; “¿Qué será que me pasa que extraño a mamá?”; “Tengo miedo porque estoy solitario. Las madres sueltan a los chicos, se quedan solos y tienen miedo como yo”; “¿Si a los chicos les da un ataque, las madres se asustan y vienen?”; “Me iba cayendo como si estuviera en una rueda, se puso todo oscuro y me tiraron agua: me mejoré”; “Estoy solitario, me gusta estar así. Por eso le pego a los chicos”; “Si habla de la madre, Miguel se pone mal”; “Si Miguel es momia, está mejor. Si Miguel se mueve, es malo: muerde”.


Preguntó a la terapista ocupacional al recibir de regalo un barco de cartulina de una paciente: “¿Por qué quieren a Miguel?”.


Algunas conductas bizarras han ido cediendo: tal la de masticar caramelos sin sacarle la envoltura. Quienes lo tratamos no avizoramos confiables perspectivas de estabilidad: hay nula continencia familiar y daño irreversible.


Me entregó a mí esta vez un manuscrito, en letra de imprenta y plagado de errores ortográficos. Corregidos los errores y dispuesto el texto como verso libre, les doy a conocer este reclamo:


“Estoy queriendo que me lleven

de la clínica a un colegio,

para que esté más mejor,

esté bien en el colegio.

En la clínica me da lástima,

no quiero estar en la clínica,

quiero estar en el colegio

porque en la clínica me dan lágrimas,

porque no quiero estar en la clínica,

quiero estar en el colegio para que no llore,

esté bien en el colegio,

y en la clínica lloro.

Me quiero ir de la clínica,

si no me llevan a un colegio

voy a estar mal en la clínica,

todos los días voy a llorar.

Si me llevan al colegio voy a estar contento

y no voy a llorar en el colegio”.

*

Gabriela

“...me acerco, casi en el cruce con Maipú, y digo que me gustaría saber si tengo alguna chance. Suspende la mirada mientras me oye. Se detiene toda. Transido parpadeo ante la aparición incuestionable de súbita trompita. Gira la cabeza hacia mí. Comienza a pesquisarme desde la barbilla. Sin entusiasmo expande las pestañas hacia una de mis orejas y hacia la otra. Saltea mi mirada, por lo que me impide contender. Escandalosamente me recorre los labios y un poco la nariz. Aunque ya dice cosas (sé de su voz pausada), no la oigo. A los ojos me mira. Y es ahora —no hay nada malo en su castellano— cuando la entiendo. Somos los que se miran mientras hablan. Me pregunta a mí (!) cómo me llamo. Musito mi gracia antes de atragantarme sin atenuantes. Y afirma llamarse Gabriela, un nombre en el que parece caber. Ella es esa mujer que se llama Gabriela. Le digo: «Sos esa mujer que se llama Gabriela». «¿Estabas esperándome desde que naciste?», inquiere. Y me ofreció su sonrisa. 


Imaginé que me mordería con parsimonia, anhelando reembolso y creces. Caminamos inventariando los estrenos que debiéramos ver juntos. Nos sentamos a los lados de una mesita circular y paqueta, de las que no me agradan, en una confitería de inmoderado señorío. No es mucho el tiempo del que dispone, me advierte. «Pero ya vendrán ratitos mejores.» A la noche yo podría ir a buscarla. Viene el mozo, cumplido y distante. «Café doble.» «Café.» Crepito cuando el mozo se va: «¿¡Y dónde tendría yo que irte a buscar, por todos los cielos!?» Agarra una servilletita: «Te lo anoto». Le alcanzo mi súper bolígrafo. Escribe números grandes y esbeltos. Que la espere en la puerta. «A las diez está bien.» Y anota veintidós. Tras recobrar mi súper bolígrafo, delineo un corazoncito rápido y sin bambolla como quien firma o muesca. Me guardo la servilleta y el ademán. Mi súper bolígrafo no sé, no lo guardo todavía. Gabriela me cuenta qué estudia, demora su café y me condena a desearla. Llama al mozo: «Yo invito». Y paga. En la mejilla y en la vereda me besa, y se va.”


Andaba yo bastante solitaria cuando el novelista a cargo del primer taller literario al que concurriera me desasnara sobre aspectos prácticos: esenciales recaudos y sensatos artilugios. Me introduje en ese ámbito con muchas ganas y lecturas, atraída por su notoriedad. Logré mantenerme en un intenso entrenamiento: descripción de un barrio, o de un episodio desde el punto de vista de un animal, variantes de final para historias ajenas, articulación de dos monólogos interiores, o como lo que acaban de leer, sencilla secuencia trasmitida por personaje de sexo opuesto al del autor. (Yo no era Gabriela, pero hubiera preferido serlo; querría llamarme Gabriela y ser esa Gabriela.) 


Tres de mis compañeros, varones, eran talentosos e informados. Sus puntualizaciones me regocijaban; no estaban en seducirme (lo que no me hubiera venido nada mal...) y evidenciaban favorable disposición para con mis comentarios sobre el quehacer de ellos. ¿Otros?: mina muy atacante que explotaba de malicia para con las demás mujeres del grupo; bufarrón vanamente capcioso, panegirista de Alejandro Magno; muchacho en carrera periodística (gacetillero) repleto de vicios profesionales; adolescente prometedora que nos perturbaba con sus sonetos intimistas. En fin. Tuve problemas de guita y proseguí en otro taller, más accesible, coordinado por un licenciado en letras. ¿La consigna para mí más estimulante?: escudriñar pinturas y trasvasar a palabras las sensaciones y ocurrencias:


“I) Dícese Pantocrátor y algunos nombres propios (Lucas, Vitulo, Marcus, Leo...) circundan el motivo central (materia de iluminadores): Un barbado santo con dos dedos extendidos. Exactamente tres bichos alados con ropas de hechura similar a la del barbado y a la de una otra figura también alada con cabeza varonil, desde los ángulos acompañan provistos de sendos libracos.


II) Humano y energético el escarabajo ocre, veteado, pleno, con el pulgar izquierdo retorcido, tanto como para que la perfecta uña nos sea visible. ¿Qué cosa son esos redondeles blancos esparcidos, sin relieve (¿humedad?) y esas letras griegas en el muro zodiacal desde cuyo centro una manopla con otros dos dedos (índice y del medio) extendidos proyectan un delgado rayo? Detalle de lapidación de un diácono protomártir.


III) Al temple sobre tabla este frontal gótico en el que dieciséis lenguas de fuego llenan de inclemente algarabía a los encargados de la inmisericorde cocción de los nueve cuerpecitos de niños harinosos que se toman de las manos”.


Está ya en librerías mi primer libro. Destaco que con el seudónimo Gabriela (único nombre de la hija que concebí con un bardo de paso por ese otro taller), obtuve un primer premio (precisamente la edición de la obra).


*

Informe

Pocos edificios concentrados en las manzanas que lindan con la plaza; el más alto llegará a quince pisos. Las casas tienden a la sencillez. Las más antiguas, con los jardines encerrados por muros de los que sobresalen enredaderas y estrellas federales. Las puertas, de hierro, pintadas de verde. De las que no están pintadas de verde... nadie atinaría a definir el color. Espaciosas estas casas, y cuidadas, con esmero incierto. Y casi todas las modernas, lo son por haber sido restauradas. Hay calles con apenas unos arbolitos, recién plantados. Otras ostentan muchos, y añosos. Los canteros de la plaza, maltratados; los bancos de madera, rotos; los juegos no, curiosamente. 


Sólo hay una avenida. Y calles anchas, bien señalizadas, de tránsito rápido. Las cortadas, cercanas a la iglesia. Sobre la avenida, las galerías principales. Dentro de la más vistosa, la confitería bailable mejor montada. No hay cines ni hoteles para parejas, pero sí el teatro de una cooperativa, con su edificio al lado de la comisaría. Las instituciones bancarias, en esquinas, pero no las farmacias. La plazoleta, con los puestos, escasos y alicaídos, de compra y venta de libros, embaldosada. Al barrio lo atraviesan varias líneas de colectivos (y con ninguna se llega al microcentro).


50   Rolando Revagliatti en junio 22   Foto Mirta Dans


Y en la húmeda y tétrica bodega de la discreta finca de dos plantas de don Benito Manso, su único habitante permanente, podríamos hallar: tres pares de borceguíes, siete camperas camufladas, dos pantalones de combate camuflados, un mameluco completo camuflado, una boina con la leyenda “Comando”, un piloto tipo militar, tres carpas de campaña, con estacas, partes de armas automáticas (cañones, correderas, etcétera) de aparente fabricación casera, un par de guantes del Ejército Argentino, una pistola marca Browning número 11-67287 calibre 9 milímetros con grabado de Policía Federal Argentina, diecinueve cartuchos calibre 12.70 milímetros, cuatrocientos dieciocho cartuchos de bala calibre 22, una carabina calibre 22 marca Ruger número 124-03334, diez panes de trotyl de procedencia estadounidense, cinco detonadores con conductores eléctricos de procedencia extranjera, un casco blanco con inscripción “P. M.”, cuatro pistoleras, un carnet de periodista a nombre de Carlo Scaracifiglio, dos tiras de negativos fotográficos de película blanco y negro de 35 milímetros, una granada de mano MK2 con tren de fuego, tarjetas personales a nombre del general (RE) José Anuncio Céspedes Villar, con rótulos varios, embute trotyl, un carné del Departamento Contra Subversión de la Presidencia de la Nación, un cartón de Jefatura II con direcciones varias, doscientos metros de cordón detonante de cincuenta grains de procedencia Fabricaciones Militares (el mismo equivalente a 3,5 kilogramos de alto explosivo denominado pentrita), una carabina marca Winchester, calibre 22 a repetición sin cartuchos de bala, una pistola ametralladora Sterling-SNG calibre 9 milímetros, cuatro cargadores, porta cargadores y herramientas de la misma, un revólver 32 Smith Wesson NR 204.915, tres esposas U.S.A. Smith Wesson, un auricular con disco, calzador para toma telefónica, un sello “Presidencia Casa Militar”, una escopeta calibre 16 milímetros marca Eibar NR AM-82716 Sarrasqueta, una mira telescópica, distintos elementos de correaje porta cargadores y, aproximadamente, unas veinte a treinta prendas de uniformes militares de distinto uso.


Además, un escudo de Infantería de Marina, una calcomanía que dice “Argentina-Presidencia”, una credencial metálica dorada con texto “U. S. Social Security” NR 144-63-2461 a nombre de Antonio Velnis, un par de cachas de madera para revólver, una brújula del Ejército Argentino, una boleta de renta con anotación manuscrita que dice “embute armas lobito”, una caja vacía con cartuchos 9 milímetros, un calibre para la medición de diamantes, una capota militar de gala, un mini componente de audio, un equipo de audio con adaptador y micrófono, un equipo transmisor de VHF-FM, una antena magnética portátil, una fuente de alimentación, una antena látigo, cinco sables bayoneta, un Tahalí de origen U.S.A., un Tahalí marrón, una culata para carabina, una bomba de estruendo, once detonadores a mecha, un detonador eléctrico, una tarjeta comercial en cuyo centro se encuentra el logotipo de una mano y a su alrededor la inscripción “Manos Argentinas”, dos pelucas de hombre, un equipo de radio llamadas, un cargador de F.A.L., una cantonera de goma, cinco cartuchos calibre 357 de supervivencia, cuarenta vainas servidas calibre 357, un motor cohete de 70 milímetros, cinco jeringas y dos ampollas de clorato de apomorfina.


Pero, en esta surtidísima bodega de don Benito Manso, no encontraríamos por más que buscáramos y rebuscáramos, ni una sola botella, ni una sola, de un buen vinito de mesa.


*

Nunca soñé

Nunca soñé con tres ojos que me escrutaran desde un pescuezo de jirafa. Que me escrutaran no sin dejar de entornarse alguno, alternativamente. Tres ojos y no tres pares de ojos de diferentes tonalidades. Tres ojos oscuros idénticos. Y que se posaran sobre mí sin benevolencia ni animosidad. Desde un pescuezo inconfundible, irreprochable. 


Desde una jirafa de la que pudieran pender arañas plateadas, moribundas, o exhaustas. Pendiendo como sólo penden lo esencial y lo sutil. Lo sutil exhausto, lo esencial moribundo. No estaríamos ellas y yo en un zoológico o en un ambiente no trastornado por el hombre. Pero yo no distinguiría el sitio, y hasta ese momento sería únicamente mis cuatro pintorescas narices, olfateando en vano, desasidas de cabeza reconocible. Yo consistiría, hasta entonces, en una pura memoria guiñolesca, afanándose por recuperarme. Sería, claro, una sustancia en su propia procura.


Nunca soñé con algo rubio gelatinoso aposentado sobre un punto cardinal. Ni me soñé punto cardinal sobre el que se aposentara determinada o indeterminada gelatinosa rubiedad.


Nunca soñé con escaleras derritiéndose sobre un valle de incienso. Dos mil ochocientos peldaños, sumando las sesenta y seis escaleras de fibra. Incienso que cubre todo el valle al que pertenezco desde mi primer sueño anotado en un cuaderno infantil. No estaría allí como ninguna de mis presencias mensurables. Y, sin embargo, me brindaría a derretirme.


Nunca soñé con hexágonos de piel humana impidiéndome apoderarme de la gracia. Es poco no haber soñado nunca con la gracia apoderada impidiéndome la humana piel de los hexágonos.


Nunca soñé con el antojadizo poder de cristalizar, seccionar y envasar un crepúsculo. Y darlo a consumir sin reparos. Antojo de consumición.


Nunca soñé con un espejismo, ni cóncavo ni convexo. Espejismo con el que hubiera podido restituírseme la gobernabilidad de mis sueños.

**

El poema de Miguel

Cuatro relatos breves
Rolando Revagliatti
martes, 23 de agosto de 2022, 09:05 h (CET)

El dieciocho de agosto de mil novecientos ochenta y dos, la enfermera que acompaña a Miguel en el vehículo que efectúa su traslado desde el Instituto Ricardo Gutiérrez, nos proporciona los primeros datos: Miguel nació en Tucumán el ocho de diciembre de mil novecientos sesenta y seis. Sus arranques agresivos eran cada vez más azarosamente neutralizados por el personal del Instituto. 


El médico de guardia anota en la historia clínica al internarlo: “Hijo de madre soltera. Al año y medio enfermó de meningitis y fue abandonado. Permaneció en un hospital de Tucumán durante tres años, hasta que la madre es obligada a retirarlo. A los cinco años todavía no hablaba ni caminaba. La madre se casa y lleva a Miguel con ella y el marido. A los trece años, Miguel comienza a fugarse de su casa y a alcoholizarse. El padrastro bebía en exceso en forma habitual. Miguel es internado en el Tobar García, intoxicado. Luego queda a cargo de Minoridad en el Gutiérrez. Reitera fugas. Cíclicamente colérico, profiere amenazas. Y el siguiente episodio: persigue a otro internado con un cuchillo y pega a una celadora. En el Instituto habría concluido tercer grado. Se niega a ingerir otra cosa que no sea pasto y hojas de plantas.


El paciente refiere ataques de temblor y mareos. Pulcro, con rigidez de movimientos. Hipoproséxico. Parcialmente orientado auto y alopsíquicamente. No presenta alteraciones perceptivas en el momento del examen. Curso de pensamiento retardado, con interceptaciones. Contenido, por lapsos, incoherente. Hipomnésico. Hipotímico, aunque con alguna labilidad. Se asusta al pasar a su sector. Llora y anuncia que cree que va a pegar a alguien. Hipobúlico. Juicio insuficiente. Diagnóstico presuntivo: debilidad mental; epilepsia”. Y añade: “A las ocho horas: Tegretol y Halopidol (...); a las catorce: ídem; a las veinte: Halopidol y Nozinam (...)”.


A los tres días padece una crisis de tipo epiléptico generalizada motriz. Se modifica la medicación.

A la semana, por la madre nos enteramos de que las convulsiones empezaron a los siete años y que fueron evaluadas “gran mal”. De que Miguel tiene cuatro medio hermanas, todas hijas de ella y su marido. Rectifica información: escolaridad de Miguel: primer grado. Siempre se mostró, asegura, “violento conmigo y con las nenas”. Finge ser mudo, en ocasiones, desde hace un par de años. Tenía un amigo que, en efecto, era sordomudo. La madre desconoce de qué juzgado depende su hijo.


Al iniciarse una sesión de musicoterapia, compañeros de habitación denuncian que Miguel al despertarse por las mañanas, se golpea la cabeza contra la pared. A él le satisface que se descubran esos hechos. Amaga con reproducirlos. Cuando otros integrantes del grupo ejecutan instrumentos percusivos, formula manifestaciones infantiliformes, algunas de tenor hipocondríaco. Evidencia sentido musical, soplando entre sus manos juntas y ahuecadas, semejando el sonido de la quena al obtener un ritmo folklórico del altiplano. Al mes, los del plantel profesional coincidimos: pertinaz implementación seductora es la que Miguel actúa con nosotros.


El electroencefalograma de Miguel determina: “Marcadamente lento y desorganizado, con aparición de brotes de ondas. Inexistencia de paroxismos comiciales francos, tanto en el registro espontáneo como durante las activaciones. Puede corresponder a sufrimiento cortical inter o post crítico”.


El diagnóstico a partir de la audiometría tonal y vocal indica: “Anacusia de oído izquierdo. Hipoacusia perceptiva de tonos altos en oído derecho”. Su psicoterapeuta individual transcribe en la historia clínica locuciones de su primer año y medio en nuestra institución: “Miguel es malo, no hay que quererlo”; “Miguel es malo porque a las madres hay que quererlas siempre”; “Miguel es malo para que no lo quieran”.


Lleva a cabo en el parque tareas muy simples por las que se le remunera. Compra atados de cigarrillos en el kiosco de la clínica y revende los cigarrillos por unidades. El no fuma todavía; esto ocurrirá más tarde, cuando, además, cese de afeitar su rala pilosidad.


Previo a cada reunión, en etapas sociables, al impartirse la orden de preparar la Sala de Comunidad, es el primero en movilizarse. Serio y enérgico manipula sillas de metal y de madera. Las revolea no sin destreza, como desentendiéndose de la integridad física de las personas próximas.


Invariablemente sentado cerca de la puerta, la abre o la cierra cuando algún terapeuta entra o sale del ámbito. Y con renovados vigor y pericia colabora después en el desarmado del círculo de asientos. En esas asambleas, en los períodos más paranoides, prefiere apartarse, de pie y fuera de la ronda conformada por pacientes y profesionales. Redacta impresiones o solicitudes en hojas de libreta que impone como obsequio a mucamas y celadores. Cada tanto le entrega notas a la coordinadora de la asamblea comunitaria, para que ella lea en voz alta sus quejas: hurto del candado de su armario, o de la llave del candado u otra pertenencia, etc. La coordinadora sólo accede a que sea él quien lea su propio escrito. Y entonces Miguel lo hace con una voz distorsionada.


Sus berrinches promueven ásperas discusiones. En cambio, en sus rachas cariñosas se adhiere con torpe frenesí a cualquiera de nosotros, ríe y bromea procurando establecer incondicional alianza. Nos impacta su aire triunfante cuando se oye llamar tío, el tío, o cuando aporrea una lata, pueril bombo legüero, dando vueltas por la canchita de fútbol. Hay que estar atentos, porque por ahí se introduce en el office de enfermería, y arrebata su medicación del pequeño plato en el que consta su apellido, y la traga. Imperturbable, pero con el debido permiso, calienta agua en el calentador eléctrico. Sale y vuelve a entrar al office, vigilante, experto, con el mate en la mano. Y con su equipo a cuestas se instala en el portón que comunica el sector de adolescentes con el de adultos.


También en psicoterapia ha revelado: “Mis hijos son los animalitos. Mi mamá los mandó matar. Tenía dos perritas negras. Sueño con las perritas”; “Ahora crezco, los paso a todos”; “Me gustaría salir fotografiado en una revista con mi mamá y mis hermanas”; “Ahora están juntos viviendo, pero separados: así quería yo”; “Con los anteojos de mi padre veo bien”; “¿Qué será que me pasa que extraño a mamá?”; “Tengo miedo porque estoy solitario. Las madres sueltan a los chicos, se quedan solos y tienen miedo como yo”; “¿Si a los chicos les da un ataque, las madres se asustan y vienen?”; “Me iba cayendo como si estuviera en una rueda, se puso todo oscuro y me tiraron agua: me mejoré”; “Estoy solitario, me gusta estar así. Por eso le pego a los chicos”; “Si habla de la madre, Miguel se pone mal”; “Si Miguel es momia, está mejor. Si Miguel se mueve, es malo: muerde”.


Preguntó a la terapista ocupacional al recibir de regalo un barco de cartulina de una paciente: “¿Por qué quieren a Miguel?”.


Algunas conductas bizarras han ido cediendo: tal la de masticar caramelos sin sacarle la envoltura. Quienes lo tratamos no avizoramos confiables perspectivas de estabilidad: hay nula continencia familiar y daño irreversible.


Me entregó a mí esta vez un manuscrito, en letra de imprenta y plagado de errores ortográficos. Corregidos los errores y dispuesto el texto como verso libre, les doy a conocer este reclamo:


“Estoy queriendo que me lleven

de la clínica a un colegio,

para que esté más mejor,

esté bien en el colegio.

En la clínica me da lástima,

no quiero estar en la clínica,

quiero estar en el colegio

porque en la clínica me dan lágrimas,

porque no quiero estar en la clínica,

quiero estar en el colegio para que no llore,

esté bien en el colegio,

y en la clínica lloro.

Me quiero ir de la clínica,

si no me llevan a un colegio

voy a estar mal en la clínica,

todos los días voy a llorar.

Si me llevan al colegio voy a estar contento

y no voy a llorar en el colegio”.

*

Gabriela

“...me acerco, casi en el cruce con Maipú, y digo que me gustaría saber si tengo alguna chance. Suspende la mirada mientras me oye. Se detiene toda. Transido parpadeo ante la aparición incuestionable de súbita trompita. Gira la cabeza hacia mí. Comienza a pesquisarme desde la barbilla. Sin entusiasmo expande las pestañas hacia una de mis orejas y hacia la otra. Saltea mi mirada, por lo que me impide contender. Escandalosamente me recorre los labios y un poco la nariz. Aunque ya dice cosas (sé de su voz pausada), no la oigo. A los ojos me mira. Y es ahora —no hay nada malo en su castellano— cuando la entiendo. Somos los que se miran mientras hablan. Me pregunta a mí (!) cómo me llamo. Musito mi gracia antes de atragantarme sin atenuantes. Y afirma llamarse Gabriela, un nombre en el que parece caber. Ella es esa mujer que se llama Gabriela. Le digo: «Sos esa mujer que se llama Gabriela». «¿Estabas esperándome desde que naciste?», inquiere. Y me ofreció su sonrisa. 


Imaginé que me mordería con parsimonia, anhelando reembolso y creces. Caminamos inventariando los estrenos que debiéramos ver juntos. Nos sentamos a los lados de una mesita circular y paqueta, de las que no me agradan, en una confitería de inmoderado señorío. No es mucho el tiempo del que dispone, me advierte. «Pero ya vendrán ratitos mejores.» A la noche yo podría ir a buscarla. Viene el mozo, cumplido y distante. «Café doble.» «Café.» Crepito cuando el mozo se va: «¿¡Y dónde tendría yo que irte a buscar, por todos los cielos!?» Agarra una servilletita: «Te lo anoto». Le alcanzo mi súper bolígrafo. Escribe números grandes y esbeltos. Que la espere en la puerta. «A las diez está bien.» Y anota veintidós. Tras recobrar mi súper bolígrafo, delineo un corazoncito rápido y sin bambolla como quien firma o muesca. Me guardo la servilleta y el ademán. Mi súper bolígrafo no sé, no lo guardo todavía. Gabriela me cuenta qué estudia, demora su café y me condena a desearla. Llama al mozo: «Yo invito». Y paga. En la mejilla y en la vereda me besa, y se va.”


Andaba yo bastante solitaria cuando el novelista a cargo del primer taller literario al que concurriera me desasnara sobre aspectos prácticos: esenciales recaudos y sensatos artilugios. Me introduje en ese ámbito con muchas ganas y lecturas, atraída por su notoriedad. Logré mantenerme en un intenso entrenamiento: descripción de un barrio, o de un episodio desde el punto de vista de un animal, variantes de final para historias ajenas, articulación de dos monólogos interiores, o como lo que acaban de leer, sencilla secuencia trasmitida por personaje de sexo opuesto al del autor. (Yo no era Gabriela, pero hubiera preferido serlo; querría llamarme Gabriela y ser esa Gabriela.) 


Tres de mis compañeros, varones, eran talentosos e informados. Sus puntualizaciones me regocijaban; no estaban en seducirme (lo que no me hubiera venido nada mal...) y evidenciaban favorable disposición para con mis comentarios sobre el quehacer de ellos. ¿Otros?: mina muy atacante que explotaba de malicia para con las demás mujeres del grupo; bufarrón vanamente capcioso, panegirista de Alejandro Magno; muchacho en carrera periodística (gacetillero) repleto de vicios profesionales; adolescente prometedora que nos perturbaba con sus sonetos intimistas. En fin. Tuve problemas de guita y proseguí en otro taller, más accesible, coordinado por un licenciado en letras. ¿La consigna para mí más estimulante?: escudriñar pinturas y trasvasar a palabras las sensaciones y ocurrencias:


“I) Dícese Pantocrátor y algunos nombres propios (Lucas, Vitulo, Marcus, Leo...) circundan el motivo central (materia de iluminadores): Un barbado santo con dos dedos extendidos. Exactamente tres bichos alados con ropas de hechura similar a la del barbado y a la de una otra figura también alada con cabeza varonil, desde los ángulos acompañan provistos de sendos libracos.


II) Humano y energético el escarabajo ocre, veteado, pleno, con el pulgar izquierdo retorcido, tanto como para que la perfecta uña nos sea visible. ¿Qué cosa son esos redondeles blancos esparcidos, sin relieve (¿humedad?) y esas letras griegas en el muro zodiacal desde cuyo centro una manopla con otros dos dedos (índice y del medio) extendidos proyectan un delgado rayo? Detalle de lapidación de un diácono protomártir.


III) Al temple sobre tabla este frontal gótico en el que dieciséis lenguas de fuego llenan de inclemente algarabía a los encargados de la inmisericorde cocción de los nueve cuerpecitos de niños harinosos que se toman de las manos”.


Está ya en librerías mi primer libro. Destaco que con el seudónimo Gabriela (único nombre de la hija que concebí con un bardo de paso por ese otro taller), obtuve un primer premio (precisamente la edición de la obra).


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Informe

Pocos edificios concentrados en las manzanas que lindan con la plaza; el más alto llegará a quince pisos. Las casas tienden a la sencillez. Las más antiguas, con los jardines encerrados por muros de los que sobresalen enredaderas y estrellas federales. Las puertas, de hierro, pintadas de verde. De las que no están pintadas de verde... nadie atinaría a definir el color. Espaciosas estas casas, y cuidadas, con esmero incierto. Y casi todas las modernas, lo son por haber sido restauradas. Hay calles con apenas unos arbolitos, recién plantados. Otras ostentan muchos, y añosos. Los canteros de la plaza, maltratados; los bancos de madera, rotos; los juegos no, curiosamente. 


Sólo hay una avenida. Y calles anchas, bien señalizadas, de tránsito rápido. Las cortadas, cercanas a la iglesia. Sobre la avenida, las galerías principales. Dentro de la más vistosa, la confitería bailable mejor montada. No hay cines ni hoteles para parejas, pero sí el teatro de una cooperativa, con su edificio al lado de la comisaría. Las instituciones bancarias, en esquinas, pero no las farmacias. La plazoleta, con los puestos, escasos y alicaídos, de compra y venta de libros, embaldosada. Al barrio lo atraviesan varias líneas de colectivos (y con ninguna se llega al microcentro).


50   Rolando Revagliatti en junio 22   Foto Mirta Dans


Y en la húmeda y tétrica bodega de la discreta finca de dos plantas de don Benito Manso, su único habitante permanente, podríamos hallar: tres pares de borceguíes, siete camperas camufladas, dos pantalones de combate camuflados, un mameluco completo camuflado, una boina con la leyenda “Comando”, un piloto tipo militar, tres carpas de campaña, con estacas, partes de armas automáticas (cañones, correderas, etcétera) de aparente fabricación casera, un par de guantes del Ejército Argentino, una pistola marca Browning número 11-67287 calibre 9 milímetros con grabado de Policía Federal Argentina, diecinueve cartuchos calibre 12.70 milímetros, cuatrocientos dieciocho cartuchos de bala calibre 22, una carabina calibre 22 marca Ruger número 124-03334, diez panes de trotyl de procedencia estadounidense, cinco detonadores con conductores eléctricos de procedencia extranjera, un casco blanco con inscripción “P. M.”, cuatro pistoleras, un carnet de periodista a nombre de Carlo Scaracifiglio, dos tiras de negativos fotográficos de película blanco y negro de 35 milímetros, una granada de mano MK2 con tren de fuego, tarjetas personales a nombre del general (RE) José Anuncio Céspedes Villar, con rótulos varios, embute trotyl, un carné del Departamento Contra Subversión de la Presidencia de la Nación, un cartón de Jefatura II con direcciones varias, doscientos metros de cordón detonante de cincuenta grains de procedencia Fabricaciones Militares (el mismo equivalente a 3,5 kilogramos de alto explosivo denominado pentrita), una carabina marca Winchester, calibre 22 a repetición sin cartuchos de bala, una pistola ametralladora Sterling-SNG calibre 9 milímetros, cuatro cargadores, porta cargadores y herramientas de la misma, un revólver 32 Smith Wesson NR 204.915, tres esposas U.S.A. Smith Wesson, un auricular con disco, calzador para toma telefónica, un sello “Presidencia Casa Militar”, una escopeta calibre 16 milímetros marca Eibar NR AM-82716 Sarrasqueta, una mira telescópica, distintos elementos de correaje porta cargadores y, aproximadamente, unas veinte a treinta prendas de uniformes militares de distinto uso.


Además, un escudo de Infantería de Marina, una calcomanía que dice “Argentina-Presidencia”, una credencial metálica dorada con texto “U. S. Social Security” NR 144-63-2461 a nombre de Antonio Velnis, un par de cachas de madera para revólver, una brújula del Ejército Argentino, una boleta de renta con anotación manuscrita que dice “embute armas lobito”, una caja vacía con cartuchos 9 milímetros, un calibre para la medición de diamantes, una capota militar de gala, un mini componente de audio, un equipo de audio con adaptador y micrófono, un equipo transmisor de VHF-FM, una antena magnética portátil, una fuente de alimentación, una antena látigo, cinco sables bayoneta, un Tahalí de origen U.S.A., un Tahalí marrón, una culata para carabina, una bomba de estruendo, once detonadores a mecha, un detonador eléctrico, una tarjeta comercial en cuyo centro se encuentra el logotipo de una mano y a su alrededor la inscripción “Manos Argentinas”, dos pelucas de hombre, un equipo de radio llamadas, un cargador de F.A.L., una cantonera de goma, cinco cartuchos calibre 357 de supervivencia, cuarenta vainas servidas calibre 357, un motor cohete de 70 milímetros, cinco jeringas y dos ampollas de clorato de apomorfina.


Pero, en esta surtidísima bodega de don Benito Manso, no encontraríamos por más que buscáramos y rebuscáramos, ni una sola botella, ni una sola, de un buen vinito de mesa.


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Nunca soñé

Nunca soñé con tres ojos que me escrutaran desde un pescuezo de jirafa. Que me escrutaran no sin dejar de entornarse alguno, alternativamente. Tres ojos y no tres pares de ojos de diferentes tonalidades. Tres ojos oscuros idénticos. Y que se posaran sobre mí sin benevolencia ni animosidad. Desde un pescuezo inconfundible, irreprochable. 


Desde una jirafa de la que pudieran pender arañas plateadas, moribundas, o exhaustas. Pendiendo como sólo penden lo esencial y lo sutil. Lo sutil exhausto, lo esencial moribundo. No estaríamos ellas y yo en un zoológico o en un ambiente no trastornado por el hombre. Pero yo no distinguiría el sitio, y hasta ese momento sería únicamente mis cuatro pintorescas narices, olfateando en vano, desasidas de cabeza reconocible. Yo consistiría, hasta entonces, en una pura memoria guiñolesca, afanándose por recuperarme. Sería, claro, una sustancia en su propia procura.


Nunca soñé con algo rubio gelatinoso aposentado sobre un punto cardinal. Ni me soñé punto cardinal sobre el que se aposentara determinada o indeterminada gelatinosa rubiedad.


Nunca soñé con escaleras derritiéndose sobre un valle de incienso. Dos mil ochocientos peldaños, sumando las sesenta y seis escaleras de fibra. Incienso que cubre todo el valle al que pertenezco desde mi primer sueño anotado en un cuaderno infantil. No estaría allí como ninguna de mis presencias mensurables. Y, sin embargo, me brindaría a derretirme.


Nunca soñé con hexágonos de piel humana impidiéndome apoderarme de la gracia. Es poco no haber soñado nunca con la gracia apoderada impidiéndome la humana piel de los hexágonos.


Nunca soñé con el antojadizo poder de cristalizar, seccionar y envasar un crepúsculo. Y darlo a consumir sin reparos. Antojo de consumición.


Nunca soñé con un espejismo, ni cóncavo ni convexo. Espejismo con el que hubiera podido restituírseme la gobernabilidad de mis sueños.

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