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Una Europa sin alma que no me gusta

Pudo ser una Europa de estados soberanos, pero ha venido a parar en una Europa totalitaria que demoniza a quienes piensen distinto
Francisco Rodríguez
domingo, 15 de abril de 2018, 11:38 h (CET)

Recuerdo cuando empezó a hablarse de Europa como un proyecto que evitara nuevas guerras. Unos gobernantes decididos, Adenauer, Schuman, Spaak y De Gasperi, dieron vida a diversos tratados que ligaban a sus estados en asuntos concretos: el carbón y el acero, la energía atómica, etc. y en 1957 se firmó el Tratado de Roma y se creó el mercado común.


España solicitó su ingreso en 1962, que no fue aceptado por carecer de un régimen democrático y muchos españoles jóvenes lamentamos nuestra marginación de un proyecto ilusionante. En nuestro periodo de transición Adolfo Suárez volvió a solicitar el ingreso en 1977 y tras un periodo larguísimo de negociaciones entró en la Unión Europea en 1985.

Desde que comenzó a gestarse Europa como mercado común hasta nuestro ingreso habían ocurrido muchas cosas, alguna tan grave como las revueltas de mayo de 1968, que introdujeron la modificación de nuestras costumbres sociales y junto con la difusión de los métodos anticonceptivos, un rechazo de los valores familiares y del cristianismo que los sustentaba.


Se fue pasando de una Europa de los estados a una unión europea en la que los estados empezaron a ceder parte de su soberanía y en 1993 el tratado de la Unión Europea, firmado en Maastricht, dió paso al sistema actual en el que se consolida un gobierno y un parlamento para toda la Unión, cuyas decisiones son de obligado cumplimiento.


El Tratado de Maastricht elimina cualquier referencia a las raíces cristianas de Europa e impone desde una mentalidad totalitaria, de la que no se puede disentir so pena de ser demonizado, no la revolución comunista que había caído en el 1989, sino la lenta introducción de nuevos derechos, como el aborto o la aceptación de diversos tipos de familia, que en realidad representan su desaparición.


Los estados como Hungría o Polonia que no están dispuestos a abandonar sus propios valores son atacados sin contemplaciones, como “extrema derecha”. En España un decidido seguidor de los nuevos valores y los nuevos derechos fue Rodríguez Zapatero, pero su sucesor Mariano Rajoy, olvidando lo que prometió en su propios programa, ha aceptado y mantenido las leyes de Zapatero, no sé si por presiones políticas o por un cambio de sus convicciones, si las tuvo.


Al mismo tiempo se impone la obligación de abrir las fronteras al islam que, si bien resulta un multiculturalismo imposible, sirve para expulsar al cristianismo de la plaza pública y reducir cada vez más su papel inspirador de valores. Los inspiradores de la Unión Europea ven la cultura cristiana como un obstáculo a sus objetivos de lograr una libertad sexual expansiva y la eliminación de la familia tradicional.


Los resultados e esta política están a la vista: caída en picado de la natalidad y la nupcialidad, un envejecimiento progresivamente acelerado de la población y una juventud sin referencias históricas ni culturales que cree tener derecho a toda y no estar obligado a nada.


La disminución de la población es un viejo sueño maltusiano para salvar el planeta. La ecología se presenta como el nuevo valor a defender y el cuidado de las mascotas va sustituyendo rápidamente al cuidado de los niños.

La Europa de las naciones y los valores cristianos se ha hundido, pero la Europa que la ha sustituido marcha también hacia el fracaso. Todo es cuestión de tiempo si continuamos gobernados por esa nube de burócratas amaestrados desde Bruselas.

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