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La cavilación sobre Ética y Estética, como dos ramas que son de la Filosofía, ha formado parte de las disputas teóricas durante siglos. Se ocupa la primera de la moral y de las acciones humanas; se centra la segunda en la belleza. No parece que tal querella sea hoy un asunto clave de nuestras discusiones, y es posible que se nos antoje puro forcejeo verbal y bizantino, propio de escolásticos ociosos, pero adquiere cierto interés en estos tiempos preelectorales.
Lo que vemos no siempre es y lo que es no siempre lo vemos. Entonces, ¿de qué nos enteramos? Lejos de tratarse de un trabalenguas ocasional, dicho contraste nos relaciona directamente con la accesibilidad del conocimiento real. Como consecuencia obvia, estará en íntima conexión con el resto de las condiciones efectivas para el desarrollo de las personas.
La teoría crítica de la Escuela de Fráncfort no justificó en el siglo XX la sociedad de su tiempo, ya que partía de la base de que es irracional, injusta y opresora, aunque no sea de forma absoluta y total. Lo que significa que deben cambiar muchas políticas de los gobiernos, para lograr una sociedad más racional y humana.
Es hora de reiniciar nuevos rumbos en un mundo en continua transformación, de nutrirnos sembrando lo adecuado para embellecernos; y, así, poder esparcir tanto las semillas del buen hacer como expandir las vegetaciones de un buen obrar. En efecto, nos merecemos un cambio, un nuevo renacer en un entorno poblado de horizontes sanos, que es lo que verdaderamente nos injerta sanación en el alma.
Hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre un asunto humano fundamental, que no se nos cae de la boca cuando estamos en modo biempensantes y políticamente correctos, pero que en el plano práctico y fáctico se encuentra desmedidamente desprotegido, abandonado e intencionalmente descuidado, a saber, el ideal que nos motiva a educar a nuestros hijos para que construyan y vivan en un mundo mejor.
A poco que nos adentremos en la realidad mundial, percibiremos un fuerte colapso y desorden, con multitud de llagas como la pobreza, las desigualdades, además de las discriminaciones diversas, que se profundizan en lugar de aliviarse. A esto tenemos que sumarle, el cansancio y el agotamiento de ciertos sistemas económicos, que lo único que hacen es incrementar, en la mayoría de las ocasiones, la polarización ideológica y el legado de la esclavitud.
Aseveró Borges que vivir eternamente “sería el peor castigo, sería el infierno”. La inmortalidad ha sido, desde siempre, una obcecación de los humanos, tan restringidos como estamos en el tiempo, con una existencia corta y precaria. Igual fue por ello que ideamos a los dioses, eternos en cronología.
Es difícil entenderse en la sociedad actual con muchos compartimentos estanco, por lo tanto, incomunicados entre sí, empezando por los propios individuos. En una huida temeraria hacia delante, progresa esa congoja desorientadora; con la consiguiente repercusión en todos los sectores, sean individuales o colectivos; ni la misma Naturaleza se libra de dichos efectos.
Hay tareas que deben comenzar en nosotros. Así, cada cual debe conocerse y sumergirse en sus intimas habitaciones, reconocer limitaciones y bajarse de la autosuficiencia, volverse creativo y revolverse contras las miserias humanas, dominar menos y servir más.
Me envuelve una extraña melancolía mientras emergen los recuerdos de viejos textos y páginas desechas en un intento de dejar un pasado que, pese a que en su momento se percibió bondadoso y bueno, ahora, se ha entrelazado con el dolor de una rumiación presente y un deseo futuro; páginas que al ser reescritas una y otra vez su esencia perdieron en la atmósfera del miedo.
En nuestro último artículo titulado “Discerniendo la crucial diferencia existencial entre angustia y frustración” nos enfocamos en la diferencia conceptual de “angustia” de “frustración”, indicando a grandes rasgos que la angustia se refiere más bien a un sentimiento preponderantemente de ansiedad que surge cuando nos enfrentamos a la incertidumbre propia del sentido (o de la falta de sentido) ante la certeza de la finitud y la reflexión (si es que se da).
Hace ya 25 años de un pequeño libro de Joan Vilar: “Antropología del dolor” (Eunsa 1998), donde habla muy bien de los fenómenos interiores que conlleva: el “fastidio que es consumirse por dentro y una cierta agresividad en el exterior y al ser una respuesta impotente lleva al resentimiento”.
Considero fundamental en esta época de abundantes falsedades, pararse a discernir para poder caminar hacia adelante. De entrada, una ruptura de los esquemas mundanos nos vendrá bien para ganar salud y atesorar concordia. Ya está bien de prometer todo y luego no dar nada.
La era de industrialización en Europa nos trae imágenes de vidas enterradas en el trabajo, de alcohol escanciado para olvidar, de trágicas rutinas de madres luchadoras, de famosas calles como las de Carlos Dickens. Hoy, soberbios presumidos de haber superado dos guerras mundiales y sendas guerras frías, paseamos la vida con enorme indiferencia ante la mayor parte del mundo que desconocemos.
En los tiempos actuales, no se debate sobre la existencia del libre albedrío. Más bien hay una parte de la sociedad que defiende la libertad de cada cual, y el derecho a equivocarse, frente a otra parte que, en aras de lo que se denomina bien común, niega que sus conciudadanos tengan derecho a ese libre arbitrio.
Es muy popular aquella expresión de considerar a una persona teclosa; aunque en realidad apenas prestamos atención a donde residan esas teclas, su estructura y funcionalidad. Es una manera de referirnos a esos puntos de contacto con la sensibilidad del individuo.
¿Qué es la falacia de McNamara? Esta falacia se puede representar a través de cuatro fases: la primera fase supone medir lo que sea fácilmente medible; la segunda implica descartar lo que no se puede medir con facilidad; la tercera comporta descartar como relevante aquello que no se puede medir; y la cuarta conlleva proclamar que aquello no medible fácilmente no existe.
Cuando la soledad se hace mayor va dibujando senderos llamados “diarios de los no aconteceres”. De vez en cuando se cruza en el camino una soledad, como todas, pero con ilusión. Esa soledad “saluda”, “pregunta”, “comenta”, “ríe”... nunca añora... sólo desea saludar.
La vocación de todo ser humano es vivir; y, a la vez, desvivirse por proporcionar creatividad laboriosa en cada aurora, para que pueda continuar la arboleda del linaje enraizándose con el tiempo y entroncándose a la existencia de las diferentes épocas vivenciales. Por consiguiente, cada ser humano debe de involucrarse en el trabajo decente, que es lo que verdaderamente nos dignifica, bajo el impulso de la justicia social.
Es hermoso verse y reconocerse, mirarse y enmendarse, gastar la vida por servir y desvivirse por vivir, reconquistarse y quererse, no rendirse jamás y apostar por repostar esperanza en medio de tanto desconsuelo, para poder reconstruimos en quietud como familia. Sin duda, hoy más que nunca, necesitamos hacer piña y rehacernos como humanos.
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