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La historia interminable

¿Estamos hartos del espectáculo de la corrupción?
Francisco J. Caparrós
martes, 28 de octubre de 2014, 08:12 h (CET)
A medida que van apareciendo, día sí y otro también, nuevos y más jugosos casos de corrupción en la política española, entiendo mucho más a Podemos y su cautela a presentarse con estas siglas a las municipales del próximo mayo. Con estos antecedentes, cualquiera se expone a dejar entrar en sus filas a determinados personajillos, de esos que se arriman a un cargo público sólo para trincar y no, como debería, por vocación de servicio.

Es cierto que no hay formación política que haya tenido en algún momento responsabilidad de poder, que no tenga lazos directos con la podredumbre política en sus filas, pero es que el Partido Popular está de mierda hasta el cuello. Su presidente, cuando se digna a dar explicaciones, bien en directo o en diferido plasma mediante, intenta por todos los medios relativizar con eufemismos la situación de desconcierto que está viviendo la ciudadanía frente a todo este lamentable asunto. En buena parte lo entiendo, porque qué va a decir Mariano Rajoy que no se pille los dedos. Y en eso, Rajoy, es un hacha. Un hacha en no pillarse los dedos con nada que pueda hacerle pupita, quiero decir.

Aun así, la fuerza política número uno en nuestro país no corre peligro alguno de desmoronarse. Tendría que pasar algo pero que muy gordo, para que la mayoría de la ciudadanía que tiene derecho a voto y lo ejerce pusiese objeción a que los conservadores renovasen sus cargos. Sí, es posible, tal vez haya una criba de descarte y la tortilla se dé la vuelta en algunos de aquellos municipios seriamente damnificados por los casos de corrupción que ahora nos escandalizan a todos, pero mucho me temo que serán en los menos. Aunque si eso es lo que desea la mayoría, quién soy yo para ponerlo en entredicho.

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Estamos entrando en tiempos en los que la palabra paz se pronuncia con más facilidad que se practica. No faltan quienes, antes de llegar al poder, aseguran que no iniciarán nuevas guerras, que pondrán fin a las ya existentes, que tenderán puentes en lugar de cavar trincheras. Promesas que, una vez alcanzadas las altas esferas, se diluyen entre intereses y el deseo, a menudo mal disimulado, de dejar una huella de fuerza en el tablero internacional.

Oímos hablar en los medios de los aforamientos y de sus beneficiados, los aforados. Pero con frecuencia nos liamos la manta a la cabeza y creemos que solo son aforados los políticos, o que ningún aforado puede ser juzgado. Con lo que bien está que sean aclaradas ciertas cosas básicas sobre tan esencial asunto.

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