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Ebriedad y literatura

La narrativa y la poesía no han dado más que para dar buenas ideas para salvar el mundo
Manuel Senra
viernes, 11 de octubre de 2013, 08:23 h (CET)
Sin miedo a encontrar en mi memoria mayoría de creadores que parte de su vida han vivido ligados a las drogas, de todos, artistas y creadores del mundo literario son los que más han consumido sustancias opiáceas, aunque también lo fueron -y continúan siéndolo- cantantes, actores, músicos y pintores… ¿Y por qué son más que ningunos los escritores?.

Quizá porque la vida de los poetas es más de recitar y conversar, van muy ligados a la charla, a la manera de compartir, amantes de pequeños tertulias en torno a unas copas de vino… O tal vez porque sean uno de los gremios de la humanidad que más han sufrido, pero no por los efectos del propio arte, sino por el tirón del opio o la morfina. Pues la narrativa y la poesía no han dado más que para dar buenas ideas para salvar el mundo y nunca para salvarse ellos mismos.

En Europa, por ejemplo, los ingleses, por los siglos de los siglos, tal vez nacen con genes tradicionalmente aventureros y conquistadores, con la sola intención de abarcar el mundo, dándoselas por el mundo de superhéroes, y, en cierto mundo, un poco extravagantes, también: circulando por la izquierda, o por el simple hecho de no usar el sistema métrico decimal… En fin. Claro que de estos asuntos carecemos hoy de porcentajes y de escalas comparativas, con lo que el tema de las drogas queda ya muy atrás en el tiempo… Quizás por eso, conquistadores y aventureros por antonomasia, los ingleses conocían al dedillo los opiáceos y toda clase de alucinógenos habidos y por haber.

El gran Thomas de Quincey (1785-1859) habla de sí mismo en el primer tomo de su biografía Confesiones de un comedor de opio. Y sí, como la propia historia de las drogas, en todos los individuos que la han consumido, el libro de Quincey tiene un comienzo feliz y un final desolador.

“Lo tomé y en una hora, ¡santo cielo, que revulsión! ¡Qué apocalipsis de mi mundo interior! ¡Que abismo se había abierto ante mí: un abismo de divinos goces repentinamente revelados”. Tras ocho años de consumo exagerado escribe: “Desde hace tiempo el opio no fundaba su imperio en los brazos del placer, sino que mantenía sus dominios únicamente a casusa de las torturas asociadas a los intentos de adjurar de él”. Ah, son palabras que cobran fuerza frente al destino.

Baudelaire (el poeta maldito; no inglés, como todo el mundo sabe), tras experimentar una gran exaltación, esta le hace escribir lo siguiente: “Nadie se extrañará de que un pensamiento último, supremo, brote del cerebro del soñador: Me he convertido en Dios”.

De acuerdo, pero al final acaba diciendo: “Añadiré que el hachis impulsa al individuo a mirar sin cesar, precipitándose hacia el abismo donde contempla su rostro de Narciso”.

También Rimbaud y Teófilo Gautier y Aldous Huxley y Jean-Pau Sartre, y más recientemente Jack Kerouac (1922-1969)… hicieron también de las suyas. Pero de eso, ya digo, hace ya algún tiempo.

Nosotros, artistas y literatos de pueblo, hemos tenido un perfil más bohemio, más de trasnochadores, de gente buena que pega el codo al mostrador, que ríe, llora, maldice…, incluso a veces rompiendo ciertas normas y convenciones sociales. Pero, normalmente, volvían a casa con las últimas hebras de tabaco del último cigarrillo del día, y un poco de esperanza para seguir viviendo.

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