Muchas veces fui a la ermita Virgen de la Vega de Moros. Es un paseo sencillo de un kilómetro y medio de longitud y un desnivel acumulado de unos 4 metros. Era una caminata agradable en la que, en estas fechas, los árboles frutales te brindaban una refrescante sombra en todo su trayecto. Era una andada en la que su espesa vegetación te hacía sentir como si caminaras bajo una bóveda interminable.
Hoy lo recuerdo más vivamente después de ver con tristeza las imágenes de cómo el fuego lo abrasó sin ningún respeto. Hoy lo recuerdo más vivamente después de pensar en la buena gente de Moros. Hoy lo recuerdo más vivamente después de ver al pueblo asediado por las cenizas. Hoy lo recuerdo más vivamente después de pensar en los medios de vida calcinados. Hoy he pensado en lo que tarda un árbol frutal en dar cosecha. En lo que tarda la naturaleza en reparar una herida de tales dimensiones. Hoy he pensado en cómo los responsables van a reparar la destrucción ocasionada.
Hoy, después de ver los alrededores de Moros consumidos por el fuego, me ha venido a la mente una primavera que fui a la ermita Virgen de la Vega con los árboles plenos de flores, de abejas, de pájaros, de vida ¿se lo pueden imaginar? Y he sentido pena de verlo hoy así…
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