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​Al retirar de la ecuación del cine de posesiones el elemento sobrenatural y sustituirlo por el tecnológico

Crónica II: Posesiones sin bendiciones

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Hay cosas que asociamos de manera natural: la mantequilla con la mermelada, el verano con la playa o... el cine de posesiones con la Iglesia. Es uno de esos binomios que se han estrujado fílmicamente hasta sus últimos sudores, y que sigue dando buenos resultados, como en la nueva serie de Álex de la Iglesia (y valga aquí la redundancia de la palabra Iglesia), 30 Monedas, presentada el pasado fin de semana en el Festival de Sitges.

Possessor, el film que Brandon Cronemberg trae a las pantallas de Sitges, aborda el cine de posesiones disociado de su binomio habitual. Aquí no hay rastro de curas, crucifijos ni menciones al diablo. Aunque la película sea una bajada a los infiernos. La posesión la opera una compañía provista de la tecnología de implantes y máquinas necesarias para conectar a una de sus agentes con el huésped deseado, convirtiéndolo en un títere capaz de cometer atroces asesinatos que, envueltos en una narrativa conveniente, se convierten en fuente de mucho dinero.


Al retirar de la ecuación del cine de posesiones el elemento sobrenatural y sustituirlo por el tecnológico, Brandon Cronemberg consigue crear un horror plausible, no solo una experiencia cinematográfica de densidades abrasivas sobre la identidad y sus fantasmagorías, sino un escenario posible de futuro con sus formas refinadas de dominación.

Ese mismo refinamiento encuentra su eco en las imágenes de Cronemberg, elegantes y sobrias, atravesadas por algo salvaje que manifiesta explosiones transitorias a través del gore y brutales sacudidas en la dimensión moral de las acciones de los personajes. Tasya Vos, la talentosa agente que interpreta Andrea Riseborough, profundiza en su conflicto entre la dedicación a su trabajo como telesicaria o el retorno al seno de su familia con unos espasmos identitarios que ponen en jaque el personaje que ha ido creando de sí misma, ese personaje al que ya no sabe cómo volver y aún menos cómo habitar.

El rostro y la máscara, la dualidad entre el interior y el exterior, la vida consciente y el fanganal del insconsciente, de ahí se nutre Possessor, y ahí conecta también con el cine del otro Cronemberg, David, padre en este caso de Brandon Cronemberg, a través de films como Inseparables o Existenz.

Para darle una pirueta a este artículo, podría estar tentada de decir que pudiera existir una relación de posesión entre padre e hijo análoga a la que vemos en la película. Como si el cine del director de Scanners, Crash o El almuerzo desnudo gobernara secretamente los designios del universo fílmico de su progenie, pero no sería justo, aunque puede que haya algo de cierto en la idea de que a todos nos habitan nuestros padres en mayor o menor medida, ostentando la capacidad de guiar de manera invisible nuestras vidas. Pero volviendo al cineasta canadiense, se trata más bien de un legado bien asimilado, de un flujo insano y fértil compartido, que encuentra su propio cauce en nuevos ojos y nuevas manos.

Una película llena de detalles que volver a visitar, imágenes que decodificar, recursos estéticos de los que gozar de nuevo. Olor de clásico contemporáneo y sabor de perturbación. Es una de las grandes películas de esta edición. 

Crónica II: Posesiones sin bendiciones

​Al retirar de la ecuación del cine de posesiones el elemento sobrenatural y sustituirlo por el tecnológico
Ana Rodríguez
martes, 13 de octubre de 2020, 12:03 h (CET)

Hay cosas que asociamos de manera natural: la mantequilla con la mermelada, el verano con la playa o... el cine de posesiones con la Iglesia. Es uno de esos binomios que se han estrujado fílmicamente hasta sus últimos sudores, y que sigue dando buenos resultados, como en la nueva serie de Álex de la Iglesia (y valga aquí la redundancia de la palabra Iglesia), 30 Monedas, presentada el pasado fin de semana en el Festival de Sitges.

Possessor, el film que Brandon Cronemberg trae a las pantallas de Sitges, aborda el cine de posesiones disociado de su binomio habitual. Aquí no hay rastro de curas, crucifijos ni menciones al diablo. Aunque la película sea una bajada a los infiernos. La posesión la opera una compañía provista de la tecnología de implantes y máquinas necesarias para conectar a una de sus agentes con el huésped deseado, convirtiéndolo en un títere capaz de cometer atroces asesinatos que, envueltos en una narrativa conveniente, se convierten en fuente de mucho dinero.


Al retirar de la ecuación del cine de posesiones el elemento sobrenatural y sustituirlo por el tecnológico, Brandon Cronemberg consigue crear un horror plausible, no solo una experiencia cinematográfica de densidades abrasivas sobre la identidad y sus fantasmagorías, sino un escenario posible de futuro con sus formas refinadas de dominación.

Ese mismo refinamiento encuentra su eco en las imágenes de Cronemberg, elegantes y sobrias, atravesadas por algo salvaje que manifiesta explosiones transitorias a través del gore y brutales sacudidas en la dimensión moral de las acciones de los personajes. Tasya Vos, la talentosa agente que interpreta Andrea Riseborough, profundiza en su conflicto entre la dedicación a su trabajo como telesicaria o el retorno al seno de su familia con unos espasmos identitarios que ponen en jaque el personaje que ha ido creando de sí misma, ese personaje al que ya no sabe cómo volver y aún menos cómo habitar.

El rostro y la máscara, la dualidad entre el interior y el exterior, la vida consciente y el fanganal del insconsciente, de ahí se nutre Possessor, y ahí conecta también con el cine del otro Cronemberg, David, padre en este caso de Brandon Cronemberg, a través de films como Inseparables o Existenz.

Para darle una pirueta a este artículo, podría estar tentada de decir que pudiera existir una relación de posesión entre padre e hijo análoga a la que vemos en la película. Como si el cine del director de Scanners, Crash o El almuerzo desnudo gobernara secretamente los designios del universo fílmico de su progenie, pero no sería justo, aunque puede que haya algo de cierto en la idea de que a todos nos habitan nuestros padres en mayor o menor medida, ostentando la capacidad de guiar de manera invisible nuestras vidas. Pero volviendo al cineasta canadiense, se trata más bien de un legado bien asimilado, de un flujo insano y fértil compartido, que encuentra su propio cauce en nuevos ojos y nuevas manos.

Una película llena de detalles que volver a visitar, imágenes que decodificar, recursos estéticos de los que gozar de nuevo. Olor de clásico contemporáneo y sabor de perturbación. Es una de las grandes películas de esta edición. 

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