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​“Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; estamos apurados, pero no desesperados; acosados pero no abandonados: nos derriban pero no nos rematan…” (Corintos 4, 8-10)

​El sentido de la Cruz

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La crucifixión era uno de los castigos más brutales que el hombre ha utilizado a lo largo de la historia. Atado o clavado en una cruz de madera, el condenado sufría una terrible agonía física y mental hasta su muerte.


Durante la Semana Santa, los cristianos de todo el orbe, conmemoramos y “revivimos” después de más de dos mil años la condena más injusta, cruel y cobarde que el inmenso poder del imperio romano hizo del Hombre más justo, bondadoso y “revolucionario” de todos los tiempos.

“No penséis que he venido a traer la paz a la tierra. No he venido a traer la paz sino la espada…” (Mateo 10,34-36). Cristo Jesús, el Hijo del Hombre, decepcionó a quienes creían que era el salvador del pueblo judío frente a los opresores romanos. Esa batalla no era la suya, esa era una batalla política, su auténtica “misión” salvadora era la de rescatar al hombre de la esclavitud de sus propios vicios y contradicciones y no lo hizo con las armas, lo hizo con su propia vida y su palabra, con la autoridad y fuerza de su palabra.


Todo su proyecto revolucionario lo expuso con absoluta nitidez en su gran discurso durante el Sermón de la montaña al enumerar a sus seguidores las Bienaventuranzas que marcaban la difícil y complicada senda para seguir sus pasos: los que sufren, los mansos, los que ansían la justicia, los que ejercen el perdón y la misericordia, los que en su corazón solo albergan amor y comprensión, los pacificadores, los que sufren injusticias y son perseguidos y humillados o injuriados en su nombre.

Ser bienaventurado a los ojos de Dios, es el reconocimiento para quienes en la sociedad o en la familia se enfrentan hoy, a las cruces diarias de la enfermedad, del odio, de la incomprensión, de la calumnia o injuria, de la injusticia o la persecución a veces cruenta.

“Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; estamos apurados, pero no desesperados; acosados pero no abandonados: nos derriban pero no nos rematan….” ( Corintos 4,8-10) ¿Acaso no nos acosan a quienes defendemos la fe cristiana frente a quienes nos quieren imponer su religión civil y pagana? ¿acaso no se burlan de quienes defendemos hoy que el matrimonio es una alianza del hombre y de la mujer dirigida a la comunión y bien de los esposos y a la procreación y educación de los hijos? ¿acaso no pretenden encerrarnos en las Iglesias y en nuestros hogares para que no podamos profesar y confesar públicamente nuestra fe católica en libertad…?

“¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!

Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce “lo que hay dentro del hombre”. Estas exigentes palabras de San Juan Pablo II, pronunciadas en la homilía de su primer acto litúrgico como Pontífice en 1978, nos señalan a los católicos el sentido de la Cruz. En la política, en la economía, en la cultura o en la misma vida de los Estados, las exigencias de la Cruz deben estar presentes y no tener miedo a quienes la combaten con rencor e incluso con odio.

Hoy no podemos procesionar por las calles de nuestras ciudades y pueblos, las imágenes religiosas con las que rememoramos las estaciones de la pasión de Cristo hasta su muerte y resurrección. Es una semana de silencio, de reflexión, no celebramos la muerte porque eso nos duele, celebramos la vida después de la Resurrección. El drama es para quienes solo ven la nada y la oscuridad después de la muerte y si la vida es solo un accidente, se inventan un derecho para destruirla al inicio o al final.


Por eso rechazan la Cruz y lo que representa: dar sentido al dolor, al sufrimiento y a las injusticias que podemos sufrir. El que muere humillado en la Cruz vence a la muerte y la sobrevive. “Que grande es la potencia de la Cruz! Cuando Cristo es objeto de irrisión y de burla para todo el mundo; cuando está en el Madero sin desear arrancarse de esos clavos; cuando nadie daría un centavo por su vida, el buen ladrón –uno como nosotros – descubre el amor de Cristo agonizante, y pide perdón. Hoy estarás conmigo en el Paraíso…” (Javier Echevarría). Pidamos perdón.

​El sentido de la Cruz

​“Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; estamos apurados, pero no desesperados; acosados pero no abandonados: nos derriban pero no nos rematan…” (Corintos 4, 8-10)
Jorge Hernández Mollar
jueves, 1 de abril de 2021, 01:47 h (CET)

La crucifixión era uno de los castigos más brutales que el hombre ha utilizado a lo largo de la historia. Atado o clavado en una cruz de madera, el condenado sufría una terrible agonía física y mental hasta su muerte.


Durante la Semana Santa, los cristianos de todo el orbe, conmemoramos y “revivimos” después de más de dos mil años la condena más injusta, cruel y cobarde que el inmenso poder del imperio romano hizo del Hombre más justo, bondadoso y “revolucionario” de todos los tiempos.

“No penséis que he venido a traer la paz a la tierra. No he venido a traer la paz sino la espada…” (Mateo 10,34-36). Cristo Jesús, el Hijo del Hombre, decepcionó a quienes creían que era el salvador del pueblo judío frente a los opresores romanos. Esa batalla no era la suya, esa era una batalla política, su auténtica “misión” salvadora era la de rescatar al hombre de la esclavitud de sus propios vicios y contradicciones y no lo hizo con las armas, lo hizo con su propia vida y su palabra, con la autoridad y fuerza de su palabra.


Todo su proyecto revolucionario lo expuso con absoluta nitidez en su gran discurso durante el Sermón de la montaña al enumerar a sus seguidores las Bienaventuranzas que marcaban la difícil y complicada senda para seguir sus pasos: los que sufren, los mansos, los que ansían la justicia, los que ejercen el perdón y la misericordia, los que en su corazón solo albergan amor y comprensión, los pacificadores, los que sufren injusticias y son perseguidos y humillados o injuriados en su nombre.

Ser bienaventurado a los ojos de Dios, es el reconocimiento para quienes en la sociedad o en la familia se enfrentan hoy, a las cruces diarias de la enfermedad, del odio, de la incomprensión, de la calumnia o injuria, de la injusticia o la persecución a veces cruenta.

“Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; estamos apurados, pero no desesperados; acosados pero no abandonados: nos derriban pero no nos rematan….” ( Corintos 4,8-10) ¿Acaso no nos acosan a quienes defendemos la fe cristiana frente a quienes nos quieren imponer su religión civil y pagana? ¿acaso no se burlan de quienes defendemos hoy que el matrimonio es una alianza del hombre y de la mujer dirigida a la comunión y bien de los esposos y a la procreación y educación de los hijos? ¿acaso no pretenden encerrarnos en las Iglesias y en nuestros hogares para que no podamos profesar y confesar públicamente nuestra fe católica en libertad…?

“¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!

Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce “lo que hay dentro del hombre”. Estas exigentes palabras de San Juan Pablo II, pronunciadas en la homilía de su primer acto litúrgico como Pontífice en 1978, nos señalan a los católicos el sentido de la Cruz. En la política, en la economía, en la cultura o en la misma vida de los Estados, las exigencias de la Cruz deben estar presentes y no tener miedo a quienes la combaten con rencor e incluso con odio.

Hoy no podemos procesionar por las calles de nuestras ciudades y pueblos, las imágenes religiosas con las que rememoramos las estaciones de la pasión de Cristo hasta su muerte y resurrección. Es una semana de silencio, de reflexión, no celebramos la muerte porque eso nos duele, celebramos la vida después de la Resurrección. El drama es para quienes solo ven la nada y la oscuridad después de la muerte y si la vida es solo un accidente, se inventan un derecho para destruirla al inicio o al final.


Por eso rechazan la Cruz y lo que representa: dar sentido al dolor, al sufrimiento y a las injusticias que podemos sufrir. El que muere humillado en la Cruz vence a la muerte y la sobrevive. “Que grande es la potencia de la Cruz! Cuando Cristo es objeto de irrisión y de burla para todo el mundo; cuando está en el Madero sin desear arrancarse de esos clavos; cuando nadie daría un centavo por su vida, el buen ladrón –uno como nosotros – descubre el amor de Cristo agonizante, y pide perdón. Hoy estarás conmigo en el Paraíso…” (Javier Echevarría). Pidamos perdón.

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