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Un cuento de verdad

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Caí en la cuenta que mis canarios Limón y Cleopatra no tenían una concha de calamar con la que afilar sus picos. En no más de una hora el sol iniciaría su ocaso camino de Ayamonte, así que con cierta rapidez, impropia de mis años, inicié la búsqueda de la concha.

Llegado al borde donde arena y mar se besan entre rizos de espumas, giré a levante, a Nueva Umbría, y caminé sabiendo que lo hacía. La bajamar había iniciado su avance mar adentro, y en su conquista iba dejando tras ella archipiélagos de minúsculas islas, conchitas que el inicio del ocaso las doraba y un silencio roto por mis pisadas que hacían crujir vainas de navajas y coquinas.

Volví a percibir que el suave viento de poniente silbaba nácar; sentí un cierto extrañamiento por ser de nuevo yo, o sea, el mismo que recogió unas extrañas sílabas de marzo durmiendo en el interior de una caracola y a las que di vida en un viejo cuaderno de notas que, ajado ya, debe seguir existiendo en el oxidado bidón que se encuentra al pie de la gran duna roja donde celebrara mis auténticas eucaristías de amor.

Sabía que el milagro estaba cerca; todo era cuestión de espera, de esperanza que se fabrica caminado hacia la manifestación de lo sagrado. Ya tenía en mi poder el juguete de mis canarios con salitre incorporado, siendo importante era lo de menos en aquel instante mágico al que asistía a mi propia transfiguración.

El día estaba a punto de finalizar. Detuve mi caminar y encendí un pitillo mirando a poniente. Fumé plácidamente observando como se encendían las primeras luces del firmamento, y suavemente giré a poniente y contemplé que una gaviota volaba dentro de las entrañas del rey sol que jugaba a evadirse por los pinares que bordean la casita azul de La Redondela.

Un suave soplo, algo así como un beso, se posó en mi pie; y todo mi rico pasado se convirtió en presente. Y volví a vivirlo.

Un cuento de verdad

José García Pérez
domingo, 31 de agosto de 2014, 11:03 h (CET)
Caí en la cuenta que mis canarios Limón y Cleopatra no tenían una concha de calamar con la que afilar sus picos. En no más de una hora el sol iniciaría su ocaso camino de Ayamonte, así que con cierta rapidez, impropia de mis años, inicié la búsqueda de la concha.

Llegado al borde donde arena y mar se besan entre rizos de espumas, giré a levante, a Nueva Umbría, y caminé sabiendo que lo hacía. La bajamar había iniciado su avance mar adentro, y en su conquista iba dejando tras ella archipiélagos de minúsculas islas, conchitas que el inicio del ocaso las doraba y un silencio roto por mis pisadas que hacían crujir vainas de navajas y coquinas.

Volví a percibir que el suave viento de poniente silbaba nácar; sentí un cierto extrañamiento por ser de nuevo yo, o sea, el mismo que recogió unas extrañas sílabas de marzo durmiendo en el interior de una caracola y a las que di vida en un viejo cuaderno de notas que, ajado ya, debe seguir existiendo en el oxidado bidón que se encuentra al pie de la gran duna roja donde celebrara mis auténticas eucaristías de amor.

Sabía que el milagro estaba cerca; todo era cuestión de espera, de esperanza que se fabrica caminado hacia la manifestación de lo sagrado. Ya tenía en mi poder el juguete de mis canarios con salitre incorporado, siendo importante era lo de menos en aquel instante mágico al que asistía a mi propia transfiguración.

El día estaba a punto de finalizar. Detuve mi caminar y encendí un pitillo mirando a poniente. Fumé plácidamente observando como se encendían las primeras luces del firmamento, y suavemente giré a poniente y contemplé que una gaviota volaba dentro de las entrañas del rey sol que jugaba a evadirse por los pinares que bordean la casita azul de La Redondela.

Un suave soplo, algo así como un beso, se posó en mi pie; y todo mi rico pasado se convirtió en presente. Y volví a vivirlo.

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