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Gonzalo G. Velasco

'La fuente de la vida': imágenes para la eternidad

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Hay películas cuyo altísimo grado de rechazo por parte de crítica y público constituye su mejor carta de presentación de cara al futuro. Los ejemplos de este tipo de films, repudiados en su época de forma casi unánime para, con el paso de los años, convertirse en material furibundamente reivindicable, son tan numerosos como los productos encumbrados tras su alumbramiento que terminan diluyéndose en las arenas del tiempo como una aspirina en un vaso de agua. La Fuente de la Vida, el tercer trabajo de Darren Aronofsky (Pi, Réquiem por un Sueño) pertenece a la primera categoría.

En su paso por los festivales de cine más relevantes su propuesta recibió más latigazos que Jim Caviezel en La Pasión de Cristo y, ahora que ha sido estrenada en casi todo el mundo, tampoco puede decirse que su acogida por parte del público masivo equilibrara la cosa. Buena culpa de esta tremenda injusticia la tiene el propio Darren Aronofsky, que con sus anteriores y sobrevaloradas películas demostró que era un pretencioso de mucho cuidado, lo cual, con toda seguridad, ha repercutido por inercia en mala recepción general de La Fuente de la Vida, pero autorías al margen, lo cierto es que su propio fracaso es lo que legitima el estreno como una obra maestra de exquisita factura, intenso trasfondo, y desbordante profundidad. Porque seamos serios… un mundo como el nuestro, tan prosaico, tan egoísta, tan superficial, un mundo donde las películas de M. Night Shyamalan reciben varapalos críticos mientras que Michael Moore gana Palmas de Oro en Cannes, donde Takeshis pierde salas de proyección porque a cualquier actor de segunda fila se la ha dado por rodar una película que le roba el espacio, donde James Bond pasa de ser un tipo refinado a un auténtico gañán, y sobre todo, un mundo atenazado por visiones amojamadas de la cultura responsables de que los temas artísticos realmente importantes (el amor, la muerte, la culpa, la redención, el sacrificio…) pierdan importancia frente a temas de segunda fila como el de los treinteañeros en crisis o la concienciación política coyuntural, no está ni mucho menos preparado para digerir una reflexión ultrarromántica, en clave de poema visual cruciforme, sobre la aceptación de la muerte a través de la creación artística como único camino de alcanzar el amor eterno. Y menos cuando este poema está narrado de una forma tan personal como la escogida por Aronofsky: una historia de amor en tres tiempos (siglo XVI, actualidad y siglo XXVI) y dos dimensiones (prosa y verso).

Por todo ello, cuando la gente sale de ver La Fuente de la Vida se queda tan sólo con las imágenes new age de un tío pelado orbitando en plan yogui por el espacio, o con esas otras de un conquistador español luchando en pleno éxtasis místico con un sacerdote maya que parece salido de Apocalypto, en lugar de preguntarse por el significado de estas imágenes o, simplemente, dejarse llevar por una historia melodramática de lo más absorbente, unas interpretaciones inconmensurables de Hugh Jackman y Rachel Weisz (esta vez no se trata de una exageración de las mías, se lo juro), una extraordinaria banda sonora obra de Clint Mansell, (quien también compuso la música de las anteriores piezas de Aronofsky), a la altura épica del relato, y una puesta en escena sobresaliente tanto por su preciosismo formal como por su inteligencia de fondo.

Si entran al trapo, y es cierto que la película requiere cierto esfuerzo por parte del espectador para que esto ocurra, vivirán una experiencia cinematográfica de primer orden que tardarán, como yo, meses en quitarse de la cabeza, de lo contrario, se dejarán llevar por el signo de los tiempos y seguirán pensando, por este orden, que Darren Aronofsky es un cineasta mediocre con ganas de llamar la atención, que La Fuente de la Vida es una paja mental de dimensiones cósmicas y que, donde se ponga Mar Adentro, que se quiten el resto de películas sobre la muerte… En cualquier caso, el tiempo pondrá a todo el mundo en su sitio.

'La fuente de la vida': imágenes para la eternidad

Gonzalo G. Velasco
Gonzalo G. Velasco
miércoles, 11 de julio de 2007, 23:19 h (CET)
Hay películas cuyo altísimo grado de rechazo por parte de crítica y público constituye su mejor carta de presentación de cara al futuro. Los ejemplos de este tipo de films, repudiados en su época de forma casi unánime para, con el paso de los años, convertirse en material furibundamente reivindicable, son tan numerosos como los productos encumbrados tras su alumbramiento que terminan diluyéndose en las arenas del tiempo como una aspirina en un vaso de agua. La Fuente de la Vida, el tercer trabajo de Darren Aronofsky (Pi, Réquiem por un Sueño) pertenece a la primera categoría.

En su paso por los festivales de cine más relevantes su propuesta recibió más latigazos que Jim Caviezel en La Pasión de Cristo y, ahora que ha sido estrenada en casi todo el mundo, tampoco puede decirse que su acogida por parte del público masivo equilibrara la cosa. Buena culpa de esta tremenda injusticia la tiene el propio Darren Aronofsky, que con sus anteriores y sobrevaloradas películas demostró que era un pretencioso de mucho cuidado, lo cual, con toda seguridad, ha repercutido por inercia en mala recepción general de La Fuente de la Vida, pero autorías al margen, lo cierto es que su propio fracaso es lo que legitima el estreno como una obra maestra de exquisita factura, intenso trasfondo, y desbordante profundidad. Porque seamos serios… un mundo como el nuestro, tan prosaico, tan egoísta, tan superficial, un mundo donde las películas de M. Night Shyamalan reciben varapalos críticos mientras que Michael Moore gana Palmas de Oro en Cannes, donde Takeshis pierde salas de proyección porque a cualquier actor de segunda fila se la ha dado por rodar una película que le roba el espacio, donde James Bond pasa de ser un tipo refinado a un auténtico gañán, y sobre todo, un mundo atenazado por visiones amojamadas de la cultura responsables de que los temas artísticos realmente importantes (el amor, la muerte, la culpa, la redención, el sacrificio…) pierdan importancia frente a temas de segunda fila como el de los treinteañeros en crisis o la concienciación política coyuntural, no está ni mucho menos preparado para digerir una reflexión ultrarromántica, en clave de poema visual cruciforme, sobre la aceptación de la muerte a través de la creación artística como único camino de alcanzar el amor eterno. Y menos cuando este poema está narrado de una forma tan personal como la escogida por Aronofsky: una historia de amor en tres tiempos (siglo XVI, actualidad y siglo XXVI) y dos dimensiones (prosa y verso).

Por todo ello, cuando la gente sale de ver La Fuente de la Vida se queda tan sólo con las imágenes new age de un tío pelado orbitando en plan yogui por el espacio, o con esas otras de un conquistador español luchando en pleno éxtasis místico con un sacerdote maya que parece salido de Apocalypto, en lugar de preguntarse por el significado de estas imágenes o, simplemente, dejarse llevar por una historia melodramática de lo más absorbente, unas interpretaciones inconmensurables de Hugh Jackman y Rachel Weisz (esta vez no se trata de una exageración de las mías, se lo juro), una extraordinaria banda sonora obra de Clint Mansell, (quien también compuso la música de las anteriores piezas de Aronofsky), a la altura épica del relato, y una puesta en escena sobresaliente tanto por su preciosismo formal como por su inteligencia de fondo.

Si entran al trapo, y es cierto que la película requiere cierto esfuerzo por parte del espectador para que esto ocurra, vivirán una experiencia cinematográfica de primer orden que tardarán, como yo, meses en quitarse de la cabeza, de lo contrario, se dejarán llevar por el signo de los tiempos y seguirán pensando, por este orden, que Darren Aronofsky es un cineasta mediocre con ganas de llamar la atención, que La Fuente de la Vida es una paja mental de dimensiones cósmicas y que, donde se ponga Mar Adentro, que se quiten el resto de películas sobre la muerte… En cualquier caso, el tiempo pondrá a todo el mundo en su sitio.

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