Todos nos hemos encontrado con amigos, conocidos, que tienen muy arraigado en su corazón y en su mente un solo propósito de su vida: ser felices. Y si no es el único fin que ven a su vivir sí es el más importante: todo lo demás que se les ocurra, y que puedan llevar a cabo en este mundo, tiene esa finalidad: ser felices.
Si les preguntamos en qué consiste esa felicidad las respuestas, además de muy variadas nos pueden parecer un tanto superficiales: “pasarlo bien”; “ganar mucho dinero”; “llegar a ser un hombre, una mujer, influyente en la sociedad”; realizar lo “que me dé la gana, sin molestar a los demás”; “tener una buena casa”; “que vaya todo bien en la familia”, “buena salud”, etc.
Y un buen grupo de esas respuestas, incluirán como un corolario necesario: el no sufrir. No sufrir, no solo físicamente, corporalmente, a causa de una enfermedad, un accidente, etc., sino, y sobre todo, moral y espiritualmente: no padecer por los disgustos, o por las situaciones materiales y morales, que puedan originarnos los amigos, los cónyuges, los familiares, los compañeros de trabajo, etc.
En resumen, el “ser feliz” viene a quedarse en “hacer uno lo que le da la gana”, encerrado en un egoísmo radical, que solo piensa en sí mismo y se despreocupa de lo que pueda ocurrir a su alrededor, sencillamente porque ha descartado encontrarse con una realidad que forma parte de la historia del hombre desde su presencia en la tierra: el sufrimiento.
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