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Hacerse el tonto

Francisco Arias Solís
Redacción
martes, 28 de noviembre de 2006, 02:38 h (CET)
“Yo era un tonto
y lo que he visto
me ha hecho dos tontos: no sé
si he de acertar el camino.”


Calderón de la Barca

Raro es el listo que permanece tal. Fácil es ponerse tonto, a instancias de la petulancia o de la terquedad. Y no poco se gana, en más de una ocasión, haciéndose el tonto: “Échame pan y llámame tonto”.

Hay tontos que lo son siempre, en todo y por todo, en cualquier lugar y circunstancia; más también nos advierten los refranes o proverbios: “No hay tonto para su provecho”, “es tonto, pero se mete en casa”, “si no digo lo que pienso ¿de qué me sirve ser tonto?”

Hay quienes son listos en exceso y hay tontos de remate, sin que a estos últimos lo recupere nada ni nadie. Cierto tonto absoluto sufrió un accidente de automóvil, que le fue relatado a Unamuno de esta suerte:

-Fíjese, don Miguel , lo que le ha pasado al pobre hombre. Resulta que iba en un coche... Total, que como consecuencia del percance se ha quedado medio tonto.

A lo que replicó el rector de Salamanca:

-¡Pues no es nada lo que ha ganado!

La verdad, no sé bien en que razón y medida se reparten ahora los reinos de los listos y de los tontos. Otra cosa sería si hablara de antes. Digo de antes para referirme a un tiempo en que no se atisbaba esta tremenda confusión que hoy afecta a todos los órdenes de la vida. De la de todos en común y de la cada uno de nosotros.

El tonto causa risa. Hace el ridículo. Pero también todos estos que actúan de acuerdo con ciertos patrones cada vez menos vigentes: lo que llaman pan al pan y vino al vino; los que proclaman en alto la bondad, el saber, la inteligencia, la destreza de otros ciudadanos; los que luchan por la justicia, la paz y la libertad; los que no se consideran con suficientes capacidades para ser ministros y actúan, para no ser señalados; los que no adulan; los que no fingen virtudes; los que son legisladores de sí mismos, imponiéndose mayor cargo de deberes que la establecida por la ley pública; los que tienen a la educación y a la ética por antesalas obligadas del vivir ciudadan; los verdaderamente solidarios; los que no cobran comisiones ilegales ni son traficantes de influencias; los que por ser como son, no tienen otra salida que morirse... De lo que tú, como yo, podemos suponer.

Y yo me acuerdo de Giner de los Ríos, Costa, Ganivet, Unamuno, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Ortega, León Felipe, Bergamín, Moreno Villa, Pedro Salinas, Jorge Guillén, García Lorca, Emilio Prados, Altolaguirre, Pedro Garfias, Alberti, Luis Cernuda, Juan Rejano, Max Aüb, Miguel Hernández. Y de tanto otros.

Confieso que los admiro. Confieso aun a riesgo de ser llamado tonto, que admiro a todos estos hombres que han cumplido o cumplen una misión de ridiculez. Porque una misión tal es la que asignó Platón al filósofo y al poeta. Y no otra distinta la que llevó a cabo en todos sus combates, con sólo armas del alma -las otras estaban tomadas de orín y llenas de moho-, nuestro don Quijote. Y como dijo el poeta: “Libertad para el preso / justicia para el pobre / respeto para el loco / y para el gobernador honrado, ínsulas, / y palabras de miel y aros de sol / para la dulce, dulce Dulcinea”.

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Entre las múltiples experiencias que he vivido a lo largo de mi vida destacan las tres semanas que permanecí embarcado, allá por los ochenta, en el Ramiro Pérez, un barco mercante en el que realicé el viaje Sevilla-Barcelona-Tenerife-Sevilla enrolado como un tripulante más.

Una rotonda es el espejo de una sociedad. Cuando quieras saber cómo es un país, fíjate en cómo se aborda una rotonda, cómo se incorpora la gente y cómo se permite –o no– hacerlo a los demás. Ahí aparece la noción de ceda el paso, esa concesión al dinamismo de la existencia en comunidad, la necesidad de que todo esté en movimiento, de que fluya la comunicación y que todo el mundo quede incorporado a la rueda de la vida.

 
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