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El dolor presente en todo el mundo nos parece insufrible y quisiéramos poder achacarlo a alguien y hacérselo pagar

​El problema del dolor

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La humanidad entera se está enfrentando al problema del dolor que se hace presente en nuestras vidas y del que no sabemos el porqué. Cómo es posible que un pequeño virus nos haya descolocado de nuestras apacibles vidas. Quizás cuando proyectábamos nuestras vacaciones, nuestro negocio, nuestro futuro no nos pasó por la mente que todo podía irse al traste, que mucha gente iba a morir en total abandono, que íbamos a estar sometidos a una férrea disciplina, impuesta por quienes, tampoco al principio, entendían lo que estaba pasando.


Convencidos de que éramos nuestros propios dioses no se nos pasó por la cabeza nuestra esencial debilidad, nuestra absoluta dependencia de quién nos llamó a la vida pero al que habíamos olvidado por completo.

El problema del dolor y la muerte no podemos ponerlo entre paréntesis. Nuestra vida va mucho más allá y el olvidado Dios que hizo el cielo y la tierra, nos da un toque de atención para recordarnos que es un Padre que nos ama. Sí, que nos ama y quiere nuestro bien. Solo cuando la criatura reconoce el vínculo que le une con su creador la vida en su totalidad recobra su sentido pleno.

Cuando tenemos todo lo que queremos no nos pasa por la cabeza que toda nuestra vida y bienes son un don de Dios al que rara vez agradecemos sus beneficios, pero si llega al dolor nos volvemos airados preguntando: si Dios es bueno cómo permite que me pase esta desgracia.

Encajonados en los estrechos límites del tiempo de nuestra edad, que nos va haciendo pasar de la niñez a la vejez y la muerte, no entendemos que Dios no existe en el tiempo, sino que el tiempo está en Dios, a su entera disposición, para disfrutarlo con sus criaturas que correspondieron a su amor. Los que no quisieron corresponder a su amor ¿cuál será su destino eterno?

Los males que nos aquejan y desesperan tendríamos que aceptarlos como llamadas de atención para entender nuestra radical limitación y dejar de creernos nuestros propios dioses. La ilusión de la criatura de ser autosuficiente tiene que ser destrozada. Dios se apiada siempre del que se reconoce pecador y no del que del que se cree bueno, honesto, suficiente. En el relato evangélico del fariseo y el publicano queda claro: el fariseo se cree mejor que los demás y no queda perdonado pero el publicano que se reconoce humildemente pecador sale del templo justificado.

Cuando actuamos siguiendo nuestras propias inclinaciones puede que coincidan con la voluntad de Dios pero abandonarnos en Dios y aceptar el dolor cuando llega, sí es una mayor garantía de estar en el buen camino.

La gente no admira a ningún hombre por hacer lo que le gusta sino al que realiza acciones difíciles y virtuosas. El precepto evangélico de amar a nuestros enemigos y hacer el bien a los que nos odian o persiguen, puede resultar extraño pero la sabiduría de Dios nos ha impuesto el deber de la caridad y a él hay que atenerse aunque cueste. Son las pruebas que tenemos que superar para entrar en el amor de Dios, al que todos estamos destinados, aunque ¿algunos o muchos? se pierdan por su obstinación.

La prueba que estamos pasando puede sernos útil si aceptamos que Dios la permite para nuestro bien.

​El problema del dolor

El dolor presente en todo el mundo nos parece insufrible y quisiéramos poder achacarlo a alguien y hacérselo pagar
Francisco Rodríguez
martes, 28 de julio de 2020, 08:11 h (CET)

La humanidad entera se está enfrentando al problema del dolor que se hace presente en nuestras vidas y del que no sabemos el porqué. Cómo es posible que un pequeño virus nos haya descolocado de nuestras apacibles vidas. Quizás cuando proyectábamos nuestras vacaciones, nuestro negocio, nuestro futuro no nos pasó por la mente que todo podía irse al traste, que mucha gente iba a morir en total abandono, que íbamos a estar sometidos a una férrea disciplina, impuesta por quienes, tampoco al principio, entendían lo que estaba pasando.


Convencidos de que éramos nuestros propios dioses no se nos pasó por la cabeza nuestra esencial debilidad, nuestra absoluta dependencia de quién nos llamó a la vida pero al que habíamos olvidado por completo.

El problema del dolor y la muerte no podemos ponerlo entre paréntesis. Nuestra vida va mucho más allá y el olvidado Dios que hizo el cielo y la tierra, nos da un toque de atención para recordarnos que es un Padre que nos ama. Sí, que nos ama y quiere nuestro bien. Solo cuando la criatura reconoce el vínculo que le une con su creador la vida en su totalidad recobra su sentido pleno.

Cuando tenemos todo lo que queremos no nos pasa por la cabeza que toda nuestra vida y bienes son un don de Dios al que rara vez agradecemos sus beneficios, pero si llega al dolor nos volvemos airados preguntando: si Dios es bueno cómo permite que me pase esta desgracia.

Encajonados en los estrechos límites del tiempo de nuestra edad, que nos va haciendo pasar de la niñez a la vejez y la muerte, no entendemos que Dios no existe en el tiempo, sino que el tiempo está en Dios, a su entera disposición, para disfrutarlo con sus criaturas que correspondieron a su amor. Los que no quisieron corresponder a su amor ¿cuál será su destino eterno?

Los males que nos aquejan y desesperan tendríamos que aceptarlos como llamadas de atención para entender nuestra radical limitación y dejar de creernos nuestros propios dioses. La ilusión de la criatura de ser autosuficiente tiene que ser destrozada. Dios se apiada siempre del que se reconoce pecador y no del que del que se cree bueno, honesto, suficiente. En el relato evangélico del fariseo y el publicano queda claro: el fariseo se cree mejor que los demás y no queda perdonado pero el publicano que se reconoce humildemente pecador sale del templo justificado.

Cuando actuamos siguiendo nuestras propias inclinaciones puede que coincidan con la voluntad de Dios pero abandonarnos en Dios y aceptar el dolor cuando llega, sí es una mayor garantía de estar en el buen camino.

La gente no admira a ningún hombre por hacer lo que le gusta sino al que realiza acciones difíciles y virtuosas. El precepto evangélico de amar a nuestros enemigos y hacer el bien a los que nos odian o persiguen, puede resultar extraño pero la sabiduría de Dios nos ha impuesto el deber de la caridad y a él hay que atenerse aunque cueste. Son las pruebas que tenemos que superar para entrar en el amor de Dios, al que todos estamos destinados, aunque ¿algunos o muchos? se pierdan por su obstinación.

La prueba que estamos pasando puede sernos útil si aceptamos que Dios la permite para nuestro bien.

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