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Acerca del “golpe de Chipre” y de los impuestos solidarios

Discutir con Dios

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He de confesar que, personalmente, ya estaba convencido de que había finalizado ya la Licenciatura en Economía que nos viene impartiendo la Unión Europea a cargo de la crisis económica. Después de aquella clase magistral sobre el efecto expulsión del déficit (o la deuda), pensaba yo, habíamos aprendido, por fin, en España, los conceptos básicos de la Economía.

El efecto expulsión
Por si algún lector lo desconoce aun, explicaré que el efecto expulsión de la deuda pública (denominado, en inglés, crowding-out) consiste en el fenómeno económico en virtud del cual, cuando existe déficit público (y, por tanto, deuda) éste requiere de financiación. Financiación que hay que detraer, por fuerza, del mercado productivo. En palabras más llanas y en hechos más cercanos, este efecto expulsión describe el hecho de que todos bancos, sin excepción, prefieran compran bonos seguros de deuda pública al 5% a 10 años, a conceder hipotecas dudosas al 3% a 30 años. ¿Qué haría usted en su lugar?.

Después de que un número importante de periodistas, columnistas y tertulianos profesionales se indignaran con los bancos a causa del gran volumen de deuda pública generado por nuestros gobernantes (y financiada por esos bancos), en virtud de un efecto económico conocido desde hace décadas y que nuestros gobernantes debían haber previsto; después de que aquellos responsables de mantenernos informados en materia económica demostraran su ignorancia en materia económica, cabe preguntarse qué demonios nos contarán a propósito del latrocinio que se está cometiendo con los chipriotas ante nuestros ojos.

El golpe de Chipre
Y es que “el golpe de Chipre” tiene también mucho que ver con cuestiones básicas de la economía. Cuestiones que sus gobernantes, y los gobernantes de la UE deberían haber previsto (y que quizá, quién sabe, previeron efectivamente).

En primer lugar, veamos algunos datos indicativos. Según el censo del Banco Mundial de 2011, Chipre tiene 1.116.564 habitantes. Por otro lado, el rescate concedido a los bancos chipriotas se “divide” en 10.000 millones de euros a cargo de la UE (y, eventualmente, del Fondo Monetario Internacional), más 5.800 millones en forma de “impuesto de solidaridad”, sustraído de las cuentas bancarias de los chipriotas.

Una sencilla división nos sitúa, frente a frente, contra la cruda realidad;: la UE y el gobierno de Chipre han robado 5.194,50 euros a cada chipriota. Eso sí, haciendo gala de los consabidos valores europeos, se lo han robado a todo aquel que tuviera una cuenta en un banco chipriota, independientemente de su edad, sexo, raza, religión o nacionalidad. Cualquiera que se preocupara de ahorrar en lugar de solicitar hipotecas imposibles, ha merecido, por igual, el castigo de la UE y del FMI.

Sin embargo, permítasenos investigar un poco más. ¿Cómo se llega hasta esta situación? Para entenderlo, es preciso hacer referencia a otro concepto económico conocido, esta vez, desde hace siglos y que, quizá, descubran ahora, sorprendidos, algunos columnistas y algunos otros tertulianos. Nos referimos al llamado “multiplicador bancario” o “multiplicador del dinero”.

El multiplicador del dinero
Es de todos conocido que el dinero que circula en un país (o, en este caso, en la zona euro) ha sido emitido, en principio, por un Banco Central. Sin embargo, aunque todo el dinero comienza con la emisión del Banco Central, no todo el dinero consiste en el efectivo emitido por esta entidad.

El efectivo emitido por el Banco Central constituye lo que los economistas denominan “Base Monetaria” y se presenta bajo dos modos. En primer lugar, como efectivo “en manos del público”, es decir, billetes o monedas en sus manos, en sus bolsillos o escondidos en el colchón o bajo la baldosa de casa. También se nombra como dinero “a la vista” y constituye la base de circulación de muchas pequeñas transacciones cotidianas (cada vez menos, por efecto de la proliferación de la tarjeta de crédito).

En segundo lugar, el dinero emitido por el Banco Central puede encontrarse, tras el paso por manos de alguien (al menos, de manos “virtuales”), en forma de depósito bancario, en cualquiera de sus formas: depósito, cuenta corriente, etc.

Pero, la cuestión, perdón, el depósito, no queda ahí. Los bancos en los que depositamos nuestro dinero prestan estos fondos a otras personas, salvo un coeficiente fijado por la legislación de cada país. Es decir, por ejemplo, si el gobierno fija el coeficiente de reserva de los bancos en el 10% y usted ingresa en un banco, digamos, 100 euros, el banco está obligado a guardar 10 euros, pero es libre de prestar los otros 90.

Tampoco se detiene aquí el proceso, pues el destinatario del préstamo de 90 euros, a su vez, efectuará previsiblemente una compra, por lo que los 90 euros pasarán al vendedor, el cual, previsiblemente, los ingresará en un banco. Este banco estará obligado a guardar 9 euros, pero podrá prestar los 81 euros restantes. De modo que, si lo hace, habrá en circulación un total de 271 euros (100 + 90 + 81), a partir de sus 100 euros ingresados en la sucursal de su barrio.

Los beneficios bancarios y la estabilidad
Se trata, pues, de una práctica común, estudiada en los cursos elementales de Economía. Pero no por común y elemental, deja de ser importante. La práctica del multiplicador bancario nos muestra, en primera instancia, que el beneficio de los bancos comerciales proviene, a grandes rasgos, de la diferencia entre los intereses que pagan a los depositarios y los intereses que cobran a aquellos a quienes conceden préstamos (además de comisiones y de dividendos por sus participaciones “industriales”).

Por otro lado, de aquí se deduce que todo el montaje está basado en un volumen grande de clientes y, además, en una gran velocidad de circulación del dinero (es decir, en que el dinero tarde lo menos posible en volver a ser ingresado en un banco). Esto es, el sistema presupone que no ocurra que todos los clientes, o un porcentaje significativo de ellos, retiren sus depósitos al mismo tiempo. Sencillamente, el banco no dispone del dinero que sus depositantes le han confiado. De este modo, la genial idea que, de vez en cuando, se le ocurre a alguien, de convocar a todos los clientes de un banco para que retiren efectivamente sus depósitos, solo podría perjudicar, de tener éxito, a los clientes que llegasen en segundo lugar y sólo después, de modo indirecto, a los accionistas del banco.

Este sistema del multiplicador se basa, también, como cabe imaginar, en que la gran mayoría de los prestatarios del banco puedan devolver sus préstamos. De forma que, si esto no ocurre, el banco comienza a tener problemas para cubrir los depósitos de sus clientes. Y más problemas cuantos más inmuebles embargados se acumulen.

El Banco Central y los bancos comerciales
A partir de esto, puede deducirse que, si un Banco Central (no miramos a nadie), además de emitir dinero, se dedica a bajar arbitrariamente los tipos de interés, provocará, por simple ley de la oferta y la demanda, que los clientes de los bancos comerciales soliciten más préstamos (puesto que cuesta menos pagarlos). Esto, obviamente, aumentará la posibilidad de que, un día, cuando cambien las circunstancias económicas, muchos de estos clientes no puedan pagar sus préstamos. Y, aunque cada uno de los bancos sabe que esto ocurrirá, preferirán correr el riesgo antes que desparecer del mercado, en un entorno que ha creado el Banco Central y solo el Banco Central.

Por otra parte, si, en un momento dado, ocurre efectivamente que un banco determinado no puede cubrir los depósitos que se le han confiado, el gobierno solo tiene una opción viable: “rescatar” al banco. Este rescate consistirá en prestar al dicho banco el importe de los depósitos que no puede cubrir.

Otra opción consistiría en liquidar el banco, cubriendo los depósitos y cancelando los préstamos. Pero esta opción sería difícilmente viable, porque implicaría hacer frente a todos los depósitos (no sólo a lo que el banco no puede cubrir) y difícilmente se conseguiría, sobre todo, la cancelación de los préstamos.

El dinero que no existe
En fin, la cuestión radica en devolver al mercado un dinero que, en realidad, no existe, porque no existía desde un principio. Nadie se lo ha llevado. Nadie lo ha robado. Simplemente no está ahí. Y la velocidad de circulación que lo iba a sustituir ha quedado bloqueada en hipotecas impagadas e inversiones fallidas.

Esta hipertrofia de la deuda ha ocurrido, históricamente, en otras ocasiones. Y, en esas ocasiones, muchas veces derivaba en la esclavitud de los deudores y en el colapso del crédito. Para evitar estos, históricamente, los gobernantes optaron, de forma periódica, por la remisión de las deudas y por la protección de los deudores. Lo nuevo de esta crisis, ya se ha dicho, está en que los gobiernos han optado por proteger a los acreedores y, en definitiva, por robar a los esclavos.

Discutir con Dios
Había, sin duda, otras soluciones, aparte de este latrocinio. Un latrocinio directo, pero, por cierto, en nada diferente de una subida de impuestos “solidaria” y repentina, cuando uno llega al gobierno. Ya va siendo hora de que nos preguntemos qué hemos hecho nosotros para merecer esto (qué han hecho los chipriotas) y, sobre todo, si es cierto que nuestros gobernantes no tienen más remedio que seguir robándonos.

Igual que Job, aquel de la paciencia, en un momento dado, tras una acumulación de desgracias en la que él no había tenido ninguna responsabilidad, estalló y gritó: “¡Quién pudiera discutir con Dios, como quien habla con sus semejantes!”. Quien pudiera, en fin, de una vez, encarar las crisis democráticamente (y no a partir de las decisiones de órganos oscuros que nadie ha elegido).

Quien pudiera ver, de una vez, a los ladrones donde deberían estar. A los ladrones que asaltan fincas, a los que atracan tiendas, a los que reparten o aceptan sobres y, finalmente, a los que inventan impuestos “solidarios”.

Las cosas no tienen por qué ser de esta manera. Quien pudiera discutir con Dios.

Discutir con Dios

Acerca del “golpe de Chipre” y de los impuestos solidarios
Felipe Muñoz
miércoles, 20 de marzo de 2013, 09:31 h (CET)
He de confesar que, personalmente, ya estaba convencido de que había finalizado ya la Licenciatura en Economía que nos viene impartiendo la Unión Europea a cargo de la crisis económica. Después de aquella clase magistral sobre el efecto expulsión del déficit (o la deuda), pensaba yo, habíamos aprendido, por fin, en España, los conceptos básicos de la Economía.

El efecto expulsión
Por si algún lector lo desconoce aun, explicaré que el efecto expulsión de la deuda pública (denominado, en inglés, crowding-out) consiste en el fenómeno económico en virtud del cual, cuando existe déficit público (y, por tanto, deuda) éste requiere de financiación. Financiación que hay que detraer, por fuerza, del mercado productivo. En palabras más llanas y en hechos más cercanos, este efecto expulsión describe el hecho de que todos bancos, sin excepción, prefieran compran bonos seguros de deuda pública al 5% a 10 años, a conceder hipotecas dudosas al 3% a 30 años. ¿Qué haría usted en su lugar?.

Después de que un número importante de periodistas, columnistas y tertulianos profesionales se indignaran con los bancos a causa del gran volumen de deuda pública generado por nuestros gobernantes (y financiada por esos bancos), en virtud de un efecto económico conocido desde hace décadas y que nuestros gobernantes debían haber previsto; después de que aquellos responsables de mantenernos informados en materia económica demostraran su ignorancia en materia económica, cabe preguntarse qué demonios nos contarán a propósito del latrocinio que se está cometiendo con los chipriotas ante nuestros ojos.

El golpe de Chipre
Y es que “el golpe de Chipre” tiene también mucho que ver con cuestiones básicas de la economía. Cuestiones que sus gobernantes, y los gobernantes de la UE deberían haber previsto (y que quizá, quién sabe, previeron efectivamente).

En primer lugar, veamos algunos datos indicativos. Según el censo del Banco Mundial de 2011, Chipre tiene 1.116.564 habitantes. Por otro lado, el rescate concedido a los bancos chipriotas se “divide” en 10.000 millones de euros a cargo de la UE (y, eventualmente, del Fondo Monetario Internacional), más 5.800 millones en forma de “impuesto de solidaridad”, sustraído de las cuentas bancarias de los chipriotas.

Una sencilla división nos sitúa, frente a frente, contra la cruda realidad;: la UE y el gobierno de Chipre han robado 5.194,50 euros a cada chipriota. Eso sí, haciendo gala de los consabidos valores europeos, se lo han robado a todo aquel que tuviera una cuenta en un banco chipriota, independientemente de su edad, sexo, raza, religión o nacionalidad. Cualquiera que se preocupara de ahorrar en lugar de solicitar hipotecas imposibles, ha merecido, por igual, el castigo de la UE y del FMI.

Sin embargo, permítasenos investigar un poco más. ¿Cómo se llega hasta esta situación? Para entenderlo, es preciso hacer referencia a otro concepto económico conocido, esta vez, desde hace siglos y que, quizá, descubran ahora, sorprendidos, algunos columnistas y algunos otros tertulianos. Nos referimos al llamado “multiplicador bancario” o “multiplicador del dinero”.

El multiplicador del dinero
Es de todos conocido que el dinero que circula en un país (o, en este caso, en la zona euro) ha sido emitido, en principio, por un Banco Central. Sin embargo, aunque todo el dinero comienza con la emisión del Banco Central, no todo el dinero consiste en el efectivo emitido por esta entidad.

El efectivo emitido por el Banco Central constituye lo que los economistas denominan “Base Monetaria” y se presenta bajo dos modos. En primer lugar, como efectivo “en manos del público”, es decir, billetes o monedas en sus manos, en sus bolsillos o escondidos en el colchón o bajo la baldosa de casa. También se nombra como dinero “a la vista” y constituye la base de circulación de muchas pequeñas transacciones cotidianas (cada vez menos, por efecto de la proliferación de la tarjeta de crédito).

En segundo lugar, el dinero emitido por el Banco Central puede encontrarse, tras el paso por manos de alguien (al menos, de manos “virtuales”), en forma de depósito bancario, en cualquiera de sus formas: depósito, cuenta corriente, etc.

Pero, la cuestión, perdón, el depósito, no queda ahí. Los bancos en los que depositamos nuestro dinero prestan estos fondos a otras personas, salvo un coeficiente fijado por la legislación de cada país. Es decir, por ejemplo, si el gobierno fija el coeficiente de reserva de los bancos en el 10% y usted ingresa en un banco, digamos, 100 euros, el banco está obligado a guardar 10 euros, pero es libre de prestar los otros 90.

Tampoco se detiene aquí el proceso, pues el destinatario del préstamo de 90 euros, a su vez, efectuará previsiblemente una compra, por lo que los 90 euros pasarán al vendedor, el cual, previsiblemente, los ingresará en un banco. Este banco estará obligado a guardar 9 euros, pero podrá prestar los 81 euros restantes. De modo que, si lo hace, habrá en circulación un total de 271 euros (100 + 90 + 81), a partir de sus 100 euros ingresados en la sucursal de su barrio.

Los beneficios bancarios y la estabilidad
Se trata, pues, de una práctica común, estudiada en los cursos elementales de Economía. Pero no por común y elemental, deja de ser importante. La práctica del multiplicador bancario nos muestra, en primera instancia, que el beneficio de los bancos comerciales proviene, a grandes rasgos, de la diferencia entre los intereses que pagan a los depositarios y los intereses que cobran a aquellos a quienes conceden préstamos (además de comisiones y de dividendos por sus participaciones “industriales”).

Por otro lado, de aquí se deduce que todo el montaje está basado en un volumen grande de clientes y, además, en una gran velocidad de circulación del dinero (es decir, en que el dinero tarde lo menos posible en volver a ser ingresado en un banco). Esto es, el sistema presupone que no ocurra que todos los clientes, o un porcentaje significativo de ellos, retiren sus depósitos al mismo tiempo. Sencillamente, el banco no dispone del dinero que sus depositantes le han confiado. De este modo, la genial idea que, de vez en cuando, se le ocurre a alguien, de convocar a todos los clientes de un banco para que retiren efectivamente sus depósitos, solo podría perjudicar, de tener éxito, a los clientes que llegasen en segundo lugar y sólo después, de modo indirecto, a los accionistas del banco.

Este sistema del multiplicador se basa, también, como cabe imaginar, en que la gran mayoría de los prestatarios del banco puedan devolver sus préstamos. De forma que, si esto no ocurre, el banco comienza a tener problemas para cubrir los depósitos de sus clientes. Y más problemas cuantos más inmuebles embargados se acumulen.

El Banco Central y los bancos comerciales
A partir de esto, puede deducirse que, si un Banco Central (no miramos a nadie), además de emitir dinero, se dedica a bajar arbitrariamente los tipos de interés, provocará, por simple ley de la oferta y la demanda, que los clientes de los bancos comerciales soliciten más préstamos (puesto que cuesta menos pagarlos). Esto, obviamente, aumentará la posibilidad de que, un día, cuando cambien las circunstancias económicas, muchos de estos clientes no puedan pagar sus préstamos. Y, aunque cada uno de los bancos sabe que esto ocurrirá, preferirán correr el riesgo antes que desparecer del mercado, en un entorno que ha creado el Banco Central y solo el Banco Central.

Por otra parte, si, en un momento dado, ocurre efectivamente que un banco determinado no puede cubrir los depósitos que se le han confiado, el gobierno solo tiene una opción viable: “rescatar” al banco. Este rescate consistirá en prestar al dicho banco el importe de los depósitos que no puede cubrir.

Otra opción consistiría en liquidar el banco, cubriendo los depósitos y cancelando los préstamos. Pero esta opción sería difícilmente viable, porque implicaría hacer frente a todos los depósitos (no sólo a lo que el banco no puede cubrir) y difícilmente se conseguiría, sobre todo, la cancelación de los préstamos.

El dinero que no existe
En fin, la cuestión radica en devolver al mercado un dinero que, en realidad, no existe, porque no existía desde un principio. Nadie se lo ha llevado. Nadie lo ha robado. Simplemente no está ahí. Y la velocidad de circulación que lo iba a sustituir ha quedado bloqueada en hipotecas impagadas e inversiones fallidas.

Esta hipertrofia de la deuda ha ocurrido, históricamente, en otras ocasiones. Y, en esas ocasiones, muchas veces derivaba en la esclavitud de los deudores y en el colapso del crédito. Para evitar estos, históricamente, los gobernantes optaron, de forma periódica, por la remisión de las deudas y por la protección de los deudores. Lo nuevo de esta crisis, ya se ha dicho, está en que los gobiernos han optado por proteger a los acreedores y, en definitiva, por robar a los esclavos.

Discutir con Dios
Había, sin duda, otras soluciones, aparte de este latrocinio. Un latrocinio directo, pero, por cierto, en nada diferente de una subida de impuestos “solidaria” y repentina, cuando uno llega al gobierno. Ya va siendo hora de que nos preguntemos qué hemos hecho nosotros para merecer esto (qué han hecho los chipriotas) y, sobre todo, si es cierto que nuestros gobernantes no tienen más remedio que seguir robándonos.

Igual que Job, aquel de la paciencia, en un momento dado, tras una acumulación de desgracias en la que él no había tenido ninguna responsabilidad, estalló y gritó: “¡Quién pudiera discutir con Dios, como quien habla con sus semejantes!”. Quien pudiera, en fin, de una vez, encarar las crisis democráticamente (y no a partir de las decisiones de órganos oscuros que nadie ha elegido).

Quien pudiera ver, de una vez, a los ladrones donde deberían estar. A los ladrones que asaltan fincas, a los que atracan tiendas, a los que reparten o aceptan sobres y, finalmente, a los que inventan impuestos “solidarios”.

Las cosas no tienen por qué ser de esta manera. Quien pudiera discutir con Dios.

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