El candidato republicano a la Casa Blanca, John McCain, fue capturado en Vietnam y torturado durante varios años por soldados enemigos sin que en ningún momento se le ocurriera abrir la boca para darles información, y eso que si hay en este mundo una cultura que se maneje con soltura en el noble arte de la sonsacar datos mediante técnicas de coacción físicas y/o psicológicas, esa es la asiática. Con lo que voy a decirles a continuación no quiero que piensen que trato de de restarle importancia al heroísmo del senador, pero si sus captores hubiesen contado con una cinta VHS de Vicky Cristina Barcelona, la última película de Woody Allen, a buen seguro que McCain habría cantado como un pajarillo.
Digámoslo ya: Woody Allen está gagá. Y digámoslo también, que ya va siendo hora: Woody Allen debería dejar de hacer películas y dedicarse a tocar el saxofón hasta el día del juicio final, al ser posible sin hacer pausas para tomar aire. El problema es que nadie se atreve a decir estas cosas, y menos en Europa, con lo cual, cada año por estas fechas, Allen Stewart Konigsberg nos brinda una de sus anodinas historias para tratar de convencernos, y sobre todo, de convencerse a sí mismo, de que aún tiene algo que decir aún cuando su discurso ya hace casi veinte años que se ha agotado. Que sí. Qué Match Point es una buena película. Pero les recuerdo que vivimos en un mundo loco, loco, loco, donde el peor intérprete de la historia reciente, Ben Affleck, ha ganado una copa Volpi al mejor actor en Venecia con toda justicia, donde ese mismo señor ha conseguido estar a la altura del Clint Eastwood de Mystic River dirigiendo la apabullante Gone, Baby, Gone y donde los hermanos Wachowski, fatídicos realizadores de Speed Racer, también son los autores del mayor hito de la ciencia- ficción moderna: The Matrix. Así que no saquemos conclusiones precipitadas. Las excepciones a las reglas no rodean, pero no por ello las reglas dejan de tener validez.
En el caso de Woody Allen la regla principal es que su carrera ha entrado barrena (cuando no en shock anafiláctico) y que cada película que dirige es peor que la anterior. El caso de Vicky, Cristina, Barcelona, el asunto se vuelve especialmente sangrante porque la falta de talento se respira ya desde el título, impuesto por contrato, y porque lo que pretendía ser un tributo a uno de los países con mayor índice de adoradores de su filmografía, termina, por obra y gracia de unos diálogos absurdos, unas escenas sin pies ni cabeza, casi de catalogo turístico, donde importa más que salga la sagrada familia que la acción en sí, un guión caprichosísimo, y unos personajes tontorrones, estereotipados, pretenciosos y carentes de garra, en una analogía cinematográfica de las latas de “mierda de artista” con las que Piero Manzoni se rió del mundo del arte cuando se le ocurrió ponerlas a la venta en los años sesenta. Sólo que sin el sentido de la ironía del italiano, pues Woody Allen se toma muy en serio todo lo que nos cuenta en su último film aunque eso sea que Javier Bardem, caricaturizándose a sí mismo sin pretenderlo, se lleve a dos turistas norteamericanas a Oviedo, en avión privado, para ver una bonita talla de madera (¡!) Uséase: que ese señor aficionado a montárselo con niñitas cuyo supuesto ingenio se sustenta sobre la construcción de frases del tipo “yo no hablo de mi vida sexual a menos que la tenga”, se ha reído en la cara de sus propios fans y, financiado por la estulticia ibérica más berlanguiana, se ha marchado de la piel de toro como si tal cosa no sin antes dejar como estela un regüeldo bien sonoro con aroma a cine para dummies. ¡País!