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Lo cursi

Francisco Arias Solís
Redacción
lunes, 24 de diciembre de 2007, 04:01 h (CET)
“Ya no dici padri,
ni madri ni agüela.
“Mi papá, mi mamá, mi abuelita...”
como si el mocoso juesi un señoruco
de los de nacencia.”


Gabriel y Galán

Hace más de medio siglo, Ramón Gómez de la Serna escribió un hermoso Ensayo sobre lo cursi. Este término, hoy un poco en desuso, alude a lo afectado, pretencioso, remilgado, recargado, falsamente elegante y, como resultado, ridículo. También se decía entonces “sofisticado” para lo mismo, pero ese vocablo ha variado por completo de uso. Para nuestro autor, cursis eran sobre todo los objetos recargados. Los rechazaba uno por uno, pero encontraba un raro placer en coleccionarlos. Esta reacción es mucho más general de lo que parece. Coleccionar lo cursi puede resultar un acto entrañable. Por ejemplo, una casa de muñecas de las de antes.

Hoy hablamos menos de objetos que de personas cursis. Para ellas tenemos un nuevo término, el de horteras. Su conducta típica es la horterada. Aunque parece un vocablo femenino, el hortera es definitivamente masculino, así como cursis eran antes más bien las mujeres. Todavía un poco antes de la generación de Ramón Gómez de la Serna, el hortera era simplemente el dependiente de un comercio elegante. Es ahí donde se daba la situación de una clientela aristocrática o cortesana que era atendida por obsequiosos empleados. Estos venían obligados a adoptar el atuendo y las maneras de la clientela, pero de una manera estudiada, exagerada y falsa. De ahí el tono despectivo que -desde arriba- empezó a darse a estos vendedores. Por injusto que pueda parecer, ese sentido es el único que ha quedado del lenguaje, que incluso ignora el origen de la primitiva función comercial. Un hortera es hoy una persona que quiere pasar por elegante o distinguida, pero que resulta vulgar. Es, en definitiva, la manifestación del quiero y no puedo, la ostentación irritante del recién llegado, la expresión del mal gusto.

El término pertenece a una sociedad donde hay muchos móviles sociales, pero la clase que socialmente manda se resiste a esa incorporación de los que suben de posición. Los de arriba tienen que seguir marcando las distancias respecto de los recién llegados. Sobre gustos se puede escribir todavía mucho, por la sencilla razón de que los gustos cambian. Los que ascienden de clase o de fortuna no pueden comprender de golpe la sutileza de esas alteraciones de lo que se considera de buen tono o de buen gusto.

La horterada se manifiesta de mil formas. Suele darse especialmente cuando se trata de conductas colectivas, gregarias incluso. Así, una boda postinera, una fiesta infantil con payasos, un grupo turístico por lugares exóticos, una despedida de soltero, son ocasiones donde se manifiesta exultante la dimensión “horteril”.

Hay que estar atentos al proceso general de casi todas las modas. Lo que empieza siendo un atributo del gusto refinado, al generalizarse y abaratarse se convierte en vulgar. Es ante ese último movimiento cuando se presenta la horterada. Se podrían aducir mil ilustraciones de esta secuencia, no sólo referida a los objetos, sino a todas las conductas. El lenguaje coloquial está lleno de expresiones que empiezan por una moda exquisita y acaban trivializándose hasta la “horteridad” más ridícula. Así, decir “es la monda” ya empezaba ser una horterada hace veinte años, por lo mismo que más tarde lo fue la expresión equivalente “es de alucine”. Dentro de poco le ocurrirá lo mismo a la exclamación, todavía casi elegante, de “es fenomenal”.

Si el buen gusto es el “discernimiento de lo mejor”, al decir de los clásicos, el mal gusto consiste en ostentar burdamente que uno carece de sentido del ridículo. Esto se produce, paradójicamente, cuando uno se toma en serio, hasta el final, la función para la que se conciben ciertos objetos o se determinan ciertos comportamientos. Por ejemplo, besar realmente la mano de las señoras, ponerse gafas de sol cuando no hay sol, utilizar el teléfono móvil como exhibición, llevar la radio a la playa o sacarla a la terraza o al jardín. Ya se decía hace una generación que “no hay hortera sin transistor”. El grado de “horteridad” se mide también en decibelios, sean de la música o de la moto. La horterada es hoy llamar footing a lo que los americanos llaman “correr” y simultanear esa nociva práctica con la audición de un disco compacto a través de auriculares. Y como dijo el poeta: “Cuanto más pienso en las cosas, / mucho menos las comprendo; / por eso cuando te miro / te estoy viendo y no lo creo”.

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Atravesamos tiempos extraños. El progreso tecnológico avanza a un ritmo vertiginoso, pero el alma del mundo parece agotada. Se habla de inteligencia artificial, de exploración espacial, de nuevas formas de energía, pero cada día mueren miles de personas por causas evitables, y la Tierra, nuestro único hogar, está al borde del colapso. En medio de esta contradicción brutal, muchos nos hacemos la misma pregunta, ¿qué futuro les dejamos a nuestros hijos?

A lo largo de mi infancia viví en una calle malagueña con ciertas pretensiones de vía principal. Por la parte de atrás, lindaba con la zona más típica del Perchel repleta de corralones. El lenguaje que provenía de sus dimes y diretes habituales era de lo más “florido y versallesco”.

Tenemos que hablar. Cuando uno crece en familia, la charla sobre sexo es uno de esos rituales de paso por el que se ha de transitar, primero como hijos y, después, cuando se madura y se avanza hacia el otro lado del espejo, como padres, actualizando la fórmula y haciéndola más llevadera. Siempre es un momento incómodo, pero esencial para mostrar la realidad a la que se enfrentan durante la adolescencia y, en consecuencia, el resto de su vida.

 
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